Parlamento ahorcado
«Su nombramiento como presidente será refrendado por el monarca como Jefe del Estado español y por Puigdemont como Jefe del Estado catalán en Waterloo»
De entre todas las cábalas que se podían hacer antes de estas últimas elecciones, había dos escenarios preocupantes y probables. Uno era que el PP terminara ganando con una mayoría suficiente pero exigua que le obligara a formar un gobierno de coalición con Vox, el partido más estrafalario de la hermandad ultraderechista europea, salvaguarda de aquella infausta «reserva espiritual de Occidente» e inflamado de un imperialismo espadachín de opereta. Más que miedo, da risa, sobre todo si uno lee el juramento de la secta El Yunque que parece inspirarlo y que obliga a sus miembros a luchar por «el reinado de Cristo en España como actividad primordial de mi vida». Es evidente que un partido con esas credenciales se sitúa no sólo fuera de la legalidad sino también de la mínima salud mental exigible en un país que ya ha abandonado el teocentrismo, si bien es verdad que no hace muchos años, justamente desde la Constitución de 1978.
El otro escenario preocupante es el que al final se ha cumplido y además de la peor forma. El PSOE ha perdido pero puede volver a formar gobierno, aunque con mayor dependencia aún de los secesionistas que en la legislatura pasada. Esta vez, Sánchez no sólo necesita el concurso de las izquierdas nacionalistas –abertzales podrían llamarse ya todas– sino también el apoyo de los señores del PNV, esos españolazos tan de pura cepa y sangre incontaminada que solo quieren la hispanidad para ellos solitos –ya decía Unamuno que ser vasco es ser dos veces español–, e incluso, ahora que el recuento del sufragio extranjero ha puesto las cosas más difíciles, algún voto afirmativo del partido de Puigdemont, el autoproclamado, no lo olvidemos, presidente de la República Catalana en el exilio. Si al final el rey termina por encargar la formación de Gobierno a Pedro Sánchez, se dará la coincidencia, digna de Monty Python, de que su nombramiento como presidente será a la vez refrendado por el monarca como Jefe del Estado español y por Puigdemont como Jefe del Estado catalán en Waterloo.
Pero no terminan ahí los problemas. Se dirá que a Sánchez no le queda más remedio que pactar con los independentistas y que esas son las reglas del juego. Pero en realidad, el PSOE actual no tendrá que ceder nada sino que simplemente se acomodará en el conglomerado de nacionalismos de distinta laya en el que finalmente ha diluido sus siglas. El segundo partido de la futura coalición, Sumar, dirigido por Yolanda Díaz, reúne a una variopinta familia de esencialismos regionales, entre ellos Batzarre-Asamblea de Izquierdas –en su día muy afín a Herri Batasuna–, la Chunta Aragonesista, Iniciativa del Poble Valencià, Més per Mallorca, Més per Menorca –y no es coña–, Iniciativa del Pueblo Andaluz, Izquierda Asturiana e incluso el Partido Drago Canarias, una agrupación cuya ideología se basa, al parecer, «en la obediencia canaria», sea eso lo que pueda ser. ¿De verdad hay alguien, con una mínima decencia política, que pueda votar a semejante cocido de identidades y creerse todavía de izquierdas? ¿Ese es el marxismo posmoderno de Yolanda Díaz, un nuevo clasismo de futuras repúblicas burguesas?
Pero todavía hay más. Es evidente que quien ha salvado a Sánchez en estas elecciones ha sido el PSC, un partido que, más o menos desde la época de Maragall y aquel ignominioso pacto del Tinell, no ha hecho más que ensanchar su alma nacionalista. Algunos todavía recordamos que ese partido, en la década de 1980, se presentaba a las elecciones con el rótulo PSC-PSOE, sobre todo para no perder a los imprescindibles votantes del cinturón rojo a los que en privado algunos de sus dirigentes, catalans de socarrel, despreciaban. (Hay testigos presenciales de esa burla habitual hacia los andaluces en su sede de la calle Nicaragua de Barcelona).
