El lado oscuro: un día en la cárcel
«Hablamos del mal (o el bien) de ayudar a morir (matando) y alguno de los que debaten cumple una condena por asesinato. ¿Quién es el experto aquí y en qué?»
«Puede que hayas nacido en la cara buena del mundo. Yo nací en la cara mala, llevo la marca del lado oscuro».
Así cantaba Jarabe de Palo y con parecida cadencia e intensidad versionan Los incondicionales, el grupo musical formado por los presos de la prisión de Alcalá-Meco.
Sí, ayer estuve en la cárcel. Tranquilos, no he hecho nada (creo). Fui regalado con la invitación de la Facultad de Derecho de la UNED a participar como supuesto experto en un debate organizado entre alumnos «internos» y «externos» que cursan Derecho y Criminología y que habían sido convocados para intercambiar sus puntos de vista sobre la eutanasia y la ley orgánica que recientemente la regula en España.
Nos recibe Laura a las puertas del centro junto con otras autoridades académicas y profesoras. Aún no aprieta el calor pero se aventura. Este lado oscuro se ubica en un páramo que es cárcel de toda luz. Los muros de hormigón imponen y no ha atemperado la sensación de pesadumbre el hecho de que, para llegar a Meco, hay que pasar antes por el enorme silo en el que se albergan muchos fondos de la Biblioteca Nacional. Ya a partir de esa rotonda, distando aún su buen kilómetro de la entrada donde se apuesta la Guardia Civil, algunos individuos salpimentan los arcenes. Los hay que portan esa prototípica bolsa de viaje en la que quizá quepa ya toda una vida; alguna mujer, jovencísima y arregladísima, que carga una criatura que quizá ni frise el año… La imaginación capotiana se dispara.
«Aquél es el módulo de mujeres. Este el de hombres. El de chicas no tiene concertinas, las quitaron hace unos años. El de mis chicos sí». Hay muros con perspectiva de género, por lo que parece. Laura es la organizadora de la actividad, experta en derecho penitenciario y, me barrunto a las primeras de cambio, perita en el alma humana.
«’No se pregunta a nadie por qué está aquí’, se me advierte»
Nos recibe el director, junto con otros educadores y personal del centro, que nos ilustra sobre la realidad penitenciaria de Alcalá Meco y que está dispuesto a responder a mis muchas inquisiciones. «No se pregunta a nadie por qué está aquí», se me advierte. Y me parece que tiene sentido, aunque el interés por conocer los detalles de qué pudo llevar a alguien al lado oscuro me vence. Parafraseando a Wilde, puedo resistirlo todo salvo esta curiosidad morbosa.
Somos conducidos al salón de actos, generoso en su capacidad y bien nutrido de medios. Hoy está a reventar. Me llama la atención la juventud de la mayoría de los presentes. Identifico perfectamente sus trazas; me resultan familiares esas pantorrillas musculadas, los pies con calcetines deportivos pero calzados en chanclas de playa, los muchos tatuajes, el degradado en el pelo, un físico que impone y que podría pasar por el de la estrella dominicana del trap o el del prometedor fichaje camerunés para que el Elche por fin vuelva a primera división. «Muchos de ellos podrían ser mi hijo», pienso. «Esta cárcel es el destino de los que acaban de cumplir los 18 años», me aclaran. «¿Tan pronto y ya en el lado oscuro?», pienso.
Los Incondicionales nos amenizan con sus versiones y con algo de flamenquito, para lo cual ha sido invitado al estrado un gitano que toca con criterio y pellizco. Mientras, los equipos disponen de los últimos minutos para preparar su estrategia. De entre los internos, una mano inocente – no me dirán que no tiene guasa la cosa- sacará el papelito que determine qué equipo defiende qué y quién empieza. Claro que también tiene guasa que vayamos a hablar del mal (o el bien) de ayudar a morir (matando), y que alguno de los que vayan a debatir cumpla una larga condena por asesinato. ¿Quién es el experto aquí y en qué?
«Estamos en el módulo de respeto», me explican. En este módulo los internos han firmado un contrato mediante el que se comprometen, por decirlo así, a reinstaurar entre ellos, y entre quienes se encargan de su custodia y vigilancia, una sociedad civil en pequeñito: trabajan –algunos incluso ganan bien reparando piezas defectuosas para una multinacional del PVC-, aprenden un oficio, estudian, se ayudan, se consuelan… Albergan la esperanza de la reinserción pronta, la segunda oportunidad, salir del hoyo…
«Uno me hace llegar una nota: ‘Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa. Montesquieu’».
Los que debaten hacen honor a la denominación del módulo y gratifican a sus profesores, educadores y a Laura por su buen hacer. Se escuchan sin interrumpirse, despliegan lo que han aprendido mediante la lectura de textos previamente seleccionados, citan bien a los clásicos y conocen la normativa relevante. Este supuesto experto no sale de su asombro, se lo confieso. A punto de terminar el encuentro, uno de ellos me hace llegar una nota: «Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa. Montesquieu». No me he preocupado de saber si efectivamente es de Montesquieu; sin duda podría serlo. Lo que sí he podido saber (que conste: sin preguntar) es que el delito de este estudiante es grave; muy grave, pero si usted viera su aspecto y sus modales le compraría un coche de segunda mano mucho antes que a unos cuantos de la legión de quienes estos días le piden el voto.
Un tocayo, jovencísimo y saladísimo, del otro equipo, me aborda cuando ya nos vamos: «Don Pablo, qué rabia, se me ha olvidado lo de Epicuro, que la muerte en sí no es nada… cago en la puta… y yo que me quiero matricular en Filosofía…». Antes, en el fragor de alguna réplica, había espetado a su compañero: «Olé tus huevos gordos». Y le había plantado un sonoro beso en la mejilla por lo bien que había desarrollado el argumento. Los Incondicionales acaban de versionar Río Ancho, de Paco de Lucía, una de las favoritas de mi padre, a quien yo ayudé a morir (o quizá maté). Me cuesta disimular la congoja cuando abandono el salón de actos.
Aún hay tiempo para la visita pero mi sensación es agridulce. No he venido a un parque zoológico, aunque más de uno, extramuros, no dudaría en decir que aquí se custodia a alimañas. Y con todo, no puedo desperdiciar esta oportunidad única de conocer mejor una realidad que confrontamos de perfil. Dónde y cómo hacen deporte, o leen, o construyen esas increíbles maquetas hechas de maderitas o trozos de papel; cómo gastan en la cantina, dónde follan y dónde cagan. Pero rehúyo el test de la celda 211: que me encierren en una de ellas (todas minúsculas, austeras y compartidas) y sentir el sonido de ese cerrojo que se cierra cada día a las 20:30 para no descorrerse hasta las 8 de la mañana del día uno menos. Esto no es Port Aventura Jail y yo me vuelvo a casa.
Recogemos llaves, teléfono, cartera, móvil y ordenador de la taquilla. Nos despedimos de las autoridades y de Laura. Al darle un abrazo me parece notar unas alas incipientes en la espalda. Volvemos al páramo. El calor asfixia y las sensaciones también contribuyen a la sequedad de la garganta y a un mareo ligero. Abro el coche y pienso si será la casualidad o la causalidad lo que me hace estar en la cara buena del mundo.