La amnistía y los siervos de la glosa
«El ‘procés’, con Puigdemont a la cabeza, fue un golpe a la democracia que no debemos olvidar. La salvación de Sánchez no puede ser la ley suprema»
«¿Qué hacer con Carrillo?», así rezaba el titular del extinto Diario 16 del 23 de diciembre de 1976. Santiago Carrillo, entonces secretario general del PCE, había aparecido clandestinamente por Madrid, se había paseado impunemente con su célebre peluca y había sido finalmente detenido por la policía a las órdenes del entonces ministro del Interior Rodolfo Martín Villa. En las páginas interiores de Diario 16 el exministro y líder de Alianza Popular Manuel Fraga instaba a que, siendo España un Estado de Derecho, se aplicara la ley que Carrillo y el resto de dirigentes del PCE desafiaban pública y reiteradamente, particularmente el artículo 172 del Código Penal que declaraba como asociaciones ilícitas aquellas que «… sometidas a una disciplina internacional, se propongan un sistema totalitario».
Para un entonces joven letrado del Consejo de Estado y poco después padre de la Constitución, de nombre Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, las responsabilidades de Carrillo habían prescrito. Sin duda así era si nos tomábamos en serio el imperio de la ley al que apelaba Fraga y nos centrábamos en las que se pudieran sustanciar relativas a la Guerra Civil, en particular, la más que probable responsabilidad de Carrillo, por acción u omisión, en las matanzas de Paracuellos. Y es que unos años antes de su detención, por Decreto-Ley 10/1969 de 1 de abril, se habían declarado prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939, una prescripción que, señalaba el propio Decreto, no precisaba de declaración judicial alguna, se extendía a todos los hechos delictivos y sus consecuencias y suponía el sobreseimiento y archivo inmediato de la causa.
El Código Penal entonces vigente declaraba la prescripción de los delitos más graves a los 20 años, pero con este Decreto del 69 se remachaba lo que, no forzando mucho, cabría considerar como una «amnistía». Ismael Medina, articulista de El Alcázar, reivindicaba en cambio la imprescriptibilidad de delitos «contra la humanidad» o de «genocidio» como los que según él cometió Carrillo. Sí: esa misma imprescriptibilidad que hoy se esgrime para dejar sin efecto una amnistía posterior a la del 69, la ley de Amnistía de 1977, el momento inaugural de la tan injustamente denostada Transición española, y así poder procesar a los hotros aún vivos; por ejemplo al exministro Martín Villa. Ironías de la historia.
«La amnistía fue la reivindicación política idiosincrásica del antifranquismo»
La amnistía, el «olvido de las injurias que recibió la ciudad» (Diccionario histórico de la lengua española) fue el expediente empleado por Trasíbulo tras restablecer la democracia en Atenas una vez vencidos los treinta tiranos (403 a d.C); es la «terminación de la guerra civil», escribió todo un Carl Schmitt en el diario El País un 21 de enero de 1977 (Amnistía es la fuerza de olvidar) y fue, como es bien conocido, la reivindicación política idiosincrásica del antifranquismo pues se trataba de la expresión más profunda del cambio de régimen. El segundo punto del programa de 12 que la Junta Democrática dio a conocer en julio de 1974 era la concesión de una amnistía absoluta por hechos de naturaleza política y la inmediata liberación de todos los detenidos por razones políticas.
En las calles de la Barcelona de febrero de 1976 se propaló el lema «Llibertat, amnistia, estatut d’autonomia» coreado por decenas de miles en protesta por el tímido perdón con el que Juan Carlos I había inaugurado su reinado. El 15 de octubre de 1977 el Parlamento surgido de las primeras elecciones democráticas tras la muerte del dictador satisfizo ese anhelo decretando la amnistía de todos los actos de «intencionalidad política» que fueran tipificados como delitos cometidos con anterioridad al 15 de diciembre de 1976, y también entre esa fecha y el 15 de junio del 77 cuando el móvil era el de la «reivindicación de autonomías de los pueblos de España».
