PP y Vox: la maldición de la derecha
«La democracia sigue siendo un sistema de alternancia del poder, pero hace tiempo que no lo es de las ideas. Gobierne quien gobierne, el socialismo prevalece»
A los españoles nos han estado advirtiendo durante meses, diría más aún, años, sobre los peligros del sanchismo. Ningún exceso de Pedro Sánchez ha sido desatendido, desde el más testimonial, como el uso intensivo del Falcon, hasta el más significativo, como la toma por asalto del Tribunal Constitucional. Cada una de sus tropelías ha ido acompañada de la denuncia correspondiente con una diligencia extraordinaria. Así han discurrido los últimos cuatro años, como una torrentera de advertencias, admoniciones y pronósticos tremendos. Sin embargo, lejos de desmoronarse, el sanchismo, que no es otra cosa que el PSOE, ha mejorado sus resultados respecto de las elecciones de 2019.
No faltan excusas a la hora de explicar semejante batacazo, como la división del centroderecha en dos partidos o la distorsión de los nacionalismos, que aun siendo de derechas, en las generales votan socialismo. Sin embargo, los votos parecen susurrar al oído de quien quiera escucharlos desde otro punto de vista, por ejemplo, que las advertencias acerca de males terribles no alcanzan para cambiar el signo político. Que es necesario proponer alternativas creíbles, trabajadas, que dibujen un proyecto de país radicalmente distinto al de las dos últimas décadas.
Las admoniciones tienen una capacidad de movilización limitada porque los españoles de hoy somos como esos irlandeses del pasado que asumían la desolación con una naturalidad pasmosa; y la fatalidad, como una tradición entrañable. Nos parecemos cada vez más a esa rana con las terminaciones nerviosas adormecidas que se cuece a fuego lento, incapaz de saltar fuera de la olla. Tal vez porque se pregunta ¿saltar?, ¿a dónde? Y como no puede responder, prefiere quedarse en ese baño tibio que se vuelve cada vez más sofocante.
De tanto gritarnos que viene el lobo, ya casi nadie se lo cree. Si acaso, la gente levanta la ceja con suspicacia, porque el lobo, que no es uno sino muchos, hace tiempo que está entre nosotros, convivimos con él, lo alimentamos con nuestra sangre, lágrimas y sudor sin mayores dramas porque se ha vuelto la costumbre. De cuando en cuando preguntamos con sorna: «Y usted, señor Lobo, ¿de qué lobo me habla?». Así acudimos a las urnas, con la ceja tan levantada que nuestro cuero cabelludo parece un techo de uralita. Derogar el sanchismo… pero, ¿qué me está usted contando?
«Hace tiempo que la derecha fue proscrita en base a una imposición: que la democracia o era progresista o no era democracia»
Cada época tiene un sesgo político. Y en España, en Europa y me atrevo a decir que también en los Estados Unidos y en otros países desarrollados, hace bastante que este sesgo es socialista. Con el paso de los años, este sesgo socialista se ha vuelto tan abrumador, tan desequilibrado, que está pidiendo a gritos un fuerte contrapeso. Y ese contrapeso no puede ser otro que la derecha. Sin embargo, hace tiempo que la derecha fue proscrita en base a una imposición: que la democracia o era progresista o no era democracia.
Para el socialismo en sus distintas formulaciones, desde la más edulcorada, la socialdemocracia, hasta la más ácida, el chavismo, la democracia debe aspirar a ser un status sin posibilidad de alternativa; a lo sumo, un sufragio aristocrático sometido a la pureza de la sangre, es decir de las ideas. Así, a pesar de que formalmente la democracia occidental siga siendo un sistema de alternancia del poder, hace tiempo que no lo es de las ideas. Gobierne quien gobierne, las ideas son esencialmente las mismas. En consecuencia, gobierne quien gobierne, el socialismo prevalece.
Pero ¿tiene que ser así? La respuesta es no. Ni tiene que ser ni debe ser así. Ocurre, sin embargo, que, como digo, la derecha tradicional está proscrita. Y lo está no por ninguna pulsión fascista, esa es la gran mentira, lo está por su sana desconfianza hacia el poder del Estado. Y cabría preguntarse cómo puede ser fascista quien desconfía del Estado cuando el santo y seña del fascismo es «todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado».
Para alarma de la izquierda, esta cualidad de la derecha solía animar a un liberalismo pragmático que, en vez de deleitarse en la utopía, en el cantar de los cantares de la individualidad individualista, era capaz de bajar de su nube para colaborar en la tarea. Nada que ver con ese liberalato rompetechos que es capaz de proponer la independencia a Cataluña y País Vasco para que así, una vez eliminados sus electores del censo, las cuentas por fin salgan.
No sé si se habrá percatado, querido lector, pero al statu quo le interesa sobremanera que conservadores y liberales se odien y desprecien mutuamente, que se hagan cruz y raya por cuestiones como el aborto, el vientre de alquiler o la eutanasia, por citar algunas. Porque estos asuntos, aun siendo relevantes, plantean discrepancias insuperables que arruinan cualquier posibilidad de colaboración. No puedo sentarme contigo porque estás a favor del aborto. Y yo contigo tampoco porque te propones prohibirlo. Y así las ranitas siguen cociéndose lentamente con sus inmarcesibles principios en el gran puchero socialista.
«Los socialistas de todos los partidos, del PSOE, del PP y ahora también de Vox no conciben una sociedad al margen del Estado»
Con todo, lo peor no es el eficaz cinturón sanitario que la izquierda ha logrado desplegar alrededor de la derecha, sino que el conservadurismo clásico haya sido suplantado primero por un falso centrismo y después por una especie de socialismo nacionalista que, so pretexto de que el mundo ha cambiado una barbaridad, afirma que ya no existe la derecha ni la izquierda, y que el tercero en discordia, el liberalismo, no es más que una etiqueta.
Nada más lejos de la realidad, por supuesto. Ocurre que a ninguno de ellos le interesa que la gente empiece a hacer cuentas y acabe desconfiando del Estado, porque los socialistas de todos los partidos, del PSOE, del PP y ahora por fin también de Vox no conciben una sociedad que se proyecte al margen de un Estado que controlen, claro está, ellos. Esta es la tragedia de la derecha y, por ende, de todos nosotros, incluso de quienes siendo de izquierdas son bastante sensatos, porque también los hay.
En definitiva, si la derecha no hubiera sido proscrita, ahora no viviríamos en una emergencia permanente. Pero las almas bellas se empeñaron en que no hubiera alternativa y de aquellos vientos vienen estas tempestades. Desde 2016, año en que ganó la presidencia de los EEUU Donald Trump, demasiados analistas siguen sin comprender que o la derecha se le permite ejercer como derecha o a la democracia se le rompen las costuras. Quiero decir que, si no se tolera la existencia de una derecha formal, dentro de la cual haya sitio para los liberales más pragmáticos, la montaña seguirá pariendo ratones.