THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Polanski o el horror y otras notas sobre el cine de ayer

«Resulta emocionante que el festival Il Cinema Ritrovato congregue a una multitud para asistir a las proyecciones de clásicos de todas las épocas»

Rancho Notorious
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Polanski o el horror y otras notas sobre el cine de ayer

El cineasta Roman Polanski. | Zuma Press

En una anotación de Oficio pasajero, los excelentes diarios de José Antonio Montano que están a punto de llegar a las librerías, se observa que «los cinéfilos tienen la misma cara en todas partes». El autor dicta sentencia tras asistir en septiembre de 1996 a una proyección de Pandora o el holandés errante en la Cineteca de Lisboa, feliz ocasión que le permitió comparar el aspecto de los cinéfilos portugueses con el de los españoles. ¡Digamos entonces que los cinéfilos ibéricos presentaban por aquel entonces una apariencia similar! El caso es que yo llevaba la frase en la cabeza cuando me encaminaba hacia Bolonia, a finales de la semana pasada, para asistir a una nueva edición —van nada menos que 37— del festival Il Cinema Ritrovato, del que ya di cuenta en este blog el año pasado: una fiesta del cine que se alimenta del incesante trabajo de restauración que hace la Cineteca de Bolonia, o sea la institución del mundo más comprometida con la conservación y restauración del cine del pasado. Se convoca allí anualmente a los miembros de una variopinta comunidad —críticos, archivistas, aficionados— con objeto de que pasen los días disfrutando de un programa exquisitamente seleccionado e impecablemente ejecutado.

Y aunque puedo imaginarme el aspecto que tenían los espectadores lisboetas, el público congregado en Bolonia encaja mal con el tipo del cinéfilo tradicional. Abundaban los jóvenes, aunque también se veía pasear por allí al octogenario crítico Jonathan Rosenbaum; procedían de países tan distintos como distantes, incluyendo norteamericanos o japoneses; y el conjunto guardaba un notable equilibrio entre los sexos. Es posible que la cinefilia haya cambiado en las últimas dos décadas; cabe también que la idiosincrasia de la culta y rica capital de la Emilia Romaña —maravillosamente retratada por Justo Navarro en su novela negra Bologna Boogie— preste su inconfundible sello al festival. Pero no deja de tener algo de milagroso que las salas de cine boloñesas se llenen desde por la mañana—un representante de Studio Canal elogió la valentía de los espectadores que tomaban «Peckinpah for breakfast» al presentar una esplendorosa restauración de La cruz de hierro— y resulta emocionante que una multitud que pasa de las 2.000 personas se congregue al anochecer en la Piazza Maggiore —«il cinema più bello del mondo», dice con justicia Gian Luca Farinelli, cabeza visible del festival— para asistir a las proyecciones de clásicos de todas las épocas. A la pregunta de si a alguien le importa todavía el cine del siglo pasado solo cabe responder así que a mucha gente, por más que tales entusiastas se encuentren geográficamente dispersos y solo de vez en cuando se reúnan en el mismo sitio. Y uno de esos sitios, quizá hoy el más significativo, es Bolonia.

Fue impresionante estar presente en la proyección de El pianista, clásico moderno de Roman Polanski cuya restauración acaba de completarse. Y lo fue porque, además de disfrutar de la oportunidad de volver a ver el film en las inmejorables condiciones proporcionadas por una pantalla de 23,5 metros de ancho y 10 de alto, quedó clara la fuerza que sigue teniendo el cine como arte popular: desde que el pianista judío interpretado por Adrien Brody ve interrumpida su grabación para la radio polaca por las bombas alemanas que caen sobre Varsovia, hasta el momento en que retoma su actividad después de sufrir penalidades sin bajo la ocupación nazi, el sobrecogimiento colectivo en la plaza italiana fue completo. La narración inmaculada de Polanski capturaba la atención de los espectadores, transportados de golpe a una Europa de progromos y ejecuciones en la que un individuo hace todo lo posible por sobrevivir con el auxilio de unos cuantos justos y frente a la resistencia de quienes apoyaban el exterminio judío o sacaban tajada del mismo.