Ello condujo a conceder clemencia a terroristas de ETA con delitos de sangre, lo que imposibilitó el voto favorable de Alianza Popular (que finalmente se abstuvo).«… [L]a amnistía era obligada para todos los demócratas que, al cambiar el régimen, se hallaban cumpliendo condena por hechos o actos que constituyen el ejercicio legítimo de libertades o derechos democráticos. Esta amnistía la apoyamos. Esta amnistía la aplaudimos». Así se pronunció el diputado de Alianza Popular, Fernando Carro, en la sesión de 14 de octubre de 1977 en la que se aprobó finalmente la ley de Amnistía. La historia, no irónica sino trágica, del resultado de esa lenidad que demostró la democracia española con los terroristas de ETA la conocen bien. Hoy son sus herederos los que aúpan y sostienen a los gobiernos «progresistas».
En estos días la amnistía vuelve a estar sobre el tapete a propósito de un posible pacto de investidura de Pedro Sánchez con el apoyo de ERC y Junts, que exigirían a cambio ir más allá de los ya concedidos indultos y las aprobadas modificaciones ad hoc del Código Penal (negociadas en la anterior legislatura con los delincuentes mismos y bajo la burda excusa de una necesaria «armonía con el Derecho europeo»). Se trata de olvidar, de borrar, de rehabilitar, en definitiva, a los sediciosos ya parcialmente indultados o a los que se evadieron de la acción de la justicia para que no tengan que rendir cuentas ante tribunal alguno y puedan volver a ser actores políticos con influencia, poder y mando en plaza.
La amnistía, como el indulto, es una prerrogativa añeja, común en el Derecho comparado pero siempre sospechosa, incómoda y exasperante cuando hacemos del imperio de la ley y de la igualdad ante la ley nuestros ideales regulativos más preciados. Y ello porque, como ha destacado Liborio Hierro, tiene un ineludible componente discrecional, cercano, no pocas veces, a la arbitrariedad que la propia Constitución proscribe en su artículo 9.3. No es casual que el poder «gracioso», la «real gana» del monarca del Antiguo Régimen, que supone el perdón o indulto, de claras connotaciones religiosas, fuera un atributo esencial de la soberanía, al decir del teórico del absolutismo Jean Bodino; por eso mismo chirría tanto, se atora en el gozne de la democracia constitucional.
«Fue ominoso el perdón del presidente Gerald Ford a Nixon, o el de Bill Clinton al financiero-delincuente Marc Rich»
Jiménez de Asúa, el insigne penalista, se revolvió contra el indulto de Primo de Rivera a los militares responsables del desastre de Annual concedido en 1924; fue ominoso el perdón del presidente Gerald Ford a Nixon, o el de Bill Clinton al financiero-delincuente Marc Rich, cuya mujer había contribuido a la financiación de su campaña; fueron más que sospechosos los 1.144 Reales Decretos de indulto del Gobierno Aznar a finales del año 2000 a delincuentes diversos (insumisos, entre ellos) pero que apenas disimulaban el verdadero objetivo de perdonar y rehabilitar al juez prevaricador Gómez de Liaño condenado por el caso Sogecable; fue inmoral -y finalmente declarado ilegal- el indulto concedido por el Gobierno Zapatero a Alfredo Sáenz que supuso la cancelación de sus antecedentes penales con lo que, además de librarle del castigo, se le permitía seguir ejerciendo como banquero.
La Constitución guarda silencio sobre la amnistía, aunque sí proscribe que la ley «autorice indultos generales» (no así los «particulares», artículo 62CE). Puesto que esta previsión aparece en el artículo destinado a fijar las funciones del Rey – ejercidas en nombre del Ejecutivo- y puesto que cabría hacer algún distingo entre un «indulto general» y una «amnistía» (que extingue todos los efectos de la pena, las consecuencias accesorias, y que cabe decretar aún sin condena), es plausible que el Parlamento, en el ejercicio de su función, amnistíe por ministerio de la Ley, como hizo en el 77. Hay juristas como Enrique Gimbernat, o más recientemente Xavier Arbós, que han sostenido la inconstitucionalidad de tal interpretación apelando al a minore ad maius: «Quien tiene prohibido lo menos –indulto general- tiene prohibido lo más -amnistía-».
