La ley, ese obstáculo a la convivencia
«Si algo ha caracterizado a los actores de cuya mano quiere ganar Sánchez de nuevo su investidura es creerse ontológicamente al margen de las reglas comunes»
Viendo las reacciones del conglomerado político-mediático que postula la reedición de la coalición de gobierno liderada por Pedro Sánchez a las más que fundadas dudas de constitucionalidad de la amnistía que le brindaría la presidencia, bien podría servirle de lema colectivo el aserto que sirve título a esta columna: la ley, ese obstáculo a la convivencia.
Porque no son sólo las dudas de legitimidad y legalidad que presenta el colocar tan disolvente artefacto en los pilares del Estado de Derecho lo que hace saltar los resortes del conglomerado citado: la mera invocación del ordenamiento constitucional o un simple pronunciamiento del Tribunal Supremo o del Tribunal Constitucional que roce a los eventuales beneficiarios del inconsensuado perdón ya despierta las suspicacias: «El Supremo revisará los recursos contra los indultos del procés en pleno debate sobre la amnistía que reclama Junts»; «El Tribunal Constitucional, de nuevo, en el ojo del huracán político [por inadmitir el recurso de Puigdemont contra su orden de detención estando Sánchez en tratos con él]».
Más desinhibida, como siempre, la Generalitat catalana cuando se trata de despreciar institucionalmente la ley, que, a través de su consejera de la Presidencia, ha «denunciado» que la justicia pudiera incurrir en «injerencias» en las decisiones del poder legislativo, refiriéndose, claro está, a una eventual ley de amnistía: la «justicia no se tiene que inmiscuir en temas políticos» tiene rumbosamente declarado.
Todas estas críticas al Derecho y a la función jurisdiccional como límite a la actuación poder político vienen de antiguo, pero han hecho fortuna en el maltrecho entendimiento mediático de lo que sea una democracia desde que, de la mano de Pedro Sánchez, las maneras decisionistas del golpe independentista de 2017 se trasladaron a la política nacional. Ya entonces era moneda corriente criticar el procesamiento y posterior enjuiciamiento de los cabecillas de la asonada catalana con el delirante argumento de que la actuación jurisdiccional no iba a servir para dar respuesta política a las reivindicaciones de la parte de la ciudadanía catalana empática con la subversión; que los conflictos políticos no deben judicializarse y que a los comportamientos políticos corresponde —desde el Estado se entiende— una respuesta política, no jurídica ni judicial.
Permítaseme el símil garbancero (por otra parte, a la altura de la embrutecida teoría de la «desjudicialización») trasmutando el concepto de política por el de gastronomía: sancionar a los cocineros que intoxican a sus clientes incumpliendo las normas de higiene no es judicializar la gastronomía; porque esos controles sanitarios no están para impedir que los tugurios ganen una estrella Michelin, sino para prevenir y evitar envenenamientos, incluso los que se pueden cometer en nombre de la alta cocina. Evidentemente —irrita tener que decirlo en el contexto de una democracia moderna— los Tribunales no están para atender ni regularizar demandas o comportamientos que desborden las reglas del juego democrático —ni aún en nombre de la política— sino para garantizar que esas reglas se cumplen por todos los que a él concurren.
«Si de algo sirvió el juicio del procés es que se erigiera ante la opinión pública como un excelente ejercicio de pedagogía democrática»
Porque el Derecho para el representante público no es una opción, no es una más de las herramientas entre las que puede elegir para la consecución de sus objetivos políticos, sino que es el cauce por el que su actuación ha de discurrir y a su vez su linde. Y cuando ese linde se transgrede tiene lugar la respuesta legal y judicial, que no busca proveerle de un nuevo cauce a su medida, sino reconducir aquella actuación al suyo natural.
Si de algo sirvió el juicio del procés —y fue tristemente malogrado por la despótica concesión de los indultos y lo será más si se acaba promulgando una amnistía— es que se erigiera ante la opinión pública como un excelente ejercicio de pedagogía democrática; en la plasmación práctica del binomio de pedagogía y ley. El procedimiento judicial como paradigma de la confrontación y derrota de una élite política renuente durante décadas a acatar los principios ilustrados de legalidad e igualdad en su condición de ciudadanos comunes, sometidos —como todos— al imperio de la ley.
Tan profundo es el desentendimiento de estos rudimentos, que toda una vicepresidenta se desplazó al extranjero a pactar el gobierno de España con un perseguido penalmente al que ofreció la abrogación de la ley, y lo hizo enarbolando como herramientas de negociación —dijo— «el diálogo y la democracia»; como si ésta no tuviera por pilar fundamental el imperio de la ley. Porque si algo ha caracterizado —y sigue caracterizando— a los actores de cuya mano quiere ganar Sánchez de nuevo su investidura es creerse ontológicamente al margen de las reglas comunes.
Inmunes no por lo que hicieron, sino por quiénes son, lo que los lleva a desacatar aquellas reglas por razón de su origen, pretendiéndolas extrañas o impuestas. Como si ellos mismos, los partidos en que militan, presentes en las Cortes, y los ciudadanos que representan no hubieran sido partícipes en algún momento en su aprobación. «Democracia y diálogo» como escudo frente a la ley; como si la ley no fuera otra cosa que el producto de un diálogo previo, el diálogo reglado e institucionalizado entre actores legitimados democráticamente; el diálogo parlamentario —valga el pleonasmo— que fructifica en el acuerdo que se plasma en la norma que precisamente quieren ignorar. Eso es la democracia y su regla de oro que permite precisamente convivir: el imperio de la ley.