Allende, Neruda, Edwards, Pinochet y su señora
«Desprecio a los canceladores, a los ofendiditos, y en cuanto empiezan a linchar a alguien, de forma automática simpatizo con el réprobo. No me gustan las jaurías»
No cancelo a nadie, a nadie. Ni a Ruano por haber sido tan venal, ni a Picasso por machista redomado, ni a Neruda por estalinista activo. Y no sólo no cancelo: además desprecio a los canceladores, a los ofendiditos, y en cuanto empiezan a linchar a alguien, de forma automática simpatizo con el réprobo. No me gustan las jaurías.
Desde hace unos años a Neruda se le cancela, más que por su Oda a Stalin, o por el poder que detentó sobre el panorama cultural de su época (véase los primeros capítulos de Nicanor Parra, rey y mendigo, de Rafael Gumucio), por el episodio que cuenta en Confieso que he vivido, cuando, estando como cónsul en Ceilán (hoy Sri Lanka), violó a una empleada doméstica de la casta de los intocables. La joven desvalida soportó la agresión adoptando una rigidez de estatua.
Horrible. Bueno, Neruda lo cuenta con discreta vergüenza, y admitiendo haberse hecho acreedor al desprecio de su víctima, cincuenta años después de los hechos, póstumamente, y otros cincuenta años después salen las inquisidoras de chichinabo a reprochárselo. Neruda ya no es un poeta más o menos importante, sino sólo un cerdo.
Es repugnante la gente que se ceba en quien confiesa una vileza, dice Dostoievsky en Crimen y castigo.
Todo esto viene a que se cumplen 50 años del golpe de Estado del general Pinochet y otros entorchados, con el respaldo cómplice de la CIA, contra el Gobierno de Salvador Allende.
«Sitiado en el palacio de la Moneda, Allende tuvo la postrera elegancia de suicidarse antes que caer en manos de los sublevados»
Allende había sido elegido democráticamente pero, en primer lugar, había nacionalizado el cobre y otros recursos naturales, expropiando a las compañías norteamericanas propietarias de las minas; esto era intolerable para el Gobierno de Washington, para el que las democracias son respetables sólo cuando benefician sus intereses económicos (léase Tiempos recios de Mario Vargas Llosa).
Y en segundo lugar Allende conducía el país hacia el socialismo o sea la ruina. Sitiado en el palacio de la Moneda, tuvo la postrera elegancia de suicidarse antes que caer en manos de los sublevados. Pocos días después falleció Neruda, de muerte natural, según parece. Dos años antes había sido distinguido con el premio Nobel.
La represión fue cruel y pavorosa. Fue un trauma para mi generación, o por lo menos para los elementos idealistas y demócratas de mi generación (en la que también había, claro está, muchos semovientes que ni sentían ni padecían ni pensaban, como en todas las generaciones), que mientras esperábamos la muerte de Franco vimos en el golpe de Chile un calco del Alzamiento del 36 y un mal presagio para el futuro de España.
Ahora, revisando fríamente el pasado, parece que Allende y su gabinete llevaban el país al naufragio. Ello no justifica los crímenes de la junta militar. Ni el mal gusto pequeñoburgués del dictador.
Me pierde la estética, y tanto o más que los asesinatos de la DINA me ultrajó, poco después del golpe, y cuando circulaban las noticias sobre asesinatos y desaparecidos, el reportaje de varias páginas en Paris Match donde la oronda señora Pinochet, née Lucía Hiriart, posaba en su casa, vestida de Chanel. Se la veía a doble página, sentada en su sofá de tapicería floreada, como cualquier petarda de Hola!, bien a la vista las bandejas de plata y la vitrina de las figuritas de porcelana, todo muy limpio y convencional, y contaba que «Augusto» (Pinochet) trabajaba demasiado, día y noche, en bien de los chilenos, y que en casa era un hombre tierno y cariñoso, un marido ideal, etc. etc.
«Pinochet, para que se le permitiera volver a ‘morir’ en su país, fingió estar inválido»
Esta repugnancia estética que sentimos viendo el reportaje de Paris Match se redobló, décadas después, cuando supimos que ella había alentado y empujado a su marido a encabezar la traición. Y se recontraconfirmó cuando el ya anciano Pinochet llegó a Santiago, procedente de Londres, escapado de la lazada que en nombre del derecho internacional le había tendido el juez español Baltasar Garzón (que luego sería expulsado de la magistratura).
