De mafias y gánsteres
«Asistimos a la configuración de una estructura de dominio que pone en manos de un líder único la adopción de decisiones, eliminando la división de poderes»
Hace apenas diez años que el sociólogo belga David Van Roybroeck hizo notar la pérdida de popularidad de la democracia a partir de principios de siglo, cuando una encuesta a escala mundial mostró que era el sistema de gobierno preferido por una gran mayoría. El desencanto había sido rápido, al mismo tiempo que se evaporaban las expectativas de Fukuyama en un «fin de la historia» tras el desplome del bloque comunista. La crisis financiera de 2007 y 2008 fue el signo de que la revolución tecnológica y el coloso con los pies de barro de un capitalismo desregulado abrían un panorama de inseguridad para las sociedades occidentales. De ella pronto fueron a su vez síntomas los movimientos espontáneos de protesta: ejemplo, la «insumisión», reflejada en nuestro 15-M de 2011.
Llegó el tiempo de «cansancio de la democracia», convertido muy pronto en degradación, del cual no solo dieron fe las encuestas de opinión, sino episodios tan ilustrativos como el vuelco de la América cargada de esperanzas con Obama a la entregada a la demagogia de Donald Trump, la crisis de los grandes partidos conservador y socialdemócrata en Francia, el auge del independentismo catalán y la irrupción de un populismo izquierdista entre nosotros, sin olvidar el Brexit, la derivas autoritarias del islamista Erdogan en Turquía, del hinduista Modi en India, del neoconservadurismo en Hungría y Polonia, y la desaparición de los últimos residuos de libertad en una Rusia de Putin lanzada hacia la restauración de un pasado imperialista.
La primavera árabe de 2011 alumbró solo el espejismo de la democracia, seguido inmediatamente de la frustración y de la guerra, con el Estado islámico al fondo. Si cruzamos de nuevo el Atlántico, en dirección de la América Latina, la imagen cobra aun tintes más oscuros. Tiempo de populismos. El único balance positivo se da en China, pero solo en el plano económico, fortaleciéndose incluso bajo Xi Jin Ping el carácter totalitario del régimen comunista. Paralelamente, tuvo lugar una crisis de hegemonía, arruinando el sueño del siglo americano que alentaba el círculo neoconservador en torno a George Bush Jr., erosionado primero por la entrada en escena del islamismo terrorista, y puesto en cuestión abiertamente por el ascenso de los dos imperialismos agresivos de China y Rusia.
La prolongada incidencia de la covid no hizo sino agravar la situación, en especial para los países del Tercer Mundo. El empeoramiento de unas condiciones de vida sumamente precarias se tradujo en una ruptura de los equilibrios políticos, ya antes muy deteriorados, y en la consiguiente quiebra de la tutela ejercida por Estados Unidos en Latinoamérica y por Francia en África. Aquí la creciente presencia del Estado Islámico y del expansionismo militar de Putin, hacen el resto. La sustitución de democracias híbridas por dictaduras pretorianas es la orientación en curso.
América presenta otro panorama, muy diferente pero no menos angustioso. Incluso para países como Argentina, ya habituados a crisis cíclicas, pero donde la actual se presenta con singular acritud en el planteamiento y en las soluciones. Sobre ese telón de fondo que integra al infierno encabezado por los redentores de oficio —Cuba, Venezuela, Nicaragua—, la nueva fórmula explosiva en Latinoamérica parece reunir un ingrediente tradicional exacerbado, la miseria popular, con la conquista del poder político por las mafias del narcotráfico. Un fenómeno complejo, que merece ser seguido con atención.
No es una novedad, ni en Europa ni en la América hispana, que en su crecimiento el narco busca y logra con frecuencia su feliz integración en el sistema político. La historia de la mafia en Italia es la mejor prueba de ese intento y de su éxito, por lo menos transitorio, así como de sus trágicas consecuencias. En otro sentido, el caso de México ilustra las enormes dificultades de desarrollar una guerra abierta al narco, dada la presencia de éste, como en Italia, en el aparato de Estado, singularmente en la policía y en la judicatura. Hoy por hoy no es fácil emitir un diagnóstico sobre ambas situaciones.
