Ayuso: empatía o compasión
«Casos como el de Ayuso nos recuerdan, en cambio, la necesidad de recuperar la compasión y dejar la empatía a los demagogos de siempre»
Una mujer aborta y sufre por ello. Pero como es la presidenta de la Comunidad de Madrid, se la acusa de victimismo. En principio, tal insensibilidad resulta indignante; más, si cabe, en una sociedad tan sentimentalizada. Algunos se apresurarán a decir que faltó empatía, pero aquí desearía precisamente cuestionar la mayor: ¿es la empatía algo tan bueno como suponen quienes se la han estado negando a la Sra. Ayuso? Creo que este caso nos recuerda las limitaciones de la empatía y sirve para reivindicar un gadget moral mejor: la compasión.
Conviene aclarar ante todo que la empatía no es buena ni mala. Es, más bien, como el cuchillo, que sirve para comer y para asesinar. Como la magia, que puede ser blanca o negra. Se trata, en definitiva, de una técnica. Uno de los personajes más empáticos de la historia del cine es el Dr. Hannibal Lecter. En sus negociaciones, sabía mejor que nadie ponerse en el lugar de Clarice, para luego pedir su precio: «Quid pro quo…».
«La gente de hoy ya no puede ponerse en el lugar de otro individuo, precisamente porque ya no existen individuos»
La empatía (ponerse en lugar de), a diferencia de la compasión («padecer con»), involucra hasta cierto punto un proceso de identificación con la persona empatizada («ponerse en sus zapatos», dicen los anglos). Sin embargo, tal identificación puede resultar difícil y aun contraproducente, cuando las diferencias entre empatizante y empatizado resulten insalvables. Y sin embargo, la imposibilidad de empatía en tal caso es precisamente un signo de nuestro tiempo, porque no vivimos ya en un mundo liberal poblado por individuos, sino en un reino «contrailustrado» habitado por identidades. La gente de hoy ya no puede ponerse en el lugar de otro individuo, precisamente porque ya no existen individuos. Cada uno de nosotros se ha convertido en un precipitado de identidades. Somos como vainas de carne y hueso para los ultracuerpos identitarios de una peli de ciencia ficción.
En ese imaginario ultracomunitarista y ultracolectivista hegemónico, la señora Ayuso hace ya tiempo que no es propiamente un ser humano que deba inspirar compasión, sino más bien la vaina para una serie de identidades ultracorpóreas que quizá puedan (no es mi caso) provocar repulsión: mujer, política del PP, Presidenta de la Comunidad de Madrid, oposición al Gobierno Sánchez, azote de progres… Naturalmente, como el llamado a empatizar no puede perder su propia identidad a la hora de ponerse en el lugar de Ayuso, entonces puede sufrir un verdadero colapso al desembarcar en el empatizado y darse de bruces con esas identidades hostiles. Es más. Nada más tentador en tal viaje astral-empático que aprovechar la ocasión para un suicidio (algo así como morir matando) dentro de esa vaina tan adversativa al grito de, digamos, «¡Una facha menos!» En otras palabras, el caso Ayuso demuestra que para algunos la empatía resulta sencillamente imposible, porque en una sociedad populista solo se puede practicar en el círculo «de los míos». Me pongo en lugar del que sea como yo (amigo), pero nunca en el de quien no sea como yo (enemigo). Eso tiene muy poco mérito, la verdad, pero Schmitt aprovecha para volver a la carga.
En este contexto, la superioridad de la compasión (padecer con cualquiera) resulta, en fin, indiscutible. Ciertamente, «compasión» vende mal, porque su merchadising suena a Domund con María Ostiz de fondo y ya sabemos que eso algunos lo llevan regular. En cambio, «empatía» suena a la última terapia conductual chez Kardashians y eso es otra cosa. Casos como el de Ayuso nos recuerdan, en cambio, la necesidad de recuperar la compasión y dejar la empatía a los demagogos de siempre. Cuando la Sra. Mónica García abraza a la Sra. Ayuso en la Asamblea de Madrid contemplamos, en fin, el bello triunfo de una compasión de la que nuestra política anda muy necesitada.