Ser o no ser mujer: esa es la cuestión
«No estaría mal asumir de una vez que las libertades y los derechos son para todos, no solo para los que comparten nuestras ideas»
Nunca pensé que levantaría el teléfono para preguntar, completamente en serio, a personas muy serias, qué es ser mujer. Si me lo hubiesen dicho hace unos años, tampoco tantos, me habría reído. Como si me hubiesen dicho que mi trabajo consistiría en algún momento en preguntar si el agua moja y si por el mar corren las liebres y por el campo las sardinas. Pero en esas me he visto. No por capricho, sino porque ante esa pregunta fueron tres los líderes de partidos políticos en este país que titubearon, primero, y evitaron dar una respuesta, después. Y eso es muy sintomático. Es esa la contestación, el disimulo, que uno se encuentra en el mejor de los casos ante la preguntita de marras. En el peor, una definición que incluye el término definido. Es decir, la indefinición. «Mujer es el sujeto que se siente mujer». Pues muy bien. ¿Pero qué es ser mujer? Acordemos unos mínimos para que el código sea compartido y podamos avanzar en la conversación ¿Cómo podemos saber lo que es sentirse mujer si no sabemos lo que es ser mujer?
En realidad, no nos engañemos, todos sabemos lo que es una mujer, incluso los que callan: es la hembra humana adulta. Hay poco margen para la duda. Que sea humana depende de su pertenencia a una especie concreta de homínido. Que sea adulta lo determina su edad. Y que sea hembra, ojo a esto, lo establece su sexo. Luego podemos hacer todas las consideraciones que queramos: que si disforia de género, que si transgenerismo, que si hermafroditismo, que si gustos o preferencias sexuales… Pero lo cierto es que eso no elimina el dimorfismo sexual como característica del ser humano, como de todo mamífero. Igual que el hecho de que nazca algún crío sin una pierna, o con una de más, no acabaría con su condición de bípedo. Y no hay nada de malo en ello, ni en decirlo en voz alta. A partir de ahí, de ese consenso de mínimos que hace posible el entendimiento, sí podemos iniciar un diálogo y establecer de qué manera y en qué condiciones, quien se sienta mujer y no lo sea, puede llegar a serlo. Y que esto no entre en colisión directa con la mujer como sujeto político y, al mismo tiempo, ningún derecho fundamental de aquel se vea en peligro.
«Y si unos y otros no quieren ni oír hablar al que disiente, mal vamos»
Es una cuestión, pues, semántica. Pero también lo es de diálogo y de entendimiento. Y si unos y otros no quieren ni oír hablar al que disiente, mal vamos. No es que no se comparta código, es que aspiran a silenciarles. Mientras grupos organizados transactivistas boicotean actos y presentaciones de libros, como el de Jose Errasti y Marino Pérez, que abordan el debate de lo trans desde la reflexión y el estudio, o señalan como terfas a las feministas que no comparten sus tesis; en el otro lado encontramos también a activistas feministas que pretenden acallar las voces de los que defienden que ser mujer es algo que va más allá de unos genitales o unos cromosomas con la misma beligerancia. Y esas actitudes especulares, que apelan a los mismos motivos para no escuchar al de enfrente (ataques, fobias, intolerancia) y a los mismos exactamente para defender sus ideas como inapelables (derechos humanos, tolerancia, respeto), están emponzoñando la conversación pública.
Extrapolemos esto a cualquier otro asunto espinoso. Si no somos capaces de afrontar un debate honesto, un análisis riguroso de todas las posturas y sus razones, difícilmente podremos avanzar en el conocimiento o un honesto intento de aproximación a eso que hemos dado en llamar la verdad. Y, desde luego, el modo de hacerlo no es presuponiendo al de enfrente por defecto como malvado, desinformado o estúpido. No estaría mal asumir de una vez que las libertades y los derechos son para todos, no solo para los que comparten nuestras ideas. Que defender el derecho del que disiente a expresarlas en voz alta con libertad nada tiene que ver con defender esas ideas en sí. Que la censura no es lo mismo que la crítica, y que esta es legítima incluso cuando es desabrida o hiriente, mientras la otra es despreciable incluso cuando la imponen los que coinciden en nuestras opiniones. Y que ni todo lo que deseamos es un derecho, ni todo lo que nos incomoda es delito.