Feijóo y su inquietante ideología
«Los españoles estamos abocados a discernir entre dos opciones que trascienden a los partidos políticos: abundar en el error del estatismo o enmendarlo»
Según dicen los que saben, Alberto Núñez Feijóo ha sido aconsejado para que no dé a conocer de forma prematura los nombres de quienes, en caso de poder formar gobierno después del 23-J, integrarían su consejo de ministros. Sin embargo, en una reciente entrevista en El programa de Ana Rosa de Telecinco, Feijóo dio algunas pistas sobre el encargado de la cartera de Economía. Al parecer, no sería su vicesecretario del ramo, Juan Bravo, que se encargaría de Hacienda. Según palabras del propio líder del PP, el elegido no es «ni político ni ha estado en política ni ha tenido ningún cargo en ningún partido político», está «absolutamente acreditado» y cuando se conozca su nombre «España dormirá tranquila».
Que España duerma tranquila tampoco parece demasiado difícil. Si los españoles han podido dormir mejor que peor a lo largo de esta terrible legislatura, a poco que la siguiente sea algo más aseada, dormirán a pierna suelta.
El nombre del futurible ministro de Economía tiene cierta importancia, sobre todo, en un Estado que se han acostumbrado a gastar bastante más de lo que ingresa. Si ese ministrable ciertamente es un tipo sensato, con los pies en la tierra y con un conocimiento exhaustivo de la economía, al menos cabría esperar una cierta mejoría o, en su defecto, que empeoremos a un ritmo algo menos frenético. Menos daría una piedra.
Sin embargo, lo relevante no es el nombre del hipotético ministro de Economía, aunque averiguarlo tenga su interés informativo. Como todos sabemos, los ministros mandan lo que diga el presidente. Así pues, lo interesante no es saber el nombre de ese potencial ministro, sino averiguar si Feijóo lo ha seleccionado porque tiene una visión audaz que podría ser muy positiva para los españoles o porque lo considera un tipo solvente dispuesto a cumplir sus mandados.
Para responder a esta pregunta podemos recurrir a lo que ya sabemos. Y lo que sabemos es que Feijóo está diseñando un equipo económico de perfil técnico con una misión muy concreta: afrontar las exigencias de Bruselas, porque todo apunta a que, en cuanto pase el 23-J, a los españoles nos va caer la del pulpo.
«Los españoles llevamos tanto tiempo demonizándonos mutuamente que hemos olvidado en qué consiste la política»
Esto enfoque que, en principio, puede parecer razonable, y más que razonable, inescapable, no anticipa sin embargo grandes cambios en la política económica que, durante las últimas dos décadas, con los matices que se quiera, ha sido abrumadoramente dominante. Por el contrario, apunta más bien al propósito de negociar a cara de perro ajustes puramente contables para, llegado el momento, acometerlos mediante un gradualismo con propiedades anestésicas.
No digo que atender a Bruselas esté mal, porque si tenemos asumidos determinados compromisos, lo suyo es ver la manera de cumplirlos. Lo que me preocupa es la jerarquía. Y me explico. Me preocupa que Feijóo, en vez de diseñar su equipo económico mirando primero a España para después mirar a Bruselas, lo haya hecho al revés o, incluso, ni siquiera eso: que Feijóo sólo mire a Bruselas por razones que no tendrían que ver exactamente con salvaguardar el bienestar de los españoles.
En contraste con esta cuestión tan trascedente, me resulta divertido que cierta parte de la derecha se escandalice cuando Feijóo se compromete a recuperar las formas, a dialogar con la oposición y, si es posible, llegar a acuerdos en cuestiones sensibles, lo que antes se llamaba acuerdos de Estado. Los españoles llevamos tanto tiempo demonizándonos mutuamente que hemos olvidado en qué consiste la política. Así que lo recordaré muy brevemente.
En esencia, la política es el arte de gobernarse de forma pacífica y civilizada, sin recurrir a la violencia. Y para que esto se cumpla, el diálogo es, guste o no, imprescindible. Pero que nadie se confunda. Dialogar no significa renunciar a los ideales, sino entenderlos como lo que son, aspiraciones legítimas. No armas para liquidar políticamente al adversario. Porque eso no es política. Eso es la guerra. Una guerra, en principio, incruenta, pero guerra, al fin y al cabo.
