El triunfo de la igualdad sobre la identidad
«Hay que reconducir el rumbo para materializar el sueño de Luther King, cimentando la igualdad sobre la fraternidad y la convivencia, no sobre el revanchismo»
En 1963, Martin Luther King soñaba con una nación en la que sus hijos no fuesen juzgados por el color de su piel, sino por sus actos y su personalidad. En aquel Estados Unidos tensionado socialmente, en el que la raza era determinante de un trato institucional diferente y la ley amparaba la segregación, el reverendo no clamó venganza ni demandó privilegios: apostó por construir igualdad desde la fraternidad, para que «los niños negros pudieran darse la mano con niños blancos, como hermanos» y fueran «capaces de trabajar juntos, de rezar juntos, de luchar juntos, de ir a la cárcel juntos, de ponernos de pie juntos por la libertad, sabiendo que un día seremos libres».
Frente a las ideologías y movimientos que plantean falsos dilemas entre la igualdad y la libertad, el liberalismo las concibe como derechos y aspiraciones inherentes al ser humano, de forma que la primera es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de la segunda: los ciudadanos somos iguales ante la ley, lo que determina que el Estado debe de dispensarnos el mismo trato para garantizarnos el mayor grado de libertad.
Cuando la igualdad se retuerce para, en su nombre, juzgar a los individuos no por lo que hacen, sino por lo que son, se abre la puerta a la injusticia, a la arbitrariedad y a que florezca el totalitarismo. Es cierto, no obstante, que para la consecución efectiva de la igualdad formal es preciso en ocasiones eliminar o paliar obstáculos materiales preexistentes. Se trataría, en síntesis, de compatibilizar la igualdad formal proclamada en el art. 14 de nuestra Constitución, con la igualdad real y efectiva a la que se refiere el artículo 9.2, para lo cual se han venido avalando medidas de acción positiva y de discriminación inversa en beneficio de determinados colectivos situados históricamente en una posición de inferioridad.
Por su propia naturaleza, estas disposiciones «correctoras» tienen carácter temporal, dado que deben desaparecer una vez se haya enmendado la situación desigual que estaban llamadas a revertir. Lamentablemente, llevamos años asistiendo como espectadores pasivos a la instrumentalización política e ideológica de la discriminación positiva, pues la misma se ha venido invocando para instaurar privilegios legales e institucionales de corte identitario cuyo objetivo no es poner fin a una situación discriminatoria injusta, sino imponer discriminaciones nuevas y perpetuas.
Tratan así de convertir a los herederos de los opresores en los nuevos oprimidos y a los antaño discriminados en los nuevos artífices de la discriminación. El fin, como pueden imaginarse, no es construir una igualdad que redunde en un mayor grado de libertad, sino habilitar una serie de revanchismo institucional que prime la identidad sobre el comportamiento y el mérito.
«El fallo determina un giro de 180 grados en la tendencia autodestructiva en la que estábamos inmersos»
El reciente fallo del Tribunal Supremo de EEUU declarando contrario a la Constitución norteamericana el programa de admisión racial de una conocida y prestigiosa universidad es de enorme importancia, pues determina un giro de 180 grados en la tendencia autodestructiva en la que estábamos inmersos, que desdeña los logros de los ciudadanos para, en su lugar, ensalzar determinados rasgos de su personalidad.
Efectivamente, la sentencia que resuelve el recurso planteado por una asociación llamada «estudiantes por un proceso de admisión justo» contra la Universidad de Harvard contiene pronunciamientos extrapolables a otros ámbitos y latitudes, que deberían invitarnos a reflexionar sobre si la sociedad que están construyendo nuestros dirigentes hace honor a los principios liberales fundacionales sobre los que se cimentaron los Estados occidentales tras las dos guerras mundiales.
La resolución no excluye la discriminación positiva para reparar la situación de una persona concreta atendiendo a su caso particular, pero sí que reniega categóricamente del trato preferencial a colectivos que lo único que tengan en común sea «el color de su piel». Los razonamientos de la sentencia integran un alegato contundente y poderoso contra la discriminación ancestral identitaria, en este caso concreto sustentada en la raza. Una clasificación que el tribunal reputa como prohibida en tanto que denigra la dignidad y el valor de una persona al ser juzgada por su ascendencia en lugar de por su propio mérito y cualidades esenciales.
Para el Alto Tribunal norteamericano, cuando una universidad admite estudiantes en función de la raza, adopta la suposición ofensiva y denigrante de que los que son de una determinada raza, precisamente por esa razón, piensan de forma distinta a los estudiantes no integrados en colectivos minoritarios. Con ello, el centro educativo refuerza estereotipos que tratan a las personas como un producto de su raza, lo que conduce a renegar de la individualidad de sus estudiantes y a no evaluar sus pensamientos y esfuerzos. La categorización racial de los seres humanos no puede erigirse en un valor ciudadano que determine un trato diferencial generalizado, más aun cuando la medida discriminatoria ni tan siquiera reviste un carácter temporal o estipula las condiciones que la hagan decaer.
Les confieso que la lectura de la sentencia me ha emocionado, pues plasma los valores y principios que me propuse defender cuando elegí dedicarme al ejercicio del Derecho y que, desde hace unos pocos años, llevo intentado inculcar a quienes invierten unos minutos de su tiempo en la lectura de mis artículos: ante la Constitución y la ley no existen clases ni identidades superiores o dominantes. La grandeza del Estado liberal y democrático de Derecho es que no ha de tolerar clases entre los ciudadanos, ni en atención a su extracción social ni tampoco por razones identitarias, ya sean raciales o de género. Debemos reconducir el rumbo para materializar el sueño que tuvo Martin Luther King, cimentando la igualdad sobre la fraternidad y la convivencia, no sobre el revanchismo. A ver si toman nota nuestros dirigentes y, de paso, el Tribunal Constitucional, aunque siéndoles franca no albergo demasiadas esperanzas en el corto plazo.