THE OBJECTIVE
Alfonso Javier Ussía

Equivocarse

«El éxito, el llegar a la cima, triunfar, está igual de sobrevalorado que ser feliz o pensar que uno lo merece todo»

Opinión
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Equivocarse

Pixabay.

Muchas veces pensamos que nadie se equivoca, solo nosotros, cuando por dentro sabemos que hemos cometido una falta o algo que nos condiciona porque de algún modo u otro, metimos la pata. A mí me pasa que siempre estoy convencido que el único que comete errores soy yo, y cuando tengo delante a alguien me engaño pensando, o quizá esperando, que esa persona no se equivoca, que no estaría dónde está de no ser por su pulcra manera de desenvolverse en la vida. No le damos, no le doy, mejor dicho, el regalo de la compasión, de la duda, de saber que también puede tropezar como yo mismo tropiezo, y encima llego a la sorpresa cuando al final me defrauda, aunque en este camino que recorremos, a veces como pollos sin cabeza, generalmente soy yo el primero en equivocarse, en venderme mis propias expectativas y ser más trilero conmigo mismo que con los demás.

Somos animales, personas, que para bien o para mal aprendemos de nuestros errores cuando los cometemos, o deberíamos, en ese momento en el que rompemos la confianza de alguien o defraudamos las expectativas que tenían de nosotros. Mi mayor error, por ejemplo, ha sido siempre el de no querer decepcionar a costa incluso de meterme cada vez más abajo en un pozo del que luego es muy difícil salir a flote. El no saber decir que no, que no puedo hacerlo, que no llego, que no sé hacerlo. No saber pedir ayuda y pretender vivir engañado porque ese miedo se convierte en una careta que no me deja ver más allá; tener miedo a decepcionar, a no ser el rey de la partida porque luego soy un manojo de errores y faltas que pretendo ocultar, poniendo parches como si la herida fuese algo feo o que no merecen ver por muy delante que los tenga. Qué fácil sería todo si la vida funcionara como pretendemos. Luego podríamos hartarnos de lo bien que nos va, y en el fondo, tampoco sería un camino correcto pues la realidad está generalmente opuesta a ese pensamiento. La felicidad, como el éxito, son dos cosas que están completamente sobrevaloradas y son, en mi caso, el pero enemigo que tengo.

Lo complejo, lo casi único es que alguien destaque, que alguien ahorre, que alguien pueda salir adelante en este valle plagado de piedras, y sin embargo, cuando tenemos a esa persona delante que ha triunfado, nos llena un sentimiento de envidia o de culpa, de decepción, porque nos vemos a nosotros mismos mucho más pequeños sin entender que esa persona es probable que se equivoque tanto como nosotros, peor que se levanta para volver al juego sin perder un minuto, para volver a elegir el camino recto, el difícil , el que mira de cara a las cartas que le ha tocado para jugar esta partida que a veces es injusta y otras, desconocida por completo. Luego pasa muchas veces que nos vence el coraje, el por qué no, y tratamos de hacerle un regate al destino cuando en realidad lo que hacemos es pisar el balón y caernos, porque no hemos medido que la pelota es redonda y perdemos el equilibrio estampándonos contra el suelo. 

«Estamos hechos de un montón de faltas que nos han ido curtiendo y haciendo sangrar, y la mayoría de ellas las provocamos nosotros mismos»

Muchas veces siento que he perdido el sentido de la compasión, de poder mirar a alguien que peca de los mismos errores que yo, y no soy lo suficientemente honesto como para saber que él también utiliza alguna de las máscaras que yo mismo utilizo. Creo que sería bueno que poco a poco viésemos un espejo, no mirando lo buenos que nos gustaría ser, sino aflorando los errores que somos; que sacara de verdad la parte que nos falta, allí donde no llegamos o la que pintamos encima para que no se vea, pues a veces, hemos llenado demasiado el bote y estalla, como lo hacen las cosas que no caben dentro de sí. El éxito, el llegar a la cima, triunfar, está igual de sobrevalorado que ser feliz o pensar que uno lo merece todo. Porque la vida es rara, es puta y está llena de errores que pretendemos saltarnos pensando que todo debe ser perfecto cuando nunca lo es. 

El otro día estuve viendo con mis hijos la película de Cars, unos coches que hablan y derrapan y lo pasan en grande en sus aventuras para cambiar el mundo. Mate, que así se llamaba la furgoneta oxidada y más fea de todos, tiene montones de golpes y rozaduras en su carrocería. Todos los demás le miraban asombrados porque podría irse a un taller de chapa y arreglarlos, lucir más guapo y con unas llantas que brillaran. Mate, en un momento dado y harto de tanta recomendación, estalla y da la explicación por la que no quiere perder ni una sola de sus cicatrices o abolladuras, y es que cada una de ellas, cada golpe, cada parte oxidada, han sido sus errores y no tiene intención alguna de quitárselos de encima porque ve en ellos la belleza de haberlo intentado, de no haber podido ser el número uno, de tenerlos como cicatrices que le han servido para llegar hasta aquí. 

Y pienso en lo bonitas que son esas tiritas, esos abollones, esa poca necesidad de hacer como si no hubiera pasado. Quizá, todo sería mucho más fácil si tuviéramos el mismo coraje que tiene Mate para reconocer, que en el fondo, estamos hechos de un montón de faltas que nos han ido curtiendo y haciendo sangrar, y que la mayoría de ellas las provocamos nosotros mismos. Si aplicáramos esa máxima, las decepciones serían aciertos, los errores, aprendizaje y es muy probable que perdiéramos el miedo a mirar de frente las cartas que nos ha tocado jugar en la mesa. 

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