El tabú de la campaña
«El nuevo Gobierno, lo presida quien lo presida, introducirá los peajes por razones inconfesables»
Solo hay algo seguro a propósito de lo que va a ocurrir en España a partir del próximo domingo, gane quien gane las elecciones, a saber: que el Ejecutivo entrante no tardará ni un trimestre en hacer público que todos vamos a pagar peajes por el uso de las autovías que hasta ahora eran gratuitas. Una medida que resultará profundamente impopular, de ahí que tanto PSOE como PP se dediquen durante estos últimos días de la campaña a lanzar tinta de calamar sobre el asunto, acusando al adversario de conjurarse en las sombras para castigar con ese oneroso quebranto a los usuarios frecuentes del asfalto interurbano, en especial camioneros y demás transportistas profesionales. Constituye el tabú inconfesable de la campaña. Y es que ambos, PP y PSOE, resultan ser muy conscientes de que, aquí al lado, en Francia, y por menos, se organizaron las grandes batallas campales, con muertos incluidos, de lo que se acabaría conociendo en todas las pantallas de televisión del mundo como el movimiento de los chalecos amarillos.
Porque lo de los peajes generalizados en las autovías va a llevar incorporado el potencial explosivo de la dinamita para generar nuestros propios chalecos amarillos domésticos. Por eso, el Gobierno de coalición, tras darle vueltas y más vueltas al asunto, no se atrevió durante toda la legislatura a poner en marcha esa iniciativa que el equipo de Nadia Calviño tenía decidida desde su misma llegada al Ministerio de Economía. España es un país con una configuración espacial rara, disfuncional y muy infrecuente. Porque somos un país bastante grande y, al tiempo, bastante vacío. Algo que no resulta habitual por ahí fuera. Obsérvese al respecto el incrédulo asombro que siempre invade a los alemanes cuando, al viajar por España en coche, descubren perplejos que pueden recorrer decenas y decenas de kilómetros seguidos atravesando grandes espacios en los que, literalmente, no hay nada, una experiencia casi imposible de reproducir al norte de los Pirineos.
El caso es que hubo un instante de nuestra historia nacional, allá a principios de la década de los sesenta de la centuria pasada, en el que tomamos la decisión colectiva de convertir en un erial descampado el 80% del territorio tras marcharnos todos a habitar únicamente dos puntos de la Península, dos y solo dos: Madrid y una estrecha franja de la costa mediterránea. Y ahí seguimos todos, por cierto. Tan acostumbrados estamos los españoles a la definitiva extravagancia de nuestro uso del espacio que ni siquiera acusamos recibo de que supone una anomalía en el contexto de Europa; una anomalía que se traduce en la existencia de caras y larguísimas autovías, esas arterias que atraviesan el país de norte a sur y de este a oeste, asfalto que la mayor parte de los españoles no recorremos nunca o casi nunca; de lo que se concluye, por cierto, que constituiría un elemento de justicia poética liberar a cuantos no las utilizan de la obligación de pagar a escote su sostenimiento.
«Tan acostumbrados estamos los españoles a la definitiva extravagancia de nuestro uso del espacio que ni siquiera acusamos recibo de que supone una anomalía en el contexto de Europa»
Pero el nuevo Gobierno, lo presida quien lo presida, introducirá los peajes no por justicia poética sino por razones mucho menos líricas y mucho más inconfesables. De hecho, lo que recauda el Estado con el impuesto de los hidrocarburos ya cubre, y de sobras, el coste anual del sostenimiento de la red de autovías. Por tanto, lo de sufragar el desgaste con los peajes sólo supone una mera excusa; la razón real que se esconde tras esa coartada es otra muy distinta. El gran problema de España en el siglo XXI, el gran problema con mayúsculas, va a ser cómo pagar las pensiones, una partida de gasto que en este preciso instante ya absorbe el 40% del presupuesto anual del Estado. Y creciendo. Ni el PP ni el PSOE lo van a confesar, pero los peajes de las autovías se van a implantar justo para eso, para pagar las pensiones. Es, sí, nuestro gran tabú de Estado.