Yolanda Díaz contra los malos periodistas
«No es función del partido en el poder el decidir qué es aceptable y qué no en la profesión, no es su trabajo fiscalizar a la prensa sino al revés»
Mary Poppins cantaba hace años que con un poco de azúcar, esa píldora que nos dan, pasará mejor. Que, si hay un poco de azúcar, satisfechos la tomaremos. Una pequeña pero protomesiánica Yolanda Díaz se quedaba con la copla. Y hoy, mientras nos ofrece un mundo ideal (de herencias universales, felicidad supervisada y, a la que nos descuidemos, obligatoria, menos curro y más asueto, y teléfonos 24/7 para hombres en crisis con inusitado autocontrol para cambiar hostia por conferencia) nos mete en el gaznate, con psicopática sonrisa y sin contemplaciones, un buen recorte a la libertad de expresión. Por nuestro propio bien, eso sí. No recuerdo una sola ocasión a lo largo de la historia en la que los que ansiaban callar a otros lo hicieran en nombre de una causa que no considerasen justa. Yolanda Díaz no va a ser menos. Por eso la censura que nos presenta no viene con el cuño explícito del totalitarismo, sino envuelta en el precioso papel de regalo de la mejor de las intenciones: la de protegernos a todos de las maledicencias de los periodistas indignos, escudo infalible contra los discursos de odio y la desinformación.
Así que Yolanda Díaz, lideresa de ese cubata hecho con los restos de todos los culines que quedaban sobre la barra del bar al cerrar, propone, en calidad de aspirante a presidenta del Planeta de Algodón de Azúcar, crear un organismo público (esto es, controlado por el partido que gobierne) que supervise y sancione a la prensa, y prevé «expulsar de la carrera periodística» (signifique eso lo que signifique y sin concretar cómo pretende hacerlo) a todo aquel que señale ese órgano regulador. La intelectualidad patria, tan preocupada por la libertad de expresión ayer (anteayer no tanto) no ha dicho ni mu al respecto a estas horas. Y eso que la propuesta coquetea abiertamente con la inconstitucionalidad (Artículo 20) y la impugnación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Artículo 19).
Son muchos los motivos por los que deberíamos estar todos los demócratas, incluso sus votantes, en contra de esta medida:
El primero de ellos, por puritito amor propio. Por tomarnos por zotes. El ansia tuitiva denota una concepción del ciudadano como ente pusilánime y medroso, digno de tutela, incapaz de decidir o seleccionar por sí mismo, siempre al borde de caer en el engaño. Y, asociada a ello, una preocupante autoconcepción de Elegida, señalada por la providencia para encargarse de todos nosotros (pobres tontos, ingenuos charlatanes) y llevarnos por el camino recto de la manita.
«El Estado de derecho preserva el derecho de todo ciudadano a la información sin tener que sacrificar las libertades de todos»
El segundo, por egoísmo. Facultar al Estado, por acción o por omisión, para que sea quien determine los límites de la información (y, por consiguiente, de la libertad de expresión), aún estando de acuerdo con su criterio, conlleva un serio riesgo: el de abrir la puerta a aquellos con los que abiertamente disentimos, a los que defienden las ideas contrarias a las nuestras, para que hagan, con toda legitimidad, lo mismo en el preciso momento en que sean ellos quienes alcancen el poder. O, citando a Thomas Paine (y con esto me ventilo el límite autoimpuesto de dos citas por columna como linde del decoro): «Quien desee asegurar su propia libertad debe proteger de la represión incluso a su enemigo; pues si incumple ese deber, sienta un precedente que se volverá en su contra».
El tercero, por inútil. Porque, si un periodista traspasa los límites que la ley contempla para la libertad de expresión, no se va de rositas en este país. Ahí están todas las herramientas de un Estado de Derecho para preservar el derecho de todo ciudadano a recibir una información veraz sin, por ello, tener que sacrificar ni un ápice de las libertades de todos. No es función del partido en el poder el decidir qué es aceptable y qué no en la profesión, no es su trabajo fiscalizar a la prensa sino al revés. Encomendar al Estado esa misión, precisamente por eso, sería mucho más peligroso que permitir que una minoría exprese en voz alta ideas despreciables. Estas podrían ser refutadas con otras mejores, pero lo primero entraña un serio riesgo para los derechos de todos.
También es cierto, y con esto voy acabando, que Mary Poppins decía (van tres citas con esta, mi querido Enrique García-Máiquez me llamará al orden por saltarme mis propias reglas), además de lo del azúcar, que «en primer lugar, me gustaría dejar una cosa muy clara: yo nunca explico nada». Y ahí tendríamos la prueba irrefutable de que hemos dado con la fuente del pensamiento de nuestra particular nanny supercalifragilisticoespialidosa: una peli infantil del 64. Hay que joderse.