«Incluso Núñez Feijóo ha llegado a decir que él aspira «a sustituir a Convergencia»
Fue Pasqual Maragall quien, en la época de Rodríguez Zapatero, pidió que el PSC volviera a tener grupo propio en el Congreso. Y de hecho ya lo tiene, puesto que el PSC es hoy el principal valedor e inspirador de Pedro Sánchez, que ha apuntalado su imagen en Cataluña. Tras la radicalización de la vieja Convergencia y el frente común de los distintos partidos independentistas, el PSC se ha convertido en el Partido Nacionalista Catalán. Para muestra, estos botones. Meritxell Batet votó en su día en el Congreso a favor del «dret a decidir», es decir, de la autodeterminación. En 2012, el partido llevó en su programa una propuesta de consulta que ahora ha sido retomada por Salvador Illa. Una consulta es un plebiscito en el que se reconocerá a Cataluña como sujeto histórico privilegiado para liquidar así el principio de isonomía conquistado en la modernidad y contemplado en la Constitución. Incluso Núñez Feijóo ha llegado a decir que él aspira «a sustituir a Convergencia». ¿Queda alguien en España, conciudadanos de derechas y de izquierdas, que defienda algo más que la moral de establo, como la llamaba Nietzsche?
Con una urgencia y una falta de dignidad y de vergüenza política lamentables, Jaume Asens está a estas horas, por orden de Yolanda Díaz, negociando la investidura de Sánchez con Puigdemont. Como es sabido, el miedo a Vox ha cundido en estas elecciones. «¡No pasarán!», gritaban los simpatizantes socialistas en la sede de Ferraz, banalizando la trágica historia de nuestro país con una frivolidad deprimente. (No menos bochornoso resultaba escuchar a los alicaídos hinchas populares contestar con el consabido «¡Que te vote Txapote!»). El ominoso «bloque involucionista» ha sido frenado, sí, pero con otro bloque igualmente retrógrado y destituyente de probada toxicidad, puesto que menoscaba aquello que de verdad protege los derechos de toda la ciudadanía. Se habla de la amenaza de Vox contra el feminismo, el colectivo LGTBI, etc., pero se olvida que el deterioro de la democracia constitucional y la regresión a la comunidad de sangre suponen la destrucción del concepto de derecho y de libertad civil. Si una abstracción sentimental –ya sea ultracatólica o woke– desplaza, haciéndolo imposible, el sensus communis kantiano que, según la lectura política de Hannah Arendt, es el principio que permite al juicio subjetivo relacionarse con la comunidad de intereses generales, entonces ya nadie está a salvo en una democracia, que deviene totalitaria de forma subrepticia. Otegi, Puigdemont, Junqueras y compañía vienen atentando desde hace muchos años –y de qué manera– contra toda la ciudadanía mediante acciones que también cabe calificar con absoluta y demostrable propiedad de fascistas. (Véase, en ese sentido, el programa ideológico de la flamante alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols, cuyo partido, Aliança Catalana, es ya abiertamente xenófobo a fuer de soberanista. Para ellos, catalán es solo aquel que habla la lengua propia y reconoce que el país vive ocupado desde hace siglos).
En el Reino Unido, cuando unas elecciones dejan un parlamento muy fragmentado y sin ningún partido capaz de formar gobierno, se habla de hung Parliament, una expresión que viene de la judicatura. (A hung jury es un jurado que se ve incapaz de pronunciar un veredicto). Tal y como están las cosas, en el caso del próximo Congreso de los Diputados, más que de un «Parlamento colgado», deberíamos empezar a hablar de un «Parlamento ahorcado». Sería gracioso si no fuera porque el cadalso resulta que es la democracia moderna, entendida –no hay que cansarse de repetirlo– como vacío común no vinculado a contenidos naturales.