La gran coalición por la falta de escrúpulos
«Al sufrido votante que observa asombrado las evoluciones de los dos candidatos se le prefigura como más democrático un bloqueo sin investidura»
Amnistía y referéndum de autodeterminación. Tales son las dos exigencias insoslayables establecidas en su subasta (sic) por el prófugo Puigdemont para hacer presidente del Gobierno de nuevo a Pedro Sánchez. En el agobiante desperezamiento de la última ola de calor, la amnistía, transmutada en «alivio penal» según impagable eufemismo digestivo del primer diario gubernamental, parece darse ya por descontada y asumida. A la lánguida pereza mental de intentar enfrentar de nuevo intelectualmente el enésimo episodio de la brutal mecánica de poder de Pedro Sánchez, se suma la intensa preparación artillera proveída este verano por los medios públicos y la prensa afín, que parece haber ligado su propio destino y supervivencia a la del personaje en cuestión.
La amnistía —nos machacan— no está prohibida expresamente por la Constitución. Claro, que en ningún sitio prohíbe tampoco expresamente la norma suprema, por ejemplo, que a los alcaldes los pueda nombrar el Congreso, y no por ello resultaría admisible tan delirante mecanismo; porque la democracia es ante todo un procedimiento, de modo que donde no hay cauce previsto no cabe innovar al amparo de la falta de prohibición. Poco o nada importa a la legión de artilleros de la opinión que la «solución» de la ominosa amnistía presuma de suyo la preexistencia de una tiranía. Contra la tiranía no cabe por naturaleza haber cometido delito ni perseguirlo; de ahí que las amnistías acompañen los cambios de régimen político de la dictadura a la democracia, no los cambios de gobierno ni las investiduras de su Presidente. Es igual, el expediente se resuelve por el subterfugio pseudo-jurídico de la no prohibición, de la que se infiere automáticamente su legitimidad.
Cuestión distinta es que con la amnistía estemos ante el síntoma de la pretensión de un cambio de régimen a instancia de una minoría social que no se ha traducido tampoco —ni de lejos— en las mayorías parlamentarias necesarias para acometer la reforma constitucional. En este punto es absurdo negar que los españoles, en una proporción importante, y esta vez sin fintas del candidato del PSOE respecto de lo dicho en campaña y lo que en realidad proyecta ejecutar, han decidido desentenderse y dejar atrás una parte estructural del sistema constitucional de 1978, la que establece la unidad indisoluble de la nación española y la indivisibilidad de su soberanía. La cuestión a dilucidar es si esa minoría social, traducida en mayoría parlamentaria con voluntad transformadora, que sería suficiente para gobernar pero no para hacer una reforma constitucional la enunciada, acometerá esa transformación en pos del estado plurinacional respetando el procedimiento de reforma establecido en la propia Constitución, o si, como hicieron los anteriores socios de investidura del PSOE y los que se atisban como los próximos con el prófugo a la cabeza, tratará de subvertir el orden constitucional de forma tangencial.
Si los magistrados con perfil más politizado que Sánchez consiguió incorporar al Tribunal Constitucional cumplen las expectativas que sus propios terminales mediáticos les atribuyen, el PSOE y sus socios, por salvar la legislatura, intentarán el atajo; y así, sin reunir ni de lejos las mayorías exigidas, sin reforma constitucional, sin formular proyecto de modificación, sin aprobación por las cámaras, sin referéndum nacional y sin ratificación ulterior de las Cortes, podemos presenciar una mutación constitucional profunda a instancia de un Gobierno con 122 diputados de 350 y con un Senado en clara minoría, dominado por la rotunda mayoría absoluta del primer partido de la oposición. Inaudito, sí, pero plausible.
«Ninguno de los dos candidatos a la investidura parece haberse planteado la necesidad de que la estructura de sus pactos descanse en la justicia material de tales acuerdos»
¿La fórmula para conseguir esto? La misma del golpe de estado fallido de 2017 de los actuales y futuros socios de Sánchez, pero con la connivencia del Gobierno central y quizá también de un Tribunal Constitucional menos apegado a su propia doctrina. Por poner un ejemplo, ¿qué ocurriría si los parlamentos de Cataluña o País Vasco aprobaran normas inconstitucionales convocando referéndums sin que el Gobierno central hiciera uso de su recurso de inconstitucionalidad de efectos automáticamente suspensivos? Para cuando el Tribunal resolviera los eventuales recursos (no suspensivos) de 50 diputados o senadores, ni aun estimándolos será ya posible deshacer las estructuras jurídicas y administrativas creadas por aquellas normas inconstitucionales recurridas.
Pero si reprochable al armazón de la investidura de Sánchez es que se sostenga sobre la confusión entre la legalidad de la amnistía y su legitimidad, a idéntico silogismo de legitimidad puramente formal parece también fiar Feijóo su propia investidura: si Junts, el instrumento institucional del prófugo, resulta ser un elemento aritméticamente necesario para su investidura, deviene se repente en partido de cuya «tradición y legalidad» afirma el Partido Popular «no tener ninguna duda», de modo que legítimo resultaría también sostener sobre él la propia candidatura. Lo mismo da que la única «tradición» en Junts desde su fundación en 2018 haya sido la confrontación con la legalidad, desacreditar a España internacionalmente y dar cobertura política a los delincuentes que desempeñan en él los cargos más relevantes, desde su presidenta, condenada por falsedad y prevaricación, a los diversos sentenciados por sedición y malversación en el golpe de 2017. La misma brutal concepción del poder y de su ejercicio: para el aspirante Feijóo, si resulta necesario, legal y eficaz, deviene legítimo. Ninguno de los dos candidatos a la investidura parece haberse planteado la necesidad de que la estructura de sus pactos descanse, además de en su aritmética necesidad, legalidad y eficacia, en la justicia material de tales acuerdos.
En tales circunstancias, a día de hoy resulta un arcano sobre qué podría versar el discurso de investidura del candidato Feijóo; lo que parece descartado es que vaya a proponer una forma de gobernar alternativa a la de Sánchez. Porque tras cinco años oyendo argumentos que apuntaban a que la legitimidad de origen de la presidencia de Sánchez no colmaba la justicia de su mandato por la falla, precisamente, de un ejercicio basado en el enjuague con quienes burlaron las reglas de la democracia delinquiendo contra ellas y vulnerando los derechos de millones de ciudadanos, no puede uno, so pena de palmaria incoherencia y escarnio de sus votantes, llegar a la investidura habiendo intentado recabar el apoyo de las mismas muletas. No sólo puede perder la investidura, sino legitimar para siempre que la gane el oponente para el que el fin justifica los medios. Por fin el anhelado entendimiento entre los dos grandes partidos: la falta de escrúpulos.
Ante tan desolador escenario, al sufrido votante que observa asombrado las evoluciones de los dos candidatos en el trapecio de la investidura, fiados ambos a la red de la mera necesidad, legalidad y eficacia de sus piruetas, se le prefigura como más democrático (sí, más democrático) un bloqueo sin investidura. No hay que asustarse. Bélgica, un país bastante más fallido que España en su diseño institucional-territorial (más étnico además que geográfico), con unos niveles de incompetencia funcionarial, corrupción y arbitrariedad judicial propios del costumbrismo siciliano, estuvo un total de 540 días sin gobierno. El resultado fue una mejora global y significativa de sus datos macroeconómicos, incremento del PIB y disminución del paro, y, lo que no es menos importante, un ahorro y alivio en preocupación ciudadana por la solución del embrollo político que ya lo quisiéramos para nosotros los españoles.