Había olvidado el inteligente uso que Polanski hace de la elipsis; el sabio manejo del tiempo cinematográfico con que relata la peripecia del protagonista; la astuta decisión que consiste en convertir a este último, durante gran parte del metraje, en un observador que se oculta entre bambalinas de sus verdugos. El punto de vista del perseguido se convierte así en el punto de vista del espectador; asistimos a una siniestra lección de historia que se diría concebida —reverberaciones autobiográficas al margen— con el propósito de dar la razón a Claude Lanzmann en su polémica con Spielberg: si el realizador francés sentenció que no se puede relatar la Solución Final adoptando el punto de vista de un alemán (el Schindler de Spielberg), Polanski le toma la palabra situando en el centro de su película a un judío polaco que ve a su familia desaparecer camino de Treblinka sin saber siquiera lo que era Treblinka. Pocas veces se ha representado con tanta claridad en pantalla la idea de que la vida individual puede verse aplastada por las fuerzas de la historia.

«La tensión entre clasicismo y modernidad ha sido uno de los hilos secretos que comunicaban entre sí las diferentes secciones del festival»

Algo parecido hace Ettore Scola en La noche de Varennes, proyectada la noche siguiente: la cámara centra su atención en un conjunto heterogéneo de personajes que sigue el rastro de Luis XVI cuando este trata de encontrar refugio fuera de París. Solo vemos los pies del rey al final del film, cuando ya ha sido capturado y se dispone a encarar su violento final pese a ignorar todavía que su destino es la guillotina. Scola no enfatiza los horrores de la revolución, que tendríamos razones para vincular con la apoteosis de la violencia política que tiene lugar en la primera mitad del siglo XX (Polanski, dicho sea de paso, deja a su pianista tocando en Varsovia sin hacer mención de la caída de Polonia en el lado malo del telón de acero); el último guion de Suso Cecchi D’Amico —a cuyo extraordinario desempeño se dedicó uno de los ciclos del festival, que contó con la presencia de sus dos hijas— prefiere resaltar el contraste entre el discurso de la clase dirigente, las observaciones de sus críticos y las condiciones de la clase trabajadora. Lastrada por un estilo narrativo que ha quedado más bien anticuado, la película tiene entre sus atractivos la memorable interpretación de Marcello Mastroianni como un anciano Casanova y culmina con un brillante final en el que el intelectual Nicolas-Edme Rétif (el gran Jean-Louis Barrault) asciende un puente del Sena y se encuentra en ese París de 1982 que tanto recuerda al retratado por Jacques Rivette en Le Pont du Nord.

He aquí, pues, el contraste entre un clásico moderno y un clásico avejentado. Si El pianista cautivó a los espectadores en la gran plaza Maggiore, fue por la potencia sencilla de su estilo narrativo, que remite a la vieja tradición de Griffith pese a incorporar —lógicamente— innovaciones formales posteriores. De hecho, la tensión entre clasicismo y modernidad ha sido uno de los hilos secretos que comunicaban entre sí las diferentes secciones del festival. Pensemos en las contribuciones de la citada Suso Cecchi D’Amico, quien tanto contribuyó a la dorada historia del cine italiano entre la segunda posguerra y finales de los 60: una cosa es Ladrón de bicicletas, que por cierto contó con la participación de muchos escritores (entre ellos, según parece, el excelente novelista norteamericano Alfred Hayes), y otra ya bien distinta es Il Grido, filmada por Antonioni en 1957. Si la primera supone el lanzamiento internacional del neorrealismo, aun cuando yo prefiero considerarla como la primera prueba de que Vittorio De Sica es el gran heredero de Chaplin, la segunda confirma el agotamiento y superación de este movimiento estético; algo que no obstante puede advertirse ya en la Bellissima de Luchino Visconti, también con Suso Cecchi D’Amico en el guion, que la fotógrafa Nan Goldin presentó en la plaza Maggiore con voz aguardentosa y encendidos elogios hacia las mammas italianas. Del mismo Visconti también vimos el episodio de Siamo Donne que cuenta una divertida anécdota contada por la propia Anna Magnani, y el mediometraje Il Lavoro, que firmó para otra película colectiva (Bocaccio 70) y donde se introduce en un ambiente aristocrático y decadente con mayor éxito que en otras ocasiones. La pregunta sobre el realismo, que los neorrealistas habían tratado de contestar recurriendo a las localizaciones exteriores y el empleo de actores no profesionales, había vuelto a quedar sin contestar. No hay que extrañarse: es una pregunta tramposa. Los realismos, incluyendo el neorrealismo italiano, designan un estilo que construye la «realidad» de una manera distinta a como lo hacen otras formas de narrar y filmar.