Hay quienes, más burdamente, sostienen que la constitucionalidad es clara porque la Constitución no prohíbe expresamente la amnistía. Pero ese silencio puede interpretarse justamente en el sentido contrario: como lo que obviamente no puede caber dentro de una Constitución que, por ejemplo, tampoco prohíbe expresamente que los españoles puedan ser obligados a declarar sobre sus preferencias futbolísticas. Seguramente, como en parecidos casos difíciles, llegado el caso –al Tribunal Constitucional- in dubio pro legislatore si es que nos tomamos en serio, como también debemos, el principio democrático.
Y luego están los siervos de la glosa (jurídico-constitucional), los juristas de la contorsión infinita, los siempre dispuestos a decir el Diego que satisfaga al señorito, en este caso, plantar las balizas de la pista de aterrizaje al Gobierno que convenga con, y a Puigdemont, mediante el expediente de pretender agotar toda discusión sobre la amnistía en las razones de su constitucionalidad (que entienden intachable). Y, claro, así se oculta lo verdaderamente relevante en esta discusión, las razones políticas: ¿por qué hay que amnistiar a los responsables del procés, empezando por el prófugo Puigdemont?
Para empezar: intercambiar presos o espías en el contexto de un conflicto armado, evitar un hacinamiento inhumano de internos en las cárceles, una grave enfermedad del condenado, la reconciliación como la que se produjo tras la muerte de Franco en un caso de justicia transicional, todas esas son razones asequibles para ejercer el privilegio que supone la gracia, pero la invocación del motivo, o motivos, de concederla no es una razón justificativa y algunas otras son inhábiles en una democracia constitucional consolidada como la española.
«¿O se trata de que estamos por inaugurar «un nuevo régimen», que el borrón y cuenta nueva es el del régimen del 78?»
Cuando en el año 2000 el ministro Acebes «justificaba» la concesión de los 1.443 indultos más el de Gómez de Liaño porque era año jubilar y se cumplía un aniversario de la coronación del Rey cabía legítimamente llevarse las manos a la cabeza. Y no digamos si atendemos a la justificación que el régimen de Franco proporcionó mediante Ley de 23 de septiembre de 1939 para la amnistía de quienes, constando de modo cierto su ideología coincidente con el Movimiento Nacional, cometieron ciertos delitos desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936 obedeciendo «… al impulso del más fervoroso patriotismo y en defensa de los ideales que provocaron el Glorioso Alzamiento contra el Frente popular… quienes lejos de merecer las iras de la Ley son acreedores a la gratitud de sus conciudadanos cuando supieron observar, durante la guerra, la conducta patriótica consecuente a dichos ideales…».
Se escribe en estos días por algunos de esos siervos de la glosa que el perdón y el olvido que favorecería la amnistía sería el último de los recursos a emplear una vez comprobado que todos los anteriores no liquidan el «conflicto político» con Cataluña. Valiente falacia esta que finalmente atribuye a la propia rebeldía del condenado, su falta de lealtad, su resistencia numantina, su sinrazón, como «razones» que operarían precisamente como «justificación» de su amnistía. Como el propio Bodino también señalara: «Si se perdona el crimen probado, ¿qué pena servirá de ejemplo a los malvados?».
Frente a la clemencia, se ha argüido también, debemos estar siempre alerta porque la facultad de perdonar puede tener más utilidad para el que perdona que para el perdonado. Así podría ser en este caso, cuando las razones de la amnistía no pueden en el fondo confesarse pues nada hay en los amnistiables que permita atisbar su contrición, lealtad futura, disculpa o propósito de enmienda. Antes bien, como se encargan de propagar continuamente los sediciosos y fugados: «Ho tornaran a fer».
¿O acaso se trata, en el fondo, de que efectivamente estamos por inaugurar «un nuevo régimen», que el borrón y cuenta nueva es precisamente el del régimen del 78 y todo el edificio jurídico constitucional que le siguió, y que, salvo noticia en contra, permanece vigente? Dígase expresamente y hágase esa demolición con la luz, taquígrafos y procedimientos a los que la ciudadanía tenemos derecho si no queremos tornar o ser tornados en meros comparsas o siervos. Y lo que hicieron los protagonistas del procés con Puigdemont a la cabeza, fue inconstitucional por supuesto, pero política y socialmente nefasto amén de gravemente delictivo; un golpe a la democracia española que ni podemos ni debemos olvidar.
Y es que, parafraseando a Hume, la salvación de Sánchez no puede ser la ley suprema.