Cuando termina el verano
«Entre la infancia y la responsabilidad de la vida adulta, el final del verano no es el tiempo de las medusas sino el de la nostalgia»
Cuando termina el verano, decimos adiós al dolce far niente de estos meses festivos y calurosos. A pesar de las noticias (la última, la muerte de Prigozhin y de Dmitri Utkin, su lugarteniente, en un accidente aéreo), nada parece perturbar esa larga siesta que es la época estival, jalonada por las cenas al fresco. A medida que el cambio climático va subiendo la temperatura media –¿o será quizás la edad?–, el cansancio nos aplatana con un sopor que se nos antoja tropical. Cuando era niño la vida era distinta: con el verano llegaba el olor a piel bronceada de los turistas alemanes. Lo he repetido a menudo y puedo hacerlo una vez más: en mi inconsciente, julio y agosto no es una mañana en la playa ni un paseo en velero ni una pizza junto al mar ni el recuerdo de la primera libertad adolescente, sino el eco proustiano del olor –recurrente e intenso– a crema Nivea. Hablo de hace muchos años, los suficientes para recomponer una memoria. Se diría que la infancia es siempre la hechura de la memoria.
El rastro de lo perdido, por tanto, se define en contraste con esos recuerdos. Si ahora la playa ya no huele a Nieva no es porque ya no se venda, sino porque la variedad de cremas solares resulta masiva. La pluralidad nos enriquece a la vez que nos confunde, al perder un territorio familiar. Fuera de la memoria, no nos reconocemos con tanta facilidad. Yo miro hacia el pasado, como creo que haría Azorín, y ¿qué encuentro?: un territorio familiar marcado por el asombro de la infancia y por la felicidad de una vida aún no torturada. Recuerdo a un tirolés –a un hombre vestido de tirolés, quiero decir– cenando un verano tras otro en la terraza de un bar. Recuerdo la culta elegancia del arquitecto Miguel Fisac mirando al horizonte. Recuerdo a unos músicos de jazz veraneando en su velero y al barítono Vicente Sardinero ensayando una ópera francesa en la torre del profesor Moratille. Era, creo, un mundo más ingenuo y más noble a su vez; pero seguramente esa ingenuidad se encontraba sólo en mi mirada y en ningún otro sitio. De hecho, yo era el espectador de una realidad que desconocía, el nativo ante el extranjero (y no a la inversa), el muchacho que con la mirada buscaba entender un mundo que era nuevo para él. Ciertamente, todos somos un poco hijos de la imaginación.
«Ya sabemos que el futuro nos determina mucho más que el pasado. Y que siempre constituye una incógnita»
Ahora termina el verano y me doy cuenta de lo mucho que me irrita el otoño, esa «estación de los proyectos», como acuñó el nobel Patrick Modiano. Algunos dirán que a partir de una edad los proyectos ya se dejan atrás; pero no es esto: es el retorno al aburrimiento del colegio. De niño, detesté la escuela y ahora detesto que mis hijos empiecen otro curso. Es la época de los exámenes absurdos y de los trabajos en grupo y de los madrugones y del estrés por las notas y, en definitiva, de la escolarización obligatoria. He defendido muchas veces el homeschooling, porque es un modo más humano de enseñar (lo pequeño, lo familiar, siempre resulta preferible a lo industrial) y también porque creo que, en ciertos entornos, en ciertas circunstancias, es también más efectivo. En los Estados Unidos, desde luego, los resultados así lo sugieren.
Entre la infancia y la responsabilidad de la vida adulta, el final del verano no es el tiempo de las medusas sino el de la nostalgia. En apenas unos días, todo cambiará y la misma velocidad del tiempo disipará cualquier resto de melancolía. Septiembre se presenta con toda la intensidad de la época. Y ya sabemos que el futuro nos determina mucho más que el pasado. Y que siempre constituye una incógnita.