Acudió a presentar Il Grido, paseo desolado por una Italia espectral, el notable cineasta rumano Cristian Mungiu. Nos contó que en la Rumanía comunista de su adolescencia solía ver mucho cine italiano de los años 50 y 60: las autoridades lo consideraban menos problemático desde el punto de vista político que el cine contemporáneo. Se hizo así un mapa mental de los países de los que procedían aquellas películas, lo que vuelve a recordarnos la importancia que el séptimo arte tuvo a la hora de dar forma a imaginarios colectivos durante el que fue su siglo; esa fuera no la ha perdido del todo, como atestigua el público cosmopolita que acude a la llamada de la Cineteca de Bolonia cada verano, pero sin duda se ha amortiguado con el paso del tiempo. Es algo que podía constatarse en algunas de las películas a las que acabo de referirme: cuando roban la bicicleta al atribulado padre de familia interpretado por Lamberto Maggiorani, está pegando en un muro un cartel de Gilda; también hay una foto de Clark Gable en las paredes del burdel de donde saca a golpes al responsable del hurto y aun otras estrellas decoran los muros del cuarto donde malvive este último. Y las hay asimismo en alguna de las casas que Antonioni visita en Il Grido, por no hablar del empeño de la madre de Bellissima por hacer de su hija una estrella de Cinecittá. En el cine de verano que está junto a su vivienda, el personaje excesivo e intenso al que interpreta la Magnani se maravilla ante el ganado que atraviesa el Río Rojo en la película de Hawks, indicando a su marido que en la película sale Montgomery Clift: estampa de una pasión popular por el cine que parece hoy reservada a las minorías. ¡Ya cerraron los cines de verano!

Otras secciones del festival nos permitieron disfrutar del carisma de esas estrellas: los guapos de los carteles protagonizan Recuerda, la película de Hitchcock y Selznick, así como la posterior Rio Bravo y no digamos Sangre y arena, donde la mujer tentadora y fatal está interpretada por la sensual Rita Hayworth. ¡Cómo no comprender la fascinación de entonces por aquellos actores y películas! La magistral Sangre y arena, que recrea en México una Sevilla de fantasía no obstante bien documentada, formaba parte de la retrospectiva dedicada a Rouben Mamoulian, director armenio de origen georgiano nacido en 1897 y pronto emigrado a Estados Unidos. Y qué feliz redescubrimiento: aunque películas suyas como Sangre y arena, Jekyll y Hyde o La reina Cristina de Suecia son relativamente bien conocidas, su reputación crítica ha demostrado estar por debajo de su considerable talento. Perjudicado por haber realizado contribuciones mayores en la época anterior a la censura dictada por el Código Hays, lo que explica que muchas de sus películas desaparecieran de la circulación durante décadas, Mamoulian se ha revelado—aunque ya lo advertía la monografía que le dedicase Tom Milne en 1969, que tuve la suerte de encontrar a un dólar en la librería del Museo Cecil B. De Mille de Los Ángeles la pasada Semana Santa— como un audaz innovador formal que, recogiendo la influencia de los cineastas soviéticos, combinó en los primeros años de los talkies una gran inventiva visual y sonora con el manejo desacomplejado de los géneros. Mamoulian demuestra que no hay que esperar a los años 60 para topar con la modernidad cinematográfica, aunque su búsqueda estética no fuera del gusto de los estudios y el realizador georgiano apenas pudiera trabajar en tres filmes entre 1942 y 1957: Hollywood no perdona.

Pero Applause es una de las mejores películas del primerísimo cine sonoro, con una cámara que se mueve libremente en lugar de permanecer estática en el interior del estudio y se atreve incluso a a salir a la calle: vemos el Puente de Brooklyn en todo su esplendor y contemplamos los primeros juegos de Mamoulian con las sombras, que en momentos posteriores de su filmografía hacen pensar en Orson Welles. En City Streets, Mamoulian adapta una de las pocas historias que Dashiell Hammet escribió para el cine, incorporando de nuevo la experimentación visual del mudo y sacando buen partido de un joven Gary Cooper; se deja entrever aquí también su apego a los gatos, que lo convierten en una suerte de precursor de Chris Marker. Jekyll y Hyde comienza con una secuencia rodada mediante planos subjetivos del protagonista, deslizándose progresivamente hacia el cine de horror; el film contiene una atrevida secuencia en la que Miriam Hopkins se desnuda ante la cámara y, según parece, un representante de la Filmoteca de Polonia hizo saber al responsable de la sección del festival boloñés —el también armenio Ehsan Khoshbakht— que ellos poseen una copia hasta ahora inédita donde ese strip-tease se prolonga durante un minuto más… En última instancia, la tesis del film es que la soltería desestabiliza al sujeto, disparando su libido y empujándolo a la transgresión de clase: la muerte castiga a quien decidió perseguir nietzscheanamente su libertad sin atender a las normas que posibilitan el control social.