Lo que sí puede asegurarse con certeza es que en países como Ecuador y Guatemala se está dando un paso más: el control de la corrupción ligada al narco sobre los procesos políticos. Son países, al igual que Perú, y hasta cierto punto Colombia, donde la miseria induce al crimen, hasta el punto de que las cifras de delitos suben exponencialmente y los ciudadanos —desde hace poco en Ecuador— se encuentran sometidos al dilema de quedarse en casa, fortificarse o asumir el riesgo de asomarse al espacio público. El asesinato de Villavicencio en Ecuador es un claro síntoma, y lo es más la negativa del establishment corrupto de Guatemala a aceptar la abrumadora victoria electoral del socialdemócrata Rodolfo Arévalo. Estaríamos en camino del Estado-mafia, sustituto del dominio oligárquico tradicional.
«Más que caudillismo, lo de Sánchez sería un sultanismo, y si queremos un punto de referencia contemporáneo, el comportamiento propio de un gánster»
Como contrapunto, a nivel mundial, fracasan una tras otra las alternativas. El estallido de la primavera árabe en 2011 suscitó la falsa expectativa de que las nuevas formas de comunicación hacían posible una movilización pacífica, capaz de convertir las dictaduras en democracias. Desde entonces, el espejismo se ha disipado, porque la misma revolución tecnológica permite al Estado proceder al sofocamiento de los demócratas. La propia evolución de Egipto mostró el alcance de esa frustración y su muestra más clara es la reconducción de las esperanzas generalizadas de los cubanos al presidio político también generalizado —evoquemos a José Martí— que restaura el castrismo tras el 11 de julio de 2021. Otro tanto cabría decir del aun más reciente aplastamiento de la revolución del velo en Irán.
La degradación política en nuestras sociedades opulentas sigue otro camino, aunque también es perfectamente detectable. También en ellas la respuesta a la inseguridad puede consistir en una deriva autoritaria, la cual, en el límite, tal y como advierte Francesc Carreras para España, llega a representar una «corrosión» de la democracia. Solo que el poder no admite el vacío, y la vocación de ejercer un monopolio de ese poder desde un marco democrático, requiere una modificación sustancial del régimen que sirve de plataforma para el intento, asociado siempre, como en sus antecedentes más lejanos en la historia, al propósito de perpetuarse en el gobierno.
Aquí la referencia para la España de Pedro Sánchez no sería una trama mafiosa, sino una forma excepcional de poder personal. Asistimos a la configuración de una estructura de dominio que pone en manos de un líder único el mecanismo de adopción de decisiones, eliminando la división de poderes y ejerciendo el monopolio de la comunicación política, con un partido-Estado como soporte burocrático y dirigido a la eliminación de todo oponente de manera implacable. Esta última dimensión psicológica resulta imprescindible a efectos de suprimir de antemano cualquier pluralismo que pudiera cuestionar su supremacía, en el partido propio y en el sistema político. Y en la medida que esa absolutización del poder es el objetivo principal, ha de justificarse mediante una visión maniquea que coloca el otro en la posición de agente del Mal, a aniquilar políticamente.
Sin el contenido criminal clásico, y dada la pretensión de no alterar en la forma el orden legal vigente, estaríamos ante una forma de poder que desborda los límites habituales de la clasificación de poder.
Más que caudillismo, sería un sultanismo, y si queremos un punto de referencia contemporáneo, libre de las citadas connotaciones negativas, el propio de un gánster que controla de modo riguroso y sin fisuras su espacio de dominación, así como todos los agentes que intervienen en el mismo. La comparación con el gánster es pertinente, no solo porque la acción y el discurso del Líder se encuentran disociados de los intereses reales del país, en el núcleo de sus planteamientos, sino por la peculiar relación con un orden jurídico que necesita controlar, justamente para funcionar vulnerando sus exigencias —la invención en curso de la amnistía lo ilustra a la perfección—. Pedro Sánchez necesita el Constitucional, pero no como garante de la juridicidad del sistema, sino del mismo modo que el Padrino necesitaba al personaje interpretado por Robert Duvall. El Estado de Derecho quiebra, y de paso el propio Estado corre el riesgo de quebrar.