Puigdemont quiere ser Tarradellas
«Los astros se han conjurado a favor de Junts, del nacionalismo más conservador y teatrero. Casi todo cuela y se perdona en esas filas»
Está pasando. Carles Puigdemont, el expresidente nacionalista que salió huyendo en 2017 tras convocar un referéndum de independencia, se ha convertido en el español más deseado. PP y PSOE le muestran sus respetos y solicitan sus favores (los votos que harían gobernar a uno o a otro). El pacto de Estado que ofrece Alberto Nuñez Feijóo al socialismo sanchista sería sensato, o al menos conversable, en cualquier país de Europa, aunque imposible en esta España nuestra. Por eso, Puigdemont negocia una amnistía para volver, volver, volver. Sueña con entrar en Barcelona en coche oficial —si es descapotable mejor— y ser recibido por masas ondeando senyeras. Quiere ser el Josep Tarradellas del siglo XXI.
Tras 38 años de exilio, sin sueldos comunitarios ni subvenciones, aquel anciano republicano, alto, conservador y elegante, fue recibido por el presidente Adolfo Suárez. Carles quiere emularlo, sentarse en La Moncloa, con Pedro Sánchez o Alberto Feijóo (cualquier presidente español sirve) para negociar (de tú a tú) un nuevo referéndum (o algo parecido).
Hace unos meses, nadie daba un duro por el hombre del flequillo; el diputado europeo estaba en sus más bajos momentos. Hasta salía sin escolta a dar la mano a cualquiera familia catalana que llamara al timbre de su casa en Waterloo. Solo y abandonado, se parecía cada día más a su propia caricatura, la del presidente que salió huyendo en el maletero del coche de su mujer, la del político que simuló declarar la independencia.
Pocos pensaron que su probada capacidad de esperar sentado y su apuesta por abandonar el desgobierno de coalición con ERC le fuera a llevar lejos. El partido de los republicanos catalanes, el de Oriol Junqueras, estaba distraído, demasiado ocupado en convertirse en el principal socio del Gobierno de PSOE/Podemos y de mantener sus butacas en la Generalitat.
Lo que parecía imposible hace unos meses, la glorificación y vuelta a la honorabilidad de Puigdemont, ha sucedido. Los astros se han conjurado a favor de Junts, del nacionalismo más conservador y teatrero. Casi todo cuela y se perdona en esas filas, incluso montar el paripé de un Parlamento en el exilio, que ahora el expresidente acaba de disolver, igual que lo creó: a dedo.
El escenario de la nueva obra política ya ha empezado a representarse en las cámaras alta y baja de nuestra democracia. Sánchez, convertido en el rey Lear ibérico, dividirá la piel de toro entre sus hijas/hijos/hijes y gobernará la España plurinacional. Los independentistas, mientras, buscan avanzar hacia una consulta vendible entre sus fieles. Se trata de mantener los votos y, a la vez, seguir soñando con declarar la independencia de la nación que laudaron los poetas de la Renaixença en la segunda mitad del siglo XIX.
«Puigdemont, tras haber salido bien parado de las elecciones, quiere recuperar los votos de Pujol vistiéndose de Tarradellas y volver triunfante del exilio»
Solo si es necesario, si sus pretensiones no se aceptan, forzarán una repetición electoral, ya que, según los sondeos, Junts seguiría creciendo en votos. Algunos aconsejan a Puigdemont dejar que «los españoles» (esos okupas) se cuezan en su propia salsa, pero otros prefieren cargos y subvenciones en mano. Además de la amnistía, el principal objetivo del líder exiliado, que ya no tiene inmunidad, es adelantar las elecciones autonómicas, derrotar a ERC (su principal contrincante) y recuperar la Generalitat, con el maná presupuestario incluido.
En el primer acto, antes de las sucesivas y posibles investiduras, Sánchez ya ha nombrado una presidenta del Congreso —la mallorquina Francina Armengol— que se declara abierta a todas las lenguas y nacionalidades. Sin encomendarse a ningún jurista, a los dos minutos de obtener el cargo, la presidenta anunció el plurilingüismo en la cámara alta. Si alguna norma o equipo de letrados no lo remedia, pronto llenaremos el Congreso de traductores, olvidando que la lengua común la hablan todos los diputados. Al mismo tiempo, en Cataluña se seguirá impidiendo que se hable castellano en colegios públicos y universidades.
Supe que el nacionalismo conservador iba a ganar a pesar de no haber tenido protagonismo en la clandestinidad cuando mi muy catalana madre, que no había ido a una manifestación en su vida, me dijo que me acompañaba a la marcha del 11 de septiembre de 1977. Era la primera Diada verdaderamente legal, convocada a favor de la vuelta de Tarradellas y bajo el eslogan de Amnistía, Libertad y Estatuto de Autonomía. Fue la manifestación más multitudinaria (1,2 millones de personas) vivida en Barcelona. Tarradellas apareció, un año después, en la Plaça Sant Jaume, en un coche descubierto que le proporcionó Pere Portabella, director de cine y senador de la izquierda.
El anciano y educado político no duró mucho al mando. Con el catalán como bandera y el nacionalismo capitalista por estandarte, el banquero Jordi Pujol, convertido en admirado estadista español, desplazó a Tarradellas y a su partido (ERC) a un bonito lugar de la historia, el de los símbolos sin poder. Gobernó 23 años y pactó con el PP y el PSOE. Sin distingos. La única ideología era el precio a pagar.
Puigdemont, tras haber salido bien parado de las recientes elecciones, quiere recuperar los votos de Pujol vistiéndose de Tarradellas y volver triunfante del exilio. Libre de cargos. Si durante el mes de septiembre vemos la foto del líder de Junts dándole la mano a Sánchez en una sala o pasillo de la Unión Europea, podremos confirmar que el catalán pedirá la luna. Y Sánchez se la dará.