Negacionista del negacionismo
«Niego que todo el que discrepe sea un negacionista y reclamo que desterremos la invocación de nuestro lenguaje y recuperemos la libertad en el debate cívico»
Me declaro negacionista. Pero negacionista del negacionismo. Le niego todo valor como argumento a una palabra que utilizan los perezosos y los tramposos para abortar el debate (ganarlo, lo llaman ellos) por la vía de urgencia: la de acallar las ideas del otro, no con ideas mejores, aunque puedan tenerlas, sino con base en un juicio moral falsario. El negacionista siempre es malo, por definición. Pero nunca lo sabremos si no le dejamos hablar, si no le escuchamos exponer sus razones. Esa reminiscencia del término, esa impronta innegable de su origen en el poner en duda que el genocidio nazi ocurriera, impregna al término de una connotación perniciosa difícil de eludir.
El negacionismo es la palabra comodín que desactiva el diálogo, que neutraliza las discusiones, que vacía habitaciones. Pruébelo: llame negacionista al que no piensa como usted y ahórrese el mal trago que tener que exponer un razonamiento mediante el cual se justifique la conclusión a la que ha llegado. De no hacerlo, de mantenerse en esa conversación sin invalidar al que le contradice o le cuestiona, podría parecer que la ha alcanzado por intuición o por ósmosis si no es capaz de presentar su reflexión de manera convincente. No caiga en la trampa: grite «negacionismo» y acabe con eso. Al otro se le quedará cara de pasmo, con la palabra en la boca, deslegitimado para continuar hablando con un alma bella. Mano de santo, oiga.
«Negacionismo» es el nuevo penitenciagite. Y sirve para todo, lo mismo para la violencia de género, que para el cambio climático, para el racismo, el fascismo o la cultura de la cancelación. Cualquier causa justa le vale, siempre hay un negacionista para un descosido. O un activista constante con un negacionista en la boca.
«Lo verdaderamente perverso es que no es solo una improperio individual: atenta directamente contra el debate compartido»
Pero lo verdaderamente perverso y deshonesto de su uso, peligroso incluso, es que no es solo una improperio individual: atenta directamente contra el debate compartido, abortando toda posibilidad futura de que nos podamos entender y respetar. Porque si se estigmatiza al discrepante y se le expulsa de la conversación pública, incluso antes de argumentar su postura y negacionismo mediante, no hay posibilidad de confrontación saludable de ideas. Y sin discusión, en su segunda y gloriosa acepción, difícilmente podremos avanzar en el conocimiento.
Así, el uso del negacionismo como arma arrojadiza, pese a su efecto autocomplaciente inmediato, fluoxetina sublingual, es contraproducente: solo sirve para confundir en la cabecita del usuario el hecho de que algo horrible ocurre con que sus ideas sobre por qué ocurre y cómo solucionarlo sean las más justas y las únicas aceptables. Y, de paso, para converse a sí mismo de que quien no esté de acuerdo con esas particulares ideas, aunque sea por la mínima, no solo está tratando de rebatirlas, sino poniendo en duda el propio hecho en sí. Lo que viene siendo tomar la parte por el todo y ancha es Castilla.
Así pues, aquí y ahora, me declaro negacionista del negacionismo, ese atajo para cobardes. Niego que todo el que discrepe sea un negacionista y reclamo que, con carácter de urgencia, desterremos la invocación de nuestro lenguaje y recuperemos la libertad en el debate cívico: libertad para contradecir, para ofender, para disgustar. Y para que nos contradigan, nos ofendan y nos disgusten. Solo así seremos capaces de encajar esas ofensas y esos disgustos sin dramitas, esas razones contrarias a las nuestras pero legítimas, y, si no elegir de entre todas, y entre todos, las mejores, al menos sí convivir pacíficamente aún pensando diferente. Lo contrario, no solo es deshonesto, sino peligroso.