Ocurre que la política se desvirtúa cuando quienes la practican carecen de ideales o, en su defecto, no son más que una impostura que no atiende al conjunto de los ciudadanos, sino a intereses particulares o de grupo. Lamentablemente, esto es lo que parece haber sucedido en España. De ahí que el término consenso esté tan devaluado y que tanto monte buscar un marco para un consenso, que un consenso para un marco.
Sin embargo, no debería irritarnos que Feijóo se comprometa a dialogar regularmente con la oposición sobre cuestiones especialmente sensibles, como podría ser, por ejemplo, la acción en política exterior, la reforma del sistema de pensiones, o, incluso, puestos a soñar, la separación de poderes y el mejoramiento de las instituciones, para que estén mejor salvaguardadas de los asaltos de los gobernantes. Lo que debería preocuparnos es saber en qué cree quien parece estar llamado a ser nuestro próximo presidente.
«Debería preocuparnos la querencia de Feijóo por el estatismo»
Más de uno me señalará a la velocidad de la luz que ese es precisamente el problema: que Feijóo carece de ideales. Incluso habrá quien, en un alarde de sagacidad, me revele que Feijóo es un cíborg perfectamente programado para servir a la Agenda 2030 y a sus satánicos promotores. Yo, sin embargo, creo, por un lado, que Feijóo sí tiene ideales o, al menos, que sí cree en algo. Y, por otro, que es condescendiente con ciertos disparates, como la dichosa agenda o la transición energética, no porque se los tome demasiado en serio, sino porque considera que no comprometen sus querencias.
¿Y qué querencias son esas? Más que querencias, en plural, diría que es una querencia, en singular y con mayúsculas: el estatismo. Y es esta querencia lo que debería preocuparnos. Pero no por hacer alarde de un liberalismo de salón. Debería preocuparnos porque cuando Feijóo diseña su equipo económico mirando hacia Bruselas, sospecho que no lo hace para salvaguardar los intereses de los individuos, de ese conjunto de personas que, por agregación, constituyen una nación llamada España, sino para salvaguardar la pesada superestructura que los españoles apenas pueden cargar ya sobre sus hombros: el Estado.
No soy un idealista que sueñe con echar abajo el Estado, como los liberales más dogmáticos. A estas alturas diría que ya no es necesario ser un liberal pata negra, ni siquiera de medio pelo, para percatarse de que hemos llegado a un punto en el que salvar a los españoles es incompatible con salvaguardar los intereses de un Estado que se ha convertido en su explotador más encarnizado. Una disyuntiva que, para ser justos, no sólo no figura en el ideario de Feijóo, sino que está ausente en toda la derecha española, también en Vox, que parece haber depurado a todo aquel que, sin ser un liberal de pro, simplemente manifestara una sana desconfianza hacia el poder del Estado y su intervención desaforada. En este sentido, diríase que la derecha española o, si se prefiere, todo lo que no es formalmente la izquierda, está aún por desasnar. Sin embargo, los españoles estamos abocados, queramos o no, a discernir entre dos opciones que trascienden a los partidos políticos: abundar en el error del estatismo o enmendarlo. Dependiendo de cuál se imponga, nuestro futuro será radicalmente distinto. Eso es seguro.
Así que, lejos de criticarle, no me duelen prendas en reconocer que estoy encantado de que Feijóo se comprometa a recuperar el diálogo, ese ingrediente imprescindible. Pero le animo a que lo recupere por completo. Quiero decir que también hable, y sobre todo escuche, a quienes su partido parece considerar desde hace demasiado votantes cautivos, con voto pero sin voz, para que de una vez por todas las aspiraciones y demandas de muchos millones de españoles estén presentes en un gobierno, aunque vaya en detrimento de ese estatismo en el que Feijóo parece creer a pies juntillas. Eso sería mucho más que un guiño encaminado a congraciarse con el voto progresista. Sería diálogo auténtico. Sería, en definitiva, ni más ni menos que el regreso de la política.