Lo más importante de una biblioteca no es su nombre
«Pese a que muchos se empeñen por las querellas partidistas, a las bibliotecas les queda bien el gris de frontera donde cabe de todo y de todos»
Hace unos días corrió como la pólvora entre la opinión publicada progresista la noticia de que el Gobierno autonómico de La Rioja pretendía retirar el nombre de Almudena Grandes de la Biblioteca provincial. Se trata de un episodio más de la batalla cultural nuestra de cada día. El escándalo fue mayúsculo —con seguridad lo fue más fuera de la región que dentro—, aunque el consejero del ramo quiso dejar claro que consideraba a Grandes como una clásica contemporánea que había que leer. Es más, señaló que el mejor homenaje era acudir a sus obras. No se veía animadversión en sus palabras, ni tan siquiera parecía la típica mentira electoralista.
La restauración tenía, de hecho, su lógica porque el cambio había sido una decisión discutible al calor del fallecimiento de la autora y las polémicas madrileñas sobre su divisiva figura por antiguos textos de opinión bastantes zafios y de escaso interés por el pluralismo ideológico. Fue entonces cuando el socialismo riojano aprovechó un bisabuelo para honrarla en la región, dijeron entonces, por su defensa de la memoria democrática. La paradoja se cuenta sola en esta España multinivel que quiere huir de la centralidad madrileña. La arbitrariedad era evidente. A uno que le apasionan los libros y las bibliotecas no le gusta demasiado jugar con estos espacios. Y estamos hartos de descubrir cómo se manipulan a lo largo y ancho de la geografía del país, con censuras varias —directas o indirectas— desde todos los ámbitos del espectro ideológico. Lo importante de un biblioteca es lo que hay dentro, no los rótulos de fuera.
Leer es una forma privilegiada de conocer y reconocerse. Cualquiera que haya construido una biblioteca, por mínima que ésta sea, sabe que es una verdad irrebatible. Y lo es tanto para una biblioteca personal como para una pública. Lo explicaba el escritor turco Enis Batur en su breve ensayo Las bibliotecas de Dédalo (Errata Naturae): ¡mostradme vuestra biblioteca y os diré como sois! Por esta misma razón, cada vez que me invitan a una casa intento escudriñar las estanterías en busca de los posibles títulos que han marcado la vida de mis anfitriones. No solo de los adultos, también me gusta perderme entre los desordenados libritos de los más pequeños. Los libros reflejan experiencias y recorridos. El lector va transformándose constantemente a través de vivencias y lecturas. Muchas veces, ambas confluyen en una página perdida, porque todo libro siempre termina por encontrar a sus lectores ideales.
«Hace más por la cultura un consejero recomendando leer a cualquier autor que poniendo su nombre en la puerta. Lo demás no deja de ser intereses espurios»
Alberto Manguel lo ha señalado en numerosas ocasiones: una vida sin libros es inimaginable, como una vida sin cuerpo o sin los cinco sentidos. Perderse en una biblioteca cualquiera, aunque sea la propia, seguirá siendo una metáfora maravillosa de la vida errante. Deambular o husmear entre sus anaqueles es recorrer un universo tan desconocido como acogedor y siempre es una aventura la posibilidad conformar una biblioteca de Alejandría en miniatura. Leer también es habitar un país extraño distinto de nuestra cotidiana realidad. Los libros nunca serán reliquias pasadas, ya que favorecen un hondo extrañamiento y nos entrenan en las principales habilidades de la imaginación moral. Pese a que muchos se empeñen por el blanco y negro de las querellas partidistas, a las bibliotecas les queda bien el gris de frontera donde cabe de todo y de todos.
Leer es conversar y establecer un diálogo constante entre mundos que se encuentran fuera del tiempo. Un lector inteligente como el mexicano Gabriel Zaid lo ha tenido siempre en cuenta: en la experiencia libresca nos encontramos con un maravilloso archipiélago de felicidad y libertad. Nunca unos objetos tan silenciosos y frágiles lograron montar tanto ruido. Las bibliotecas se organizaron para recordar este hecho y uno no puede imaginarse un Paraíso habitable similar, mientras mira de reojo un sinfín de obras que jamás podrá leer. Hace más por la cultura un consejero recomendando leer a cualquier autor que poniendo su nombre en la puerta. Lo demás no deja de ser intereses espurios.