THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Por qué deberías leer a Azorín

«Bastará con que abras un volumen para que te transporte a ese lugar donde las cosas brillan por sí mismas, no porque tú las uses, tú las tengas, tú las lleves»

Opinión
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Por qué deberías leer a Azorín

Azorín, por Ignacio Zuloaga. | Flickr

Empecemos con la respuesta que se diría más natural: porque don José Martínez Ruiz, que es quien portaba tal apodo, es un clásico de nuestras letras. Y «¿qué es un autor clásico?», se preguntaba él mismo en Lecturas españolas. «Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna», se contestaba. ¿No incurría en cierta aporía ahí? ¿En qué quedamos? Los clásicos ¿son clásicos de toda la vida o son meros modernetes?

Nuestro alicantino, de quien este año conmemoramos su centésimo quincuagésimo aniversario, acudía enseguida a aclararse: «La paradoja tiene su explicación: un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones». Y, con toda congruencia, añadía: «Complemento de la anterior definición: Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la posteridad».

Hay cuchillos de doble filo y definiciones que también tienen doble faz. Porque lo cierto es que está pasándonos un tanto desapercibido ese siglo y medio exacto que se cumple desde que nació Azorín. ¿Significa eso, según su propia definición, que ya no es capaz de decirnos nada a los españoles de 2023? ¿Que su sensibilidad, acaso, se ha vuelto por completo extranjera a la nuestra? ¿Que nada en él es capaz ya de reflejar nuestras cuitas, nuestras esperanzas, nuestras desesperaciones?

Sería un asunto grave, pues el mismo Azorín ya nos advirtió: «La sensibilidad levanta una barrera que no puede salvar la inteligencia».

«Para Vargas Llosa, se trata del literato ‘más elegante que haya dado España y nuestra lengua’»

Se lamentaba hace poco un compañero de THE OBJECTIVE, don Félix de Azúa, de este desapego. Bien es verdad que, a fuer de sinceros, no le ponía mucho remedio: su artículo nos cuenta lo bien encuadernadas que están sus obras completas. O lo muy atractiva que le pareció a un Azorín, ya valetudinario, la moza con que el propio Azúa lo visitara, allá por 1967. Pero ¿por qué leer aún a este «miniaturista» (el término es también de Azúa)? ¿Por qué ocuparnos de «alguien dedicado, como un flamenco del siglo XVII, a proponer imágenes exactas, nítidas, casi esmaltadas, de interiores con vajilla de loza, mortero y un ventanuco por el que entra un potente haz de sol levantino»?

Mario Vargas Llosa sí nos proporcionaba, hará un par de meses, un par de motivos. Para empezar, se trata, a su juicio, del literato «más elegante que haya dado España y nuestra lengua». Para continuar, «hay que leer a Azorín, descubrir con él esos lugares olvidados y esos autores secretos que él presentaba de manera libérrima, destacando lo que nadie había visto en ellos». Lo cual nos aboca a un curioso círculo: parecería que hoy nos hiciera falta un buen Azorín para redescubrir a Azorín. Podemos echarlo de menos, por tanto, de manera doble: como escritor, sí, pero también como el mentor que nos llevaba del brazo a venerar tantos otros.

En un tiempo como el nuestro, donde «lo personal es político» (y, por tanto, también lo político se vuelve personal), ¿está reforzando el desafecto hacia Azorín el franquismo de sus últimos años? ¿O (peor aún) que blasonase de anarquista durante sus edad primera? Podría darse.

Pero cejemos ya de analizar las causas y azares de tanta frialdad y tratemos de ponerle remedio. ¿Qué motivos hay para que hoy, al acabar tu exhaustivo repaso de todo lo publicado en THE OBJECTIVE, amable lector, te pongas a leer a Azorín? Te daré enseguida uno y sólido: que es verano.

Esto no significa, claro, que no puedas leer sus «primores» (la expresión es orteguiana) mientras decaen los días y decae el año, allá por otoño. O arrebujado ante los fríos de invierno. Puedes, o incluso debes, leer a Azorín en la primavera, cuando «sobre las rosas, revolotean pesadamente los redondos cetonios y van entrando entre las frescas y olorosas hojas, que roen y destrozan en silencio» (la descripción viene de sus Jardines de Castilla).

