El tórrido verano
«Mientras los medios nos hablaban de un asesinato en Tailandia o de las olas de calor debidas al cambio climático, el PSOE pactaba el final del régimen del 78»
Los dos acontecimientos centrales este verano en la política española –aparte de los resultados electorales del pasado 23 de julio– han tenido lugar durante un tórrido mes de agosto. El primero fue la sorprendente marcha de Iván Espinosa de los Monteros, uno de los hombres fuertes de Vox. El segundo, la elección de Francina Armengol como nueva presidenta del Congreso.
En el primer caso, la clave se encuentra en el mensaje: Vox pierde a sus componentes liberales –en lo económico–, cuya idiosincrasia –frente a las facciones antisistema del partido– quizás sea más cercana al votante tradicional del PP. ¿Supone esta fractura en la formación verde el indicio de un futuro reagrupamiento del voto conservador en torno a los populares? Es demasiado pronto para saberlo –y la torpeza de Feijóo en sus mensajes públicos no parece invitar al optimismo–, pero sí augura futuras complicaciones para el partido de Santiago Abascal.
Si la alternativa a la derecha del PP se basaba en la integración de distintas sensibilidades definidas por el instinto nacionalista español, la pérdida –o atenuación– de una de ellas indica que las tensiones internas irán en aumento. El adiós de Espinosa de los Monteros apunta en silencio hacia el maremágnum interior vivido en Vox tras los decepcionantes resultados electorales de julio. Sin la proximidad del poder, cualquier victoria se convierte en derrota.
La segunda de las claves es Francina Armengol; no por ella (el conjunto de sus ideas, su simpatía natural o su indudable habilidad política no tienen por qué interesar necesariamente), sino por lo que representa. Esta semana, mientras los medios nos hablaban de un asesinato en Tailandia o de las olas de calor debidas al cambio climático, el PSOE pactaba el final del régimen del 78 en el Congreso; o, al menos, el inicio del proceso político que conduce a este final.
A nivel ideológico y moral, ¿cuántos años llevamos ya en esta senda? Se diría que, al menos, desde el primer gobierno de Rodríguez Zapatero, con la relectura que impulsó de la memoria histórica en nuestro país. Del cuestionamiento de los mitos democráticos –el principal, el de la Transición–, se derivan muchos de nuestros problemas actuales. Porque, al destruir la Transición, lo que hemos hecho ha sido legitimar el discurso de la ruptura identitaria. Atomizados en un sinnúmero de pequeñas diferencias, se nos olvida la importancia crucial de lo común. Ninguna democracia se sustenta en el desprecio hacia lo compartido por todos, del mismo modo que tampoco ninguna democracia puede sobrevivir sin abrazar la pluralidad.
El problema de liquidar el 78, tal como ahora se plantea, es que la reivindicación de la diversidad supone negar la memoria de media España y demoler su relato de encuentro entre los españoles, que dio paso –gracias a la europeización– a una de las épocas más prósperas de nuestro país. Liquidar el 78 significa dividirnos de nuevo en dos Españas: una tildando a la otra de «amoral» o de «inmoral» y a la inversa. Y más cuando no hay una agenda ideológica detrás distinta a la preservación del poder, que es la lógica pervertida de la política.
Las circunstancias históricas lo explican todo, aunque se oculten bajo los siete velos de la propaganda. Las circunstancias que nos explican que España viró a la derecha por la mala cabeza del PSOE y que ahora al socialismo sólo le queda pactar con los prófugos para sostenerse en el gobierno a cambio de cualquier cosa… «¡De cualquier cosa no!», nos responderán enojados. Y es cierto; pero ya da igual, porque lo importante se perdió quizás para siempre: la memoria de lo común, la experiencia democrática del reencuentro, una mirada sin ira… Me parece más que suficiente.