THE OBJECTIVE
Daniel Capó

La industrialización de la infancia

«En mi particular utopía, no existirían los centros de enseñanza y nos educaríamos en casa, entre libros»

Opinión
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La industrialización de la infancia

La industrialización de la infancia. | Alejandra Svriz

Estrenamos septiembre y con él da inicio un nuevo curso escolar. Es uno de los peores momentos del año o al menos eso pensaba yo de niño. Mi primer recuerdo, el más antiguo que conservo, es estar llorando en casa, junto a mi madre, pocos días antes de enfrentarme por primera vez a la escuela. Esa imagen me ha perseguido durante años, aunque sólo sea el reflejo de una hipersensibilidad que hoy daría pábulo a los psicólogos. Sin embargo, guardo buenos recuerdos de la etapa infantil —sobre todo de una monja, sor María Bessona, que me enseñó a leer a los tres años— y relativamente buenos de la primaria, con alguna que otra excepción por supuesto.

Con el bachillerato —que entonces duraba tres años y se llamaba BUP—, la cosa ya cambió: las asignaturas me aburrían y la mayoría de los profesores aún más. Ahora, mirando hacia atrás, pienso que faltó muy poco para que acabara engrosando las cifras del fracaso escolar. Dejé de tomar apuntes, copiaba los deberes minutos antes de empezar la clase, estudiaba para el examen en el último momento… Me pasaba las tardes leyendo y jugando al tenis —primero— o al baloncesto —después—. La lectura nos alimenta con expectativas en exceso idealizadas acerca de la vida y eso (lo vio muy bien Ernst Jünger) se paga más adelante. También es cierto que Los hermanos Karamazov nos abren un mundo que permanece cerrado para los popes de la frivolidad orgullosa. En todo caso, espero que la lectura me haya inmunizado contra la excitación de la estupidez humana. 

En la escuela se sobrevive gracias a la amistad. Eso pensé ya entonces y sigo pensándolo mucho más ahora. Al conocimiento se llega a través del amor: el de tus compañeros y el de los adultos que te acompañan. Por ello el antropólogo francés René Girard anotó, en uno de sus aforismos, que el amor cuenta porque terminamos pareciéndonos a aquello que amamos. El amor se convierte en la clave imprescindible de una buena educación. En este sentido, una cita de Borges viene a rematar un apunte de Gregorio Luri: si para nuestro filósofo sólo se puede educar desde las propias convicciones, para el escritor argentino sólo se llega a transmitir lo que uno ama verdaderamente. Por consiguiente, la crisis educativa que vivimos desde hace tantos años sería el resultado de un vacío. Ninguna burocracia puede suplantar el brillo deslumbrante de Eros. 

«En un mundo ideal tampoco existirían los exámenes, porque no juzgan lo importante ni lo evidente; a saber: que nadie es reductible a una calificación»

Desde entonces, no he cambiado mucho de opinión. En mi particular utopía, no existirían los centros de enseñanza y nos educaríamos en casa, entre libros. Jane Austen, en Orgullo y prejuicio, defiende esta misma oposición frente al rol cargante de las institutrices. Sé demasiado bien que las utopías terminan mal y que conviene alejarse de estas melancolías, pero nada excluye la primacía de la lectura. Los colegios deberían convertirse en escuelas de lectura que nos ayudasen a entender el mundo y a nosotros mismos. La densidad de cualquier cultura, su músculo moral e intelectual, depende en gran medida del poso literario acumulado, que sirve de antídoto contra los desvaríos de la historia. La lectura de los clásicos permite cultivar la interioridad de un modo que ninguna otra alternativa puede hacer. Los exámenes miden supuestamente los conocimientos, pero no la sensibilidad, el carácter o los modales. En un mundo ideal tampoco existirían los exámenes, porque no juzgan lo importante ni lo evidente; a saber: que nadie es reductible a una calificación, puesto que todos estamos llamados a mucho más.

Llega septiembre y vuelve el colegio. Sólo queda esperar que pase rápido, como los virus, y que no deje demasiadas secuelas por el camino. La peor, la pérdida del asombro que es padre de tantas virtudes. Se diría que nadie sale incólume de la industrialización de la infancia.

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