«En verano entenderás a Azorín mejor, porque el verano se parece a sus textos»

Puedes, qué duda cabe, hacer todo eso. Mas en verano entenderás a Azorín mejor, porque el verano se parece a sus textos. Hoy estamos acostumbrados a que un texto o bien nos cuente una historia (ay, el famoso story-telling, que tanto emociona a chamanes y politólogos), o bien nos explique algo. Yo mismo estoy tratando de explicar aquí por qué leer a Martínez Ruiz. Pero él se escapaba a esa disyuntiva tan de nuestros días. Y por eso acaso nos cueste entenderlo.

Cuando él nos describe los jardines de Castilla, pongamos de nuevo por caso, no nos cuenta ninguna historia. Solo nos lleva, como de paseo, por un parque municipal de provincias, un patio olvidado de palacete, un claustro decadente de iglesia olvidada. Visitamos los tres sitios y al final, sin más, se acaba el texto. ¿No son un poco así también nuestros días de verano? Caminamos, estamos, vemos. No hace falta mucho más. Ser útiles, ser prácticos, «aportar» (historias, explicaciones, impuestos, trabajo, ideas) es cosa de los días laborables. «Ser» es el verbo reservado a las jornadas veraniegas.

Te pongo otro caso. Piensa en un cuadro de Joaquín Sorolla, a quien asimismo conmemoramos este 2023, primer centenario de su muerte. El vínculo no es arbitrario: a ese pintor, también levantino, pertenece uno de los retratos que nos han llegado de Azorín. Contempla en tu mente, pues, los Niños en la playa, la Madre, el Paseo del faro de aquel. E imagina que ahora pregunto: ¿qué te cuentan, para qué puedes usarlos, de qué te sirven esas imágenes?

Considerarás (y harás bien) que resultan preguntas inapropiadas. Las escenas de Sorolla no están ahí para otra cosa diferente a ellas mismas, justo porque el mérito de Sorolla es mostrarnos que valen de por sí (la playa, la madre, el paseo).

Pues bien, algo igual ocurre con las estampas azorinianas. No quieras usarlas, ni siquiera disfrutarlas: limítate a vivir en ellas. El disfrute, como en la vida, vendrá después.

Estas ideas resultarán extrañas hoy, cuando un pujante mercado de arte, por no hablar de las subvenciones politizadas, nos circundan. Pero mucha meditación filosófica sobre lo artístico hizo hincapié siempre en que estaba ahí no porque nos valiera para otra cosa, sino porque servía en sí. Siempre podrás desvirtuar esa pureza, claro: comprarte una pintura solo para blasonar de posibles, o encargarte las obras completas de Azorín solo por lo bien encuadernadas que tiene las tapas. Pero bastará con que abras un volumen para que te transporte a ese lugar donde las cosas brillan por sí mismas, no porque tú las uses, tú las tengas, tú las lleves. Y eso ocurre con las rutas de El Quijote o con «una antigua y noble fuente de algún viejo palacio o caserón»; ocurre con la música de Falla, que “no vive en la edad presente, sino en el siglo XVI», tanto como con la familia que cena, reposada, «en la vieja ciudad, una vieja casa».

«Debemos a Azorín una sencilla fórmula para escribir con estilo: aprender a colocar las ideas ‘unas después de las otras'»

Vayamos concluyendo. Debemos por lo demás a Azorín una sencilla fórmula para escribir con estilo: aprender a colocar las ideas «unas después de las otras». La fórmula parece simple, pero es asimismo terrible: deslegitima de un plumazo a mucho falso imitador suyo, que confunde su estilo reposado con meros efluvios «del diario íntimo de una adolescente sueca» (Rebeca Argudo dixit).

¿Quieres seguir hoy la estela de Azorín? Entonces recuerda que, al escribir, deberás decir cosas —y, si es posible, una después de la otra—. Aunque esas cosas no tienen por qué subordinarse siempre a alguna meta mundana. ¿Quieres seguir hoy la estela de Azorín? Te traigo, para terminar, otro texto suyo (también de Lecturas españolas) que te indicará cómo has de proceder.

«Nuestro deseo sería que cada cual […] fuese por sí mismo a comprobar si lo que en las cátedras y en los libros académicos se dice que hay en tal autor, y en tal obra, existe realmente, o no existe. Así se podría formar una corriente viva de apreciación, y la literatura del pasado, los clásicos, serían una cosa de actualidad y no una cosa muerta y sin alma».

No dejes a Azorín muerto, revívelo. Como contraprestación, él te volverá un poco más vivo a ti también.

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