«El pianista de Polanski representa con claridad la idea de que la vida individual puede verse aplastada por las fuerzas de la historia»

Pero esa versión de Jekyll y Hyde —la mejor— es bien conocida; no lo es tanto Love Me Tonight, maravillosa comedia musical protagonizada por Maurice Chevalier en un París recreado en el estudio donde Mamoulian ha perfeccionado ya su imaginativo empleo del sonido: la secuencia inicial es un amanecer urbano en el que los ruidos de la ciudad van ensamblándose hasta crear un ritmo peculiar que sirve de fondo sonoro para el desenvolvimiento de los transeúntes. David Thomson dice que la película no funciona, pese a tener los ingredientes necesarios para hacerlo; yo diría que se equivoca y que las reacciones del público en el Cinema Jolly de Bolonia vendrían a darme la razón. Donde estamos todos de acuerdo es en la grandeza de Silk Stockings, uno de los grandes musicales, remake de Ninotchka que pone el acento en la legítima seducción que ejerce el confort material que proporcionan las sociedades capitalistas frente a la represión colectivista del deseo propia del comunismo soviético: el émigré que era Mamoulian sabía de lo que hablaba y así lo demuestra en la prodigiosa secuencia donde la inolvidable Cyd Charisse se despoja de su uniforme de comisaria política mientras baila y también bailando se pone un lujoso atuendo para cenar con su amado Fred Astaire. Y si contemplar los gráciles movimientos de este bailarín inigualable es un placer visual, tampoco tiene desperdicio seguir las evoluciones en pantalla de un divertidísimo Peter Lorre cantando sobre su posible exilio en Siberia… No faltan, por cierto, los chistes soviéticos que abundaban en la versión de Billy Wilder: «Do you have a copy of «Who’s still who?»», pregunta un dirigente moscovita a otro cuando busca información sobre una camarada. Hollywood supo reírse como nadie del régimen soviético y no deja de tener sentido que el ex actor Ronald Reagan continuase esa tradición cuando se convirtió en presidente.

Finalmente, los entrelazamientos de modernidad y tradición han podido apreciarse asimismo en películas tan distintas como Kurutta Ichipeji (absorbente film mudo de vanguardia de Teinosuke Kimugasa que fue acompañado en directo por un pianista y una violinista), Prosoppo me prosoppo (film griego de 1966 que cuenta la historia de amor entre un profesor de inglés y su adinerada pupila en el marco de una Atenas sacudida por las protestas políticas), The Plot Against Harry (suerte de comedia independiente neoyorquina de 1967 que expone los problemas que padece un mafioso judío de segunda fila tras salir de prisión), Macario (prestigiosa fábula mexicana de Roberto Gavaldón ambientada en un Día de los Muertos que se celebra en pleno virreinato español, representado por cierto de manera bastante maniquea), o la mencionada La cruz de hierro (última gran película de Sam Peckinpah, que se atreve a contar las desventuras de un comando alemán durante la retirada del frente ruso). Los resultados, vistos con los ojos de ahora mismo, son variopintos: mientras que la película de Kinugasa está instalada en la atemporalidad del mudo más rompedor, los experimentos formales de Raviros Manthoulis se demuestran anticuados y revelan con ello la paradoja que a menudo aqueja a quien persigue una revolución formal: puede envejecer peor que el clasicismo. Por su parte, Michael Roemer se muestra en The Plot Against Harry como un precursor del primer Jarmusch, dando a su film esa textura verité que en los últimos años ha recuperado el llamado mumblecore de Noah Baumbach y compañía. A pesar de sus buenas intenciones y de la fotografía de Gabriel Figueroa, Macario difícilmente funciona a estas alturas debido al lastre de su excesiva ingenuidad dramática, mientras que el Peckinpah de La cruz de hierro mantiene a raya algunos de los manierismos que arruinaban el arranque de La huida y se las apaña para lograr una brillante mezcla de clasicismo y atrevimiento que todavía luce fresca y cuenta a su favor con una materialidad artesanal —esos tanques yugoslavos empleados para el rodaje que destruyen abandonados edificios de la periferia para delicia del productor— que ha desaparecido en el cine contemporáneo por culpa de los efectos digitales. Pero nadie sabe si La cruz de hierro seguirá gustándonos en el futuro: cuando se estrenó, fue recibida con desagrado por los críticos de entonces.

Será en festivales como Il Cinema Ritrovato donde tal cosa podrá comprobarse. Y es que la historia del cine tiene todavía mucho que contarnos: quedan doce meses hasta la próxima edición del festival y parece apropiado empezar a contar los días. Cent’Anni!

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