El anciano general, para que se le permitiera volver a «morir» en su país, fingió padecer Alzheimer y estar inválido, y se mostraba en silla de ruedas, con carita tristona, abatido, desvalido…
…Pero en cuanto le bajaron del avión en el aeropuerto de Santiago, se levantó de la silla de ruedas, se echó a andar y saludó militarmente a su público. Aquello era como decir —lo entendimos todos…: «¡Engañé a esos hideputas!»
Así contó la enviada especial de Abc la escena: «El pasajero, en silla de ruedas, enfermo y lleno de achaques, desciende del aparato en un montacargas. Una vez en suelo patrio, ni los males de la columna ni la artritis impiden que el senador se incorpore. Los jefes militares, exultantes le abrazan. Y ante las cámaras y el asombro de medio mundo, sonríe, camina, saluda y besa a sus familiares. No le falta la memoria y reconoce a todos. Lágrimas, vítores y aplausos. De fondo, marchas militares en honor del anciano general».
Menudo hombre de Estado. Vaya Adenauer, vaya Churchill. Que se cargase la democracia, que su Junta asesinase a miles de sus conciudadanos, vaya y pase. Pero ¡que un militar finja estar enfermo para provocar compasión y escapar de una encerrona, no, eso ni tiene nada que ver con las virtudes castrenses! ¡Eso no tiene perdón! ¡Es más imperdonable que lo de Paris Match!
«Neruda tenía una relación directa y privilegiada con la musicalidad de la lengua española»
En fin, dejemos a estas escorias de la vida y volvamos a Neruda. Le leí con gusto, de joven; me gustaba más Residencia en la tierra que Tercera residencia y otros libros posteriores, y aunque su facilidad y autoindulgencia no aguanta muy bien las relecturas, por no hablar de su aspecto político-doctrinal que tanto le perjudica, es obvio que tenía una relación directa y privilegiada con la musicalidad de la lengua española.
Contaré sobre él una anécdota que le realza y que me parece significativa de aquellos tiempos:
En Adiós, poeta, el libro que dedicó a Neruda, al que tanto admiraba, Jorge Edwards cuenta que Fidel Castro, después de expulsarle de Cuba (confer Persona non grata), escribió a Allende alertándole de que en el servicio diplomático chileno se había colado un peligroso liberal, Edwards, y que haría bien en despedirlo.
Pero, lo que es el factor humano: Edwards era miembro de una de las familias más ricas de Chile, pero el comunista Neruda apreciaba mucho su amistad y al enterarse de que Castro le había echado, le ofreció un puesto importante en la embajada de París, que él dirigía. Allende se enteró de las intenciones del poeta y le escribió, prohibiéndole que le contratase.
En vez de obedecer, lo que hizo Neruda fue apresurar a Edwards para que se incorporase rápidamente a la embajada de París, mientras él fingía no haber recibido aún la carta del presidente. Una vez Edwards en París y bajo contrato, a él le sería mucho más fácil resistirse a las presiones de Allende. Así se hizo.
Como me caía bien Edwards, extiendo mi simpatía a Neruda por este gesto.
Cierto que éste, precisamente en Confieso que he vivido, cuenta cómo ayudó a evadirse al muralista David Alfaro Siqueiros, preso en México por un intento fallido de asesinar a Trotski, y que, leyendo entre líneas, deduzco que el mismo Neruda estaba complicado en la intentona. Pero Trotski no me puede caer peor. Así que…
Resulta que Neruda es uno de los pocos poetas que nunca han decaído en la preferencia de las generaciones sucesivas, gracias a su libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada. «Puedo escribir los versos más tristes esta noche / escribir, por ejemplo: la noche está estrellada / y tiritan azules, los astros a lo lejos…». Etc., etc. ¿Quién no ha leído esto? «Ya no la quiero, es cierto, pero ¡cuánto la quise!». Gracias a este poemario, Neruda no ha pasado por el purgatorio del olvido en el que, como es sabido, caen todos los autores, por más populares que hayan sido, en los años posteriores a su fallecimiento.
A los jóvenes enamorados les hablan, les emocionan, les acompañan y consuelan estos poemas de amor.
A mí… la verdad, no tanto. Prefiero algunas cosas de Residencia en la tierra o de Estravagario.
Pero a mi criterio no me aferro. Pas à la jeunesse. Elle a aussi le droit de se tromper.