THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Amnistía: una merecida humillación

«Por más que la Transición se vendiera como un éxito, los españoles no hemos sido capaces de promover una cultura favorable al orden democrático»

Opinión
26 comentarios
Amnistía: una merecida humillación

El expresident de Cataluña Carles Puigdemont. | Europa Press

Tras el órdago de Carles Puigdemont, la duda que se ha instalado en la opinión pública no es tanto si lo que exige este delincuente tiene un encaje legal, como si Pedro Sánchez (en realidad, el Partido Socialista) acabará encajándolo a martillazos para mantenerse en el poder. Después de todo, el propio Alberto Núñez Feijóo, evitando eso sí nombrar a la bicha, estaba dispuesto a «dialogar» con Junts per Catalunya para sacar adelante su investidura.  

Que pueda haber no una mínima duda, sino una sospecha bastante razonable de que exigencias tan mostrencas acaben siendo satisfechas en cualquier medida, revela hasta qué punto la democracia española se ha desvirtuado. Pero, sobre todo, pone de relieve cómo la sociedad ha asumido que el disparate legal es consustancial a la política española, porque la delincuencia no es delincuencia cuando entre políticos y sus intereses anda el juego. Porque tal y como sentenciaba otro miserable personaje, los problemas políticos requieren soluciones políticas, no sentencias judiciales. 

Podemos hacer cábalas sobre si Puigdemont sobreactúa en público para partir de una posición de máximos que le asegure otras contrapartidas más factibles en privado. Pero esta distinción es, en el fondo, irrelevante. Por más que el juego que se traen entre manos los nacionalistas persiga objetivos más o menos ambiciosos, el resultado es el mismo. La obtención de ventajas, prebendas y favores a costa de desvirtuar el orden democrático y el Estado de derecho.    

Además del sufragio universal, el sistema democrático tiene una serie de condiciones, como la separación de poderes, que es la más desafiada por quienes aspiran a gobernar sin restricciones y con total impunidad, como es el caso de Carles Puigdemont y, en general, de los nacionalistas catalanes y vascos. Pero no son los únicos. A menudo los políticos buscan abrir brechas en el sistema de salvaguardas democrático para que su voluntad de poder no se vea restringida. Lo que nos advierte de una condición que, aunque no esté escrita, determina el buen o mal funcionamiento democrático: la cultura, es decir las convenciones, usos y costumbres que anidan en la sociedad y, por consiguiente, en sus políticos.

Existe la tendencia a considerar que los males que afligen a la política española tienen su origen en una simple cuestión de diseño y que bastaría con eliminar las ambigüedades constitucionales, reformar la ley de partidos y la ley electoral para que la colusión de los grupos de interés que nos está arruinando no campe por sus respetos. Lamentablemente, estas reformas sólo podrían llevarlas a cabo precisamente los mismos grupos de interés que no tienen, y valga la redundancia, el menor interés en hacerlo. Lo que da lugar a un círculo vicioso. Poner el cascabel a los grupos de interés sólo pueden hacerlo los propios grupos de interés. En consecuencia, la solución del rediseño resulta inaplicable.

«Aun con las mejores salvaguardas, si la cultura que impera en un país es contraria al control del poder, los políticos podrán sortear cualquier contramedida»

Esta imposibilidad de reformar el modelo político supone una frustración para sus promotores, pero al mismo tiempo les permite idealizar la alternativa de la reforma en la medida en que cuanto más se resiste el sistema, tanto más pertinentes e infalibles se demuestran sus propuestas. Ocurre, sin embargo, que la única manera de comprobar realmente que algo funciona es poniéndolo a prueba, no mediante suposiciones teóricas, por muy bien argumentadas que estén o por pertinentes que parezcan.

Esta idealización del modelo político tiende a ignorar que las democracias que funcionan aceptablemente en otros países y que, en consecuencia, podemos considerar más ejemplares no son mejores porque estén bien diseñadas. El orden de los factores es justamente el contrario: funcionan mejor porque su diseño refleja las convenciones, tradiciones y costumbres de esa sociedad. Así, el sistema electoral británico puede parecernos el más confiable. De hecho, para los británicos lo es. Pero trasplantado a un país donde impera el caciquismo, no es descartable que acabara promoviendo la aparición de un cacique por cada distrito. 

Del mismo modo, si la costumbre es que los miembros del Tribunal Constitucional sirvan a los intereses partidistas, dará igual lo perfecta o imperfecta que sea la Constitución porque los políticos podrán desvirtuarla, incluso conculcarla en la práctica. Quiero decir que, aun con las mejores salvaguardas, si la cultura que impera en un país es contraria al control del poder, los políticos podrán sortear cualquier contramedida. Y lo harán sin que los ciudadanos en su conjunto se muestren especialmente alarmados, si acaso se alarmará una parte, mientras que quienes se creen beneficiados tenderán a justificarlo.

Resulta irritante que un personaje como Puigdemont se haya convertido en la clave de bóveda de la gobernabilidad de España. Pero nada sucede por casualidad. Si hemos llegado a esta humillación no es sólo por el oportunismo de los nacionalistas y el descubrimiento por parte de la izquierda de que, aliándose con ellos, podía establecer un cinturón sanitario alrededor del centro derecha y así acaparar el poder. 

Por más que la Transición se vendiera como un éxito, lo cierto es que los españoles no hemos sido capaces de promover una cultura favorable al orden democrático. Y no me refiero sólo a una supuesta cultura política que, con el tiempo, hubiera mejorado la Constitución, sino a esas actitudes que determinan la calidad de una sociedad. Muy al contrario, los partidos, con la inestimable colaboración del público, han exacerbado pésimas costumbres, como el caciquismo, el clientelismo y la extrema dependencia del poder. Así que, por muy irritante que resulte, la humillación de Puigdemont no es más que otra excrecencia de una cultura que, si bien la Transición dio por finiquitada, jamás desapareció y que ahora, si no media un milagro, Pedro Sánchez llevará hasta sus últimas consecuencias.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D