Detención de delincuentes en su casa
«La certeza de que esta patética miseria y caos señala sólo el principio de lo peor para esos delincuentes no suscita apenas compasión en el espectador»
Es uno de los más sórdidos e instructivos espectáculos que da la televisión. Se ve de vez en cuando en los informativos, o en los programas de investigación. Hay pocas variaciones. Los delincuentes, que pueden ser una pandilla de aluniceros o de traficantes de drogas o asaltadores de autopista, han sido atrapados en su propia guarida, un chalet en alguna urbanización suburbial. Antes de que el reportero pregunte a los vecinos, y éstos le expliquen que a esa gente se la veía poco, que era muy discreta, que no causaban problemas, que entraban y salían con coches llamativos y estupendos, vemos a agentes de la Guardia Civil o de la Policía Nacional protegidos con chalecos antibalas, enmascarados con pasamontañas, gritando «¡Policía!», o «¡Guardia Civil!», y forzando la puerta con un ariete. Suben en tropel unas escaleras, fuerzan otra puerta.
Vemos sus botas negras desplazándose sobre el embaldosado moteado, sorteando zapatillas deportivas, bolsas de basura, envoltorios de plástico y otras pobres bagatelas. Hay colchones más o menos amarillentos desplazados de las camas deshechas o apoyados en las paredes, y prendas de ropa tirada por el suelo, platos sucios en la pila, platos y cubiertos en la mesa, junto a alguna fuente de Duralex en la que se aprecian restos de comida junto a botellas de plástico con refrescos carbónicos y una botella de vino mediada o latas de cerveza. Cajones abiertos, cajones volcados. Dispuesta sobre una mesa o un aparador, una deslucida panoplia de armas dispares, que incluye alguna katana, un cuchillo de cazador, unas pistolas trucadas, algún puño americano. Da la impresión de que el falso techo está desprendiéndose. Presenta un boquete en una esquina. La puerta del retrete está abierta, vemos que la tapa de la taza está levantada, por el suelo hay pedazos de papel higiénico y una palangana con agua jabonosa. Por todas partes montones de ropa barata, chándales y camisetas. Una escoba y un cubo en una esquina.
A lo mejor puede oírse la voz de alguno de los policías impartiendo instrucciones o tratando de convencer a alguna mujer para que deje de gritar y renuncie a sus inverosímiles protestas de inocencia (dice que no han hecho nada, pregunta por qué les buscan la ruina). Hay una silla patas arriba.
«Todo tiene un aire de guarida animal. Entran y salen del encuadre algunos guardias con las manos enguantadas en látex azul»
Sentado en otra silla, vestido sólo con un pantalón corto y calzado con chanclas, bien a la vista la carne blanca de su corpachón barrigudo, hay un hombre con la cabeza digitalmente borrosa y las manos esposadas a la espalda, un poco inclinado hacia adelante, en pose de vencido, que musita algo en tono apesadumbrado y lastimero, pero ya sabe que no le servirá de nada.
Todo tiene un aire de guarida animal. Entran y salen del encuadre algunos guardias con las manos enguantadas en látex azul, con las que a veces muestran «el cuerpo del delito» o señalan unos fajos de billetes de banco, y a renglón seguido prosiguen el registro por el piso, buscan escondites debajo de las baldosas, inspeccionan la cisterna. Toda esta desgracia, y la certeza de que esta patética miseria y caos señala sólo el principio de lo peor para esos delincuentes atrapados en su ratonera, no suscita apenas compasión en el espectador que está en casa, asistiendo a ella por el televisor. Casi se alegra de que se ponga fuera de circulación a unos elementos nocivos, pero, sobre todo, de que se ponga punto final —o por lo menos se interrumpa durante algún tiempo— a una deriva vital cuya expresión estética es tan caótica y equivocada.
Tengo grabadas dos o tres escenas de este tipo. Como alimento desde pequeño la fantasía de cruzar la línea, conculcar las leyes y pasarme a la vida criminal, que, así, en abstracto, parece más atractiva y excitante, cuando la tentación se acentúa contemplo esas imágenes tan deprimentes e inmediatamente se me pasan las ganas.