La única forma de ganar a la izquierda
«Constituirse en una auténtica alternativa es tan sencillo como dejar de mirar al adversario y estudiar los problemas reales para proponer soluciones creíbles»
Cada vez que se desencadena una oportuna polémica, la conclusión más habitual es que la izquierda trata de ocultar con ella alguna tropelía. Esta conclusión, en principio, tiene lógica. Pero cuando las polémicas son constantes y se suceden de forma tan vertiginosa, hasta convertirse en el leitmotiv de la política, la teoría de la cortina de humo se queda bastante corta.
Es verdad que tiene sentido identificar las polémicas aparentemente alternativas como una estrategia de distracción cuando ciertamente las tropelías existen. Al fin y al cabo, capturar la atención del público con asuntos que por chuscos que parezcan son anecdóticos y no reflejo de ninguna opresión estructural, incita a la sospecha. Sin embargo, soy de la opinión que esta estrategia no es una cortina de humo, aunque pueda también cumplir la función de distraer. Más bien, al contrario, pienso que sirve para hacerse omnipresente, imponer los enfoques que interesan, ignorar los que son desfavorables y dominar el debate político.
La idea de la cortina de humo se queda corta porque lo cierto es que la izquierda ha logrado que sus propias criaturas, sus particulares invenciones se conviertan en el epicentro de la política. Nos obliga a participar de polémicas en las que se sabe imbatible… y también inimitable, por más empeño que pongan en colindar con sus dogmas sus adversarios más necios. Como un programador de videojuegos, la izquierda nos sumerge en un mundo virtual donde las reglas son suyas, porque las líneas de código están escritas de su puño y letra, convirtiendo la política en una sucesión de alertas morales que, a modo de pantallas, debemos ir superando si queremos progresar.
Sin embargo, erigirse en la campeona de las causas morales no sólo es la forma que tiene la izquierda de dominar del debate. En efecto, también sirve para obviar su inanidad en asuntos mucho más desafiantes y auténticos, como el alarmante empobrecimiento económico, el endeudamiento sin fin, la quiebra técnica del sistema de pensiones, el encarecimiento del coste de la vida, el desempleo, la crispación política y las tensiones territoriales. De ahí la confusión con la cortina de humo.
«Las propuestas en bienestar de la izquierda se reducen a una caridad colectiva, que rara vez se sustancia en algo más que propaganda»
Sin embargo, lo que la izquierda impone con este carrusel de pánicos morales es una disyuntiva claramente política, aunque falaz: elegir o el bien moral que ella encarna o el infierno que sus adversarios representan. Frente este enfrentamiento falaz entre el bien y el mal, las consideraciones meramente materiales palidecen y los adversarios se deshumanizan. En cierta manera, la forma en que se plantea este dilema recuerda a la estrategia del reino marroquí que, incapaz de promover la prosperidad, ofrece a cambio a sus súbditos el ideal nacionalista del Gran Marruecos. De tal suerte que, si bien no alimenta su cuerpo, engorda su espíritu.
Lo que vemos no son cortinas de humo, es la principal cualidad de la izquierda. La capacidad para convertir sus postulados en un poderoso remolino que primero arrastra a los adversarios y después los transforma, o bien en su imagen especular, o bien en su patético reflejo. El caso es que unos y otros son engullidos por el torbellino del juego.
Pero, como apuntaba al principio, esta fortaleza tiene una gran debilidad: resultar incompetente en todas las materias que dependen de los hechos y no de supuestos buenos deseos. Por eso la izquierda, más allá de los estandartes del feminismo, el ambientalismo, el antifascismo y el identitarismo, es absolutamente incompetente. Poco o nada tiene que ofrecer. Sus propuestas en bienestar se reducen a una caridad colectiva, que rara vez se sustancia en algo más que propaganda («no vamos a dejar a nadie atrás»), y la promesa de un resarcimiento supuestamente a costa de los ricos que invariablemente se traduce en más y más pobreza porque al final todos somos expoliados.
Pero hay un matiz importante. La izquierda ya no es incompetente tanto porque sus ideas estén equivocadas, como sucedía en el pasado, como por haber descubierto que la prosperidad es peligrosa puesto que la convierte en prescindible. Esto significa que el decrecimiento económico, la pérdida de bienestar y la renuncia forzosa a ciertos estilos de vida no sólo son consecuencia de su incompetencia sino objetivos coincidentes con sus intereses.
Descubierta la trampa y desentrañado su funcionamiento parece evidente que constituirse en una verdadera alternativa requiere inteligencia, trabajo, determinación y, sobre todo, el convencimiento de que es necesario cambiar el juego, no dedicarse a agradar a quienes se han enganchado a su dinámica, ni tampoco lanzarles severas admoniciones. Simplemente, proponer un juego muy diferente, con reglas distintas, suficientemente atractivo, bien elaborado, convincente y, por qué no, ilusionante.
«Millones de personas están más preocupadas por las carencias de la alternativa que por lo que pueda llegar a hacer Sánchez»
Por supuesto, no se puede cambiar el juego jugándolo, sea mimetizándose con su entorno, sea desafiándolo. Hay que abandonarlo, salir de él. Dejar de lado la creencia de que ese mundo virtual no puede ser desechado, porque la sociedad está tan acostumbrada a él que dejar de jugarlo resultaría contraproducente. O, al contrario, que hay que usar sus reglas a nuestro favor y recurrir a las mismas armas de la izquierda, lo que nos convertiría en su imagen especular. En ambos casos el juego seguiría siendo el mismo y, en consecuencia, la izquierda conservaría su ventaja. Porque, no lo olvidemos, es su criatura.
En España estamos tan acostumbrados a que la política sea una confrontación, no ya de ideas sino de juicios morales, que hasta los jugadores más avezados parecen incapaces de sobreponerse, llevar la iniciativa y proponer una idea de país que, de una forma u otra, no esté condicionada por este pésimo ambiente.
Millones de personas, bastantes más de lo que algunos creen, están más preocupadas por las carencias de quienes se postulan como alternativa que por lo que pueda llegar a hacer la izquierda, el Partido Socialista o Pedro Sánchez. Después de todo, intuyen que sin resolver lo primero, lo segundo no tiene solución.
En el fuero interno de esas personas existe el convencimiento de que hace falta una profunda transformación, un cambio de juego para que el futuro deje de ser desolador. Posiblemente, muchas de ellas no tengan claro o incluso estén equivocadas sobre el sentido o la manera en que debería acometerse ese cambio, pero su trabajo no consiste en averiguarlo y acertar. Para eso se supone que están los políticos. No para generar más confusión con ambigüedades y contradicciones que causan estupor, porque lo único que cabe en su cabeza es el turnismo, esa creencia de que al gobierno se llega simplemente porque toca, ni tampoco empeñarse en llevar el juego a su apoteosis.
Constituirse en una auténtica alternativa es tan sencillo como dejar de mirar al adversario, no caer en sus provocaciones, estudiar y trabajar los problemas reales para proponer soluciones creíbles con enfoques diferentes. No usar como argumento lo peligroso que es el otro, sino ignorarlo, trabajar argumentos propios y así poder decir al público: esta en mi visión, mi idea de país. Si te parece ilusionante, sígueme.