El sueño y el lujo
«La izquierda igualitaria ha igualado por lo más bajo, ha regalado sobresalientes, eliminado el esfuerzo, abaratado los títulos y de ese modo ha destruido el mérito»
Por la pantalla del tren fui viendo El viaje a París de la señora Harris, una película aceptable, pero con una actuación contundente de Lesley Manville, actriz inglesa habituada a todos los escenarios. La protagonista es una mujer de mediana edad que vive en Londres y para sobrevivir limpia pisos desde que quedó viuda. Es una persona normal, que vive en un barrio normal y todo en ella es de una total normalidad de clase baja inglesa. Menos en un punto inesperado: tiene el deseo obsesivo de ponerse uno de aquellos sublimes vestidos de Christian Dior de los años cincuenta del siglo pasado, que sólo podían lucir algunas princesas en bodas, coronaciones o banquetes.
La adaptación de la novela de Paul Gallico es una metáfora convincente sobre el lujo y la atracción que ejerce sobre gente de todo orden y condición. Que alguien tan humilde como la señora Harris sienta una irresistible atracción por prendas que sólo algunas privilegiadas pueden exhibir sin hacer el ridículo no está expuesto con el típico resentimiento de quienes odian a los ricos. Es más, lo que se subraya una y otra vez en la señora Harris es su bondad, su generosidad, su sencillez.
El escenario elegido para la acción es la ciudad de París hacia 1950, cuando la clientela de Dior era una nube de elevadas damas como Eva Perón, Ingrid Bergman o Jacqueline Kennedy, celebridades que ocupaban la totalidad de la prensa de peluquería. La aparición de la señora Harris y el rechazo de la secretaria de Dior a confeccionar uno de los lujosos vestidos para una limpiadora de Londres, una nonentity, es lo que desencadena dramáticamente la decisión de la gran firma a abrir su mercado a las clases medias y bajas. Allí comenzó la democratización del lujo que inevitablemente ha conducido a su desaparición.
«Ante una mesocracia global y enigmática, la izquierda se ha desconcertado»
Pocos años más tarde, cuando ya cualquiera podía vestir un Dior, un Saint Laurent, firmar con una Montblanc o colgarse un Bulgari, el lujo pasó a ser un elemento hortera. La gigantesca extensión de la clase media y baja es el resultado de la desaparición de la masa obrera y sobre todo de su conciencia de clase. Ante una mesocracia global y enigmática, la izquierda se ha desconcertado. La clase obrera tradicional se sacrificaba para dar estudios a los hijos, tenían un sueño de prosperidad. Muchos de aquellos hijos son ahora catedráticos de universidad, directores de empresas globales, ministras o consejeras de grandes bancos. Por desgracia, los estudios ya no sirven para nada y el ascensor social se ha detenido en medio de la nada. La izquierda igualitaria ha igualado por lo más bajo, ha regalado sobresalientes, eliminado el esfuerzo, abaratado los títulos y de ese modo ha destruido el mérito, excepto en algunas escuelas en las que se mantiene la lucha por el predominio técnico.
Se comprende que la izquierda haya tratado de imaginar un sustituto para el vestido de Dior y que se rompa la cabeza para entender a la actual señora Harris y sus sueños. Pero, ¿qué le ofrece? ¿Cuál es el sueño de la izquierda? ¿Cambiar de sexo, practicar alguna sexualidad de toda la vida aunque ahora por la televisión, dedicarse a la beneficencia en el tercer mundo? El resultado está a la vista. Una parte cada vez más importante de las clases sociales humildes se está pasando a la extrema derecha. Los sueños que ofrecen los ultras son más heroicos que la igualdad de los necios.