La poesía de Alejandro Simón Partal
«¿Por qué no podríamos sentirnos tentados de inferir y extraer el sentido de nuestra vida a través de la expresión literaria de una experiencia ajena?»
Podría parecer una obviedad, pero sigue siendo un gran secreto que la sangre de la poesía es la alegría, del mismo modo que la propia poesía es la sangre de la literatura, y que nada que no contenga poesía va a tener mucho que hacer en el futuro dentro del corazón de los lectores.
La buena poesía es el gran conservante de los textos, la mejor garantía, y en ella la alegría, por privada que pueda ser, es el ingrediente más valioso, el definitivo, el que permanece cuando todos fallan o el que sigue contando cuando los demás van apagándose. Y por descontado que no hablo de una alegría vociferante, o estridente, o en el fondo postiza por forzada, o finalmente falsa por haber estado demasiado anhelada, por ser demasiado apremiante. Hablo de una alegría natural, aunque trabajada, una alegría silenciosa, contemplativa, compasiva, interior, atenta, verdadera. Una alegría que bien puede contener la tristeza para aceptarla, para asumirla, para agradecerla y así, en buena medida, neutralizarla. Y hablamos, por supuesto, de una alegría que tiene muy en cuenta, por decirlo con palabras de Borges, a «la vasta y vaga y necesaria muerte». «El agua aquí gana siempre», dice Alejandro Simón Partal en uno de los nuevos poemas que publica en apenas diez días, dentro del bloque de inéditos que ofrece Ese de anoche (Aguilar), la primera antología de sus versos.
Quien haya leído La parcela, su magistral primera novela, sabe que todo esto que decía no son cosas de sacerdotes o santones, sino nuestro estricto día a día, nuestra experiencia directa, y utilizo a conciencia la segunda persona del plural, tan importante en nuestro escritor, porque es la primera o la última clave de la llamada «autoficción». Y es que, ¿por qué no podríamos sentirnos tentados de inferir y extraer el sentido de la vida a través de la expresión literaria de una experiencia particular, por ajena que sea a nuestras cosas?
A su vez, quien hubiera ido leyendo los cinco libros de poemas que Alejandro publicó antes de La parcela sabe que ésta es, en el fondo, algo así como la versión narrativa, la «adaptación» a novela, de lo que, de un modo mucho más sugerido o decantado, había ido diciéndonos en versos magníficos, y no pienso tanto en lo que concretamente nos contaba en ellos como en lo que profundamente nos quería decir, en lo que nos quería transmitir, que no era una información ni un «argumento» sino una mirada, una actitud ante la existencia que es mezcla perfecta de sabiduría y de avidez, de trascendencia y de instinto, de silencio y de hambre.
«Alejandro, que tiene nombre de conquistador, no busca la felicidad por medio de la escritura de poemas, aislado y al cabo inútil, sino que sus poemas son algo así como la crónica de su búsqueda de esa felicidad»
A diferencia de lo que parecen hacer otros poetas, Alejandro, que tiene nombre de conquistador, no busca la felicidad por medio de la escritura de poemas, aislado y al cabo inútil, sino que sus poemas son algo así como la crónica de su búsqueda de esa felicidad, lo que va quedando en su aventura incomparable e incomprensible de existir. Y si bien esos poemas suelen venir teñidos de una perceptible melancolía, o incluso, a veces, de cierta sensación de fracaso, la paradoja es que lo que nos transmiten es pura plenitud, una alegría abierta que se ofrece a todo aquel que la lea y, por ello, la comparta, palabras anhelantes que se lanzan a una asamblea universal, porque como dice otro gran Alejandro, Zambra, «lo que sucede sucede para todos».
Demasiado duro con sus tres primeros libros (El guiño de la chatarra, Nódulo noir y Los himnos abdominales), Alejandro Simón Partal ha querido rescatar para esta inminente antología un solo poema de cada uno, junto a once de La fuerza viva, veintitrés de Una buena hora y seis poemas nuevos que dejan de ser inéditos a partir de este libro, y que por cierto suponen un paso más allá en un camino que algunos podrían considerar pornográfico, y que otros, sin dejar de advertir y de disfrutar lo epicúreo del asunto, identificamos más bien con la iluminación, con la purificación: la sexualidad como ejemplo del placer y el placer como metonimia de esa vida buena que queremos. El deseo físico como una pequeña parcela de los anhelos totales. Si en cualquier gota de agua, decía alguien, se vislumbra el mar, ¿qué no contendrá esa eyaculación con la que el yo de algún poema desea ser ungido?
Desde cualquier punto de vista, en los libros de Simón Partal hemos asistido a una audacia creciente, y todos esos poemas son el testimonio de la adquisición de una seguridad, desde la timidez o la cautela hasta la imposición del verano total, de la playa eterna, de la interminable juventud. Sin embargo, ese hedonismo cada vez más explícito y deslenguado no ha eclipsado la indagación espiritual que ha estado siempre, más o menos visible, en la poesía del autor, y que, según creo, es la que a él más le importa. Y si alguien piensa que el título elegido para este libro de hoy desmiente lo que digo y apuesta por ese lado más, digamos, mundano de su poesía, yo le pediré que se dé cuenta de que ese rótulo implica una superación de la noche, con todas sus implicaciones, casi una impugnación de la oscuridad, aunque haya dejado sus ecos y sus tentaciones: la noche quedó atrás y se impone, de nuevo, la luz. Por parafrasear a Lorca, la aurora llega y hay alguien que la recibe en su boca.
«Hay poemas en los que el poeta habla directamente de ‘milagros’ al referirse a determinado día»
Hay poemas en los que el poeta habla directamente de «milagros» al referirse a determinado día, a determinada experiencia, a determinados alimentos, a determinado muchacho, y es ésa la impresión final, o el balance general, de toda su obra hasta hoy. Di toda la verdad, pero dila con rodeos, o de forma oblicua, o de forma sesgada…, recomendaba Emily Dickinson, y Alejandro ha sido un maestro en ese camino. A veces basta un mordisco a un tomate para expresar de una forma nítida la salvación del alma.
Esta primera antología de su poesía es, en fin, una gran fiesta o, como diría él, una larga rave en la arena, junto a la orilla, muy cerca del agua. No es un rodeo perezoso para abordar toda su obra, sino una eficaz incursión en el corazón mismo de su mundo, una estancia en el sol de su vida, casi uno de esos ejercicios de suplantación que permiten los versos de los mejores poetas, quienes con su talento consiguen que podamos ver desde dentro cómo miran, que podamos identificarnos con ellos, fundirnos y, como consecuencia, que podamos comprenderlos de verdad, entenderlos profundamente y asentir, incluso cuando se trata de experiencias muy extrañas, ajenas o lejanas. Si hay poetas por ahí cuya poesía podría resumirse en un gran gesto de rechazo, de asco o de negación, la poesía de Alejandro, como la de todos los poetas y la de todas las poetas que de verdad importan, es un gran sí, una inmensa afirmación, un sublime acto de agradecimiento.