THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Los premios Princesa de Girona

«La verdadera pacificación civil empezó con el discurso de Felipe VI, que en realidad supuso el principio del fin del malhadado procés»

Opinión
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Los premios Princesa de Girona

Felipe VI, rey de España | Europa Press

El pasado 5 de julio se entregaron en Caldes de Malavella los premios Princesa de Girona 2023. La fundación volvía así a su provincia natal tras cuatro años de ostracismo motivado por el veto independentista a Felipe VI, que como es sabido fue declarado «persona non grata» tras su discurso contra el abortado intento de sedición del año 2017. A pesar del boicot de las autoridades municipales y autonómicas, en todas sus ediciones la Fundación ha seguido desempeñando una labor admirable con respecto a la reivindicación y la promoción del talento joven en todas las disciplinas. En esta ocasión, por ejemplo, el jurado ha tenido el acierto de premiar, en la categoría de Artes y Letras, a la violinista granadina María Dueñas, que a sus 20 años se ha convertido en una de las solistas más deslumbrantes del panorama europeo. Escuchen si no su primer álbum recién publicado, Beethoven and Beyond (Deutsche Gramophon), que contiene, entre otras piezas, una asombrosa lectura del Concierto para violín del de Bonn. (Y una gloriosa Havannaise de Saint-Säens). El resto de premiados  –científicos, terapeutas, profesionales dedicados al estudio del cambio climático o al cuidado infantil– son igualmente admirables.

De alguna manera, esa función discreta pero contundente y osada de la Fundación Princesa de Girona ilustra hasta qué punto en Cataluña la versión oficial de la moral civil es una estafa. El Gobierno de Sánchez, junto a sus socios parlamentarios, se ha empeñado en hacernos creer que la sociedad catalana se ha pacificado gracias a la claudicación del ejecutivo frente a las exigencias de los sediciosos. Pero el apaciguamiento –la condescendencia– no tiene nada que ver con la verdadera paz cívica, un concepto que exige el reconocimiento y la salvaguarda de aquello que constituye el núcleo de «lo civil». Desde Hobbes, la sociedad civil se basa en el pacto entre los ciudadanos para evitar la constante guerra a la que nos abocaría el derecho natural, ahí donde el hombre es solo un lobo para el hombre. (La matización de Spinoza al respecto daría para una larga disquisición, pero eso es harina de otro costal).

«Del otro lado, la propuesta de Puigdemont consistía en una involución precivil, basada en presuntos derechos históricos y raciales»

Cuando salió a defender el orden constitucional aquel 3 de octubre de 2017, el rey estaba protegiendo el pacto según el cual nuestra democracia se había constituido civilmente. Del otro lado, la propuesta de Puigdemont consistía en una involución precivil, basada en presuntos derechos históricos y raciales y fundamentada en una monstruosidad jurídica que escondía una especie de estado totalitario de opereta. Aquellos que siempre habían rechazado la monarquía por su naturaleza anacrónica y su presunto carácter antidemocrático se aferraban a unos privilegios ancestrales, reflejados en la numeración medieval con que se empeñan en adornar el título del presidente de la Generalitat, como si fuese un título regio más que constitucional.

La verdadera pacificación civil empezó con el discurso de Felipe VI, que en realidad supuso el principio del fin del malhadado procés. Todo lo que ha venido después –los indultos y la vergonzosa reforma ad hoc del Código Penal– no ha sido sino una desautorización en toda regla de un desagravio de la Constitución que culminó con la activación del artículo 155. No hay peor forma de envenenar a una sociedad que contentando a aquellos que pretenden subvertir el principio de isonomía que la rige. En una dimensión más trágica, ha pasado lo mismo en el País Vasco, donde a cambio de una paz que se pretende concedida por los terroristas, a estos se les reconoce el privilegio de conculcar las reglas que protegen la convivencia al tiempo que se les permite adulterar la memoria a su conveniencia.

El independentismo, que es una hipertrofia de la protección, no ha hecho más que menoscabar y empobrecer lo protegido. Cataluña ha salido económica, social y culturalmente muy dañada de ese proceso que ha terminado pero cuya causa secesionista «sigue abierta», según ha declarado recientemente Francesc-Marc Álvaro, candidato de ERC al Congreso en las inminentes elecciones. Da capo, entonces. Vuelta a empezar y así hasta el tedio infinito de los tiempos. El nacionalismo catalán eligió desde el principio una vía muerta porque basaba su proyecto en una imposible y espuria singularidad, aislada, paradójicamente, de su propia historia, que una y otra vez ha intentado maquillar para adaptarla a sus delirios de grandeza, como sucedió con aquel «milenario» de Cataluña que Jordi Pujol quiso celebrar con toda la pompa en 1988 y que mataba de risa al gran medievalista Martín de Riquer. Como decía Ferlosio en uno de sus pecios, «el fascismo consiste sobre todo en no limitarse a hacer política y en pretender hacer historia». 

«En la escuela catalana se habla de la «Corona catalano-aragonesa», en un intento desesperado por adueñarse del pasado»

Uno de los síntomas más curiosos del delirio de los independentistas es su alergia a reconocerse parte de la Corona de Aragón. Algunos de ellos, cuando viajan por el sur de Italia y escuchan al guía hablar de las obras que ahí dejaron i aragonesi, refiriéndose con propiedad al cuerpo político y cultural que conformó aquella jurisdicción dinástica, se sienten visiblemente humillados. Pero lo cierto es que Cataluña no puede entenderse si no es dentro de esa rica tradición histórica, literaria y artística, una de las más importantes del cosmos europeo. El Instituto que promociona la cultura catalana bajo las órdenes de la Generalitat lleva el nombre de un mallorquín, Ramón Llull. El mejor poeta medieval en catalán, Ausias March –y no Ausiàs, si hacemos caso a Riquer– fue valenciano, lo mismo que Joanot Martorell. En la escuela catalana se habla de la «Corona catalano-aragonesa», en un intento desesperado por adueñarse del pasado y liquidar la pluralidad que conformó durante siglos aquella unidad política. 

El título de princesa de Girona es uno de los más antiguos de la monarquía española, más antiguo aún que el principado de Asturias, ya que proviene de un diploma fechado en 1351 por Pedro IV de Aragón. Al reivindicar ese título y asociarlo a unos premios dedicados a la promoción del talento joven, la Casa Real está haciendo mucho más por Cataluña, en un sentido a la vez histórico y democrático, que todas las estériles operaciones de división e intoxicación, falsamente republicanas, emprendidas en los últimos años por un movimiento ciego y fanático, aún con resabios carlistas. Ojalá esa labor, serena, ilustrada y generosa, constituya para las nuevas generaciones de catalanes una oportunidad de juzgar su historia con altura y rigor y de integrarse a la vez en una España democrática que en realidad protege su acervo cultural no sólo con más responsabilidad sino también con mayor legitimidad. 

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