THE OBJECTIVE
Juan Marqués

No te veré morir

«Me parece un libro más adecuado para clubes de lectura que para presentaciones, más para tertulias que para reseñas»

Opinión
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No te veré morir

El escritor Antonio Muñoz Molina, autor de la novela «No te veré morir». | Wikipedia

Amarga y amable a la vez, la nueva novela de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) saltó a las librerías el pasado miércoles, 30 de agosto, y, por varios motivos, me parece un libro más adecuado para clubes de lectura que para presentaciones, más para tertulias que para reseñas.

Cuando yo escribo las mías en suplementos literarios, entiendo que he de dirigirme a lectores que todavía no han leído el libro comentado, y que mis argumentaciones han de tratar de convencer a esas personas de que lo busquen y lo lean (o de disuadirles y recomendarles que no lo hagan). Cuando me las encargan desde revistas culturales asumo que el pacto con el lector es distinto, y que mi texto, siempre más extenso bajo esas cabeceras, ha de ser una especie de monólogo-tertulia con la gente que ya ha pasado por el libro en cuestión y está interesada en conocer otros análisis, otros modos de leer el mismo libro, y en discutir en silencio con ellos.

No sé muy bien qué se espera de mí ahora, en ese sentido y en este espacio que está entre la noticia y la opinión, entre la difusión y el detalle, entre el interés general y la curiosidad minuciosa, y donde se busca, digamos, algo abierto y cerrado a la vez, ágil y riguroso, una brevedad completa. Así que quiero advertir desde este comienzo que, aunque No te veré morir no se trata exactamente de una novela de sorpresas, de grandes revelaciones, voy a destripar bastantes cosas («contiene spoilers», como se dice ahora), y está, por tanto, dirigida a quienes ya conozcan el libro (o a quienes no pretendan entregarse a él).

No te veré morir es, esencialmente, la historia de un reencuentro, lo cual no es algo que se descubra en su desenlace sino que más bien se anuncia en sus primerísimas líneas (del mismo modo que el título, procedente de un conocido poema de Idea Vilariño que ya glosó Manuel Vilas en Alegría, contribuye bastante a deshacer la posible ambigüedad final). Incluso quienes, como yo, jamás leen ni la contracubierta de los libros antes de enfrentarse a ellos, sabrán ya que el epicentro de esta novela son los pocos minutos en los que Adriana Zuber, una anciana debilitada hasta casi la postración, recibe en su casa de Madrid a Gabriel Aristu, un anciano en buena forma que ha desarrollado su exitosa vida profesional y personal en Estados Unidos, a donde emigró tras un noviazgo breve pero iluminador con Adriana.

Lo que unió sus juventudes fue la música, vocación en la que ambos andaban creciendo y que Aristu siempre consideraría su «destino verdadero», incluso después de que su padre, torturado en una cheka durante la Guerra Civil pero de mentalidad progresista, obligase a Gabriel a emprender una carrera menos arriesgada (y hacerlo, además, en «países de civilización menos insegura que España»). Con su «disposición a la debilidad» y ante la autoridad de su padre, agresiva y amorosa a la vez, Aristu cede y se va, despidiéndose de Adriana para siempre y desentendiéndose del cello para ocuparse de tareas menos sublimes pero más lucrativas (y, de paso, más misteriosas, pues a menudo los diferentes narradores de la novela nos lo muestran en situaciones próximas al espionaje o la conspiración, lo cual ayudaría a explicar su privilegiada posición económica).

La prosa del mundo se impone así a la poesía de la vida, algo que, francamente, no altera ese reencuentro epilogal, posible gracias al descubrimiento casual de una hija de Adriana. Hierática como una esfinge, más por el rencor que por la artrosis, Zuber contempla con frialdad a su antiguo amante y le reprocha sin muchas palabras ni muchos disimulos la vida difícil, gris e insatisfactoria que tuvo ella que vivir en España. Podría haber tomado otras decisiones, pensará el lector, Aristu no tiene la culpa del mal matrimonio de Adriana ni de la dictadura, tan cruel y tan cutre a la vez, pero las cosas, ni en la literatura ni en la realidad, funcionan así, y lo subjetivo es determinante. «El que se marcha olvida con mucha más facilidad que el que se ha quedado», y a ella se le derrumbó todo con la decisión (o la docilidad) de Gabriel, que ella vivió como una fuga, y entonces dio su verdadera existencia por cancelada, asistiendo con clara indiferencia a todo lo que a ella misma pudiera pasarle, consciente de que, tras unas pocas cartas escritas con mala conciencia, pronto dejaría de saber nada de él.

«Hay lectores que se quedan en la trama, y otros, como yo mismo, que exigimos una buena mirada más que una buena voz, un buen lugar desde el que ver las cosas de un modo revelador y único»

Todo esto en cuanto al argumento, que en esta novela importa muchísimo, pero que no es lo que más atrapa. En toda novela hay tres dimensiones: lo que se dice, cómo se dice y lo que en el fondo se quiere decir, y es esta última la que en mi opinión más cuenta. Hay lectores que se quedan en la trama, sin necesidad ni voluntad de escarbar, otros (supuestamente más sofisticados) que aprecian ante todo la forma, la técnica, y otros, como yo mismo, que exigimos una buena mirada más que una buena voz, un buen lugar desde el que ver las cosas de un modo revelador y único. 

Sobre la forma sólo diré que en No te veré morir Muñoz Molina regresa en cierto modo a sus primeros pasos, experimentando un poco, pero sin grandes audacias, de un modo inteligible que sólo fatigará a los lectores muy simples o a los más perezosos. Lo digo porque el primero de los cuatro capítulos está formado por una sola oración, aunque sincopada a su vez en apartados. Lo más curioso es que el narrador omnisciente de esa primera secuencia no parece ser el mismo que el del tercer bloque, y no sólo porque en éste haya ya una sintaxis ortodoxa. Me refiero más bien a sutiles diferencias a la hora de «opinar» sobre los personajes, a mínimos detalles, y es fascinante pensar, por un lado, que un narrador omnisciente también puede tener su personalidad, sus prejuicios. Y, por otro, creo que es la primera vez que veo que en una misma novela se recurre a «dos voces divinas» distintas, dos sujetos que nos miran a vista de dron y cuentan nuestras cosas de formas levemente disímiles, sin mezclarse, sin solaparse, cada una a su tiempo.

Las partes dos y cuatro son contadas por un tal Julio Máiquez, un gris profesor español de historia del arte que tras algunos disgustos personales llega a Estados Unidos para dar clases, y vive una mezcla de extrañamiento ante la sociedad y deslumbramiento ante el paisaje semejante a la que experimentó Aristu dos o tres décadas antes. Es él quien nombra por azar en una comida a la hija de Adriana y quien, por tanto, permite que tenga lugar el corazón de la novela, su culminación, el inesperado epílogo de todo lo demás. Pero su papel, no muy lucido ni muy lúcido, acaba ahí, aunque también es él quien justifica que en la novela haya páginas dedicadas a la sublime naturaleza de Norteamérica (donde Aristu también se retira en su jubilación junto a su mujer y con «el Himalaya de las obras supremas» de la literatura y la música, como en un Walden felizmente conyugal y reconfortantemente ilustrado).

En fin, lo que yo quería decir es que Muñoz Molina utiliza todos estos hilos para insistir en esa consoladora defensa del civismo en la que lleva muchos años instalado, y que, desde luego, tiene consecuencias ideológicas. Me aterra que pueda parecer trasnochado su sentido de lo público y lo civil, de la pedagogía y la convivencia, o su alergia a los gritos o la velocidad, o que pueda parecer exagerada su alarma ante la grosería contemporánea, que no es cosa de viejos sino de gente educada y sensata y preocupada por lo común. Me gusta que para explicar o encarnar de algún modo su punto de vista se sirva de símbolos como los pasillos del Arts Institute de Chicago o el piano de la Residencia de Estudiantes (tan importante en La noche de los tiempos), o que haya cameos de Trend, de García Lorca, de Carlos Morla Lynch, de Adolfo Salazar… igual que en otros sitios se ha servido para lo mismo de Arturo Barea, Manuel Chaves Nogales, Max Aub, Alberto Jiménez Fraud o José Moreno Villa. Ésos serían los modelos para los mejores personajes masculinos de Muñoz Molina, con sus elegancias, sus culturas y sus grandes o pequeños secretos privados, pero imbatibles en su dignidad, en su intachabilidad a cualquier precio, en su impecabilidad en cualquier situación, incluyendo algunas estrictamente desesperadas.

Por lo mismo, me gustan los calificativos que merece en esta novela el franquismo, en tiempos donde, de nuevo, parece que entre los listillos de mi generación (hombres y mujeres nacidos ya en democracia y hondamente convencidos de que no son de derechas sino «liberales») se mira y se interpreta la dictadura con cierta condescendencia: al repugnante «revisionismo histórico» de hace veinte años le ha sucedido el relativismo de hoy. No estoy seguro de que sea muy verosímil que dos ancianos que se reúnen durante media hora tras cincuenta años de distancia aludan a eyaculaciones y orificios, pero me creo rotundamente a todos los personajes y por otra parte me gusta el Madrid que tímidamente se levanta en esta novela, y me encantan y me alegran los brochazos que se dan del paisaje americano (más el de los bosques, los ríos y los venados que el de Washington, aunque no conozco ninguno).

Me gusta mucho que le haya salido una novela breve, y que no se haya inflado innecesariamente: así basta para transmitir todo lo que supongo que quería. Y me gusta la pequeña ambigüedad del desenlace, me gusta lo que no se dice, me gusta que el vitalismo final y definitivo de Gabriel se superponga a la tristeza y la dureza de Adriana, aunque la última palabra de la novela sea algo así como el «Rosebud» de Ciudadano Kane, algo ante lo que la propia Adriana, de poder leer su historia, tal vez sonreiría.