THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

Negacionistas del suicidio

«El medio centenar de muertas por violencia machista no debería usarse como parapeto para soslayar la tragedia de los cientos de hombres que se quitan la vida»

Opinión
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Negacionistas del suicidio

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Cuando era más joven —algo de lo que no hace tanto tiempo— el término negacionismo se empleaba por políticos y medios con suma prudencia. En la medida en que la expresión determina el rechazo de realidades y hechos históricos o naturales relevantes, existía una suerte de convención social para circunscribirla a cuestiones delicadas como el Holocausto, cuya negación es constitutiva de delito en algunos países europeos.

Pero dado que la politización del dolor pasa inexorablemente por la banalización conceptual, el vocablo negacionismo, ha pasado a ser un fetiche electoral al que se recurre para deshumanizar al adversario y deslegitimar o ridiculizar sus opiniones públicamente: si apuntas a que el fallecimiento de una persona por un golpe de calor puede no estar asociada al cambio climático, eres un negacionista. Si criticas la invasión de carriles bici o los incentivos para la compra de coches eléctricos, eres un negacionista. Si cuestionas que el machismo sea la única causa posible tras el asesinato de una mujer por su pareja, eres un negacionista. Si planteas que un incendio lo ha podido provocar la mano del hombre y no el clima, también eres un negacionista. Lamentablemente, el negacionismo ha pasado a engrosar la lista de palabras gruesas instrumentalizadas que han sido vaciadas de significado y hasta desnaturalizadas, como terrorismo o genocidio

El empeño político por engordar determinados dramas para obtener réditos electorales nos ha abocado a un escenario dantesco que sólo es visible cuando se hace el esfuerzo de apartar las capas de relato con las que disfrazan la realidad: la estadística evidencia que nuestros dirigentes magnifican o minimizan la muerte en función de sus necesidades propagandísticas y presupuestarias. Buena muestra de ello es que nos hayamos acostumbrado a que desde las instituciones españolas se emplee con asiduidad el término feminicidio —una versión sexualizada del genocidio— para hacer referencia a un crimen que se cobra la vida anualmente de medio centenar de mujeres, mientras se rehúye abordar las más de mil muertes femeninas anuales consecuencia del suicidio. 

«En 2021 los suicidios acabaron con la vida de más compatriotas que la violencia de género o los accidentes de tráfico»

En 2021, y siempre según el Instituto Nacional de Estadística, se suicidaron en nuestro país 4.003 personas, de las que 2.982 eran varones y 1.021 mujeres. En cuanto a porcentajes, los menores de treinta años rondaban el 8%, la franja de edad correspondiente a la treintena se situaba alrededor del 10%, mientras que entre los cuarenta y los sesenta años el porcentaje superaba el 40%: en este último rango de edad, se suicidaron 433 mujeres frente a 1.227 hombres.

Los suicidios acabaron con la vida de más compatriotas que la violencia de género (49 mujeres), los homicidios (86 mujeres y 197 hombres), los accidentes laborales (35 mujeres y 577 hombres), los accidentes de tráfico (316 mujeres y 1.283 hombres) o las caídas accidentales (1.709 mujeres y 1.946 hombres). 

A pesar de lo tremendo de estas cifras, ni políticos ni medios han tenido a bien inventar una fusión de palabras grandilocuente que nos remita a la tragedia de quienes deciden quitarse la vida. Quizá se deba a que, si lo elevasen a la categoría que merece, nuestra atención se centraría en problemáticas trascendentes e incluso forzaríamos la reconsideración de algunas de sus agendas, estrategias y decisiones. Porque tras la enormidad de estos datos existe mucho más que problemas económicos o de marginalidad. 

El crecimiento de las tendencias suicidas en los jóvenes es alarmante. Mientras el mainstream vive instalado en la idea de que son una generación egoísta y caprichosa que desprecia el sacrificio y es incapaz de lidiar con la frustración, el número de adolescentes que se autolesionan o se quitan la vida bate récords. Resulta incuestionable que nuestra visión de su realidad dista mucho de la que ellos tienen y que no podemos permitirnos el lujo de atrincherarnos. Es hora de abordar la cuestión sin tapujos ni apriorismos, poniendo las cartas sobre la mesa.

En España se legisla y gobierna para los viejos por motivos puramente electorales: los pensionistas ganan elecciones. La solidaridad intergeneracional es unidireccional, con unas transferencias de rentas de jóvenes a mayores que han transformado nuestro país en un lugar hostil para crecer profesionalmente o emprender. Se desprestigia el mérito mientras se incentiva el clientelismo, el amiguismo o el nepotismo. Pero no sólo construimos barreras que dificultan avanzar a las nuevas generaciones, sino que cargamos sobre sus hombros la deuda con la que hemos financiado nuestra propia prosperidad. Si a ello le añadimos el retomado gusto de nuestras sociedades por la psicología identitaria, por la cancelación dogmática, o por la inoculación en los jóvenes de la atroz idea de que su mera existencia es contaminante y de que la supervivencia del planeta pasa por su renuncia a acceder a una vivienda, a formar una familia o a la movilidad, entonces el desastre está servido.

«Por cada mujer divorciada que se quita la vida, hay nueve hombres divorciados que lo hacen»

Pero no quiero dejarme en el tintero el dato de los más de 1.200 hombres de entre 40 y 60 años que cometieron suicidio, frente a las 430 mujeres que, dentro de ese mismo rango de edad, se quitaron la vida. Esta brecha abismal entre varones y féminas obedece a factores multicausales, pero de entre todas las referencias hay una que me ha llamado poderosamente la atención: la edad media de los divorcios se sitúa entre los 45 años (mujeres) y los 48 (hombres). Pues bien, según un estudio publicado en 2003 en Journal of Epidemiology and Community Health, por cada mujer divorciada que se quita la vida, hay nueve hombres divorciados que lo hacen. 

Nos engañaríamos pensando que la disparidad en las muertes entre los hombres divorciados es simplemente resultado de que ellos sean «más suicidas» que ellas. Nos hallamos ante un fenómeno que podríamos calificar como «suicidio de género» y que habremos de enfrentar sacudiéndonos los mantras del falso consenso: entre las causas de estas cifras dramáticas está la ruptura de los vínculos con sus hijos que imponen reformas legislativas emprendidas en la última década en nombre de la igualdad de género. A ello habrá que sumar la criminalización colectiva que se alienta desde las instituciones y se ha instalado en un sector nada despreciable de la sociedad. 

Por supuesto que el medio centenar de muertas por violencia machista merece luz y taquígrafos, pero no debería usarse como parapeto para soslayar la tragedia de los cientos de hombres que se quitan la vida tras una ruptura matrimonial. No les dejemos politizar también nuestra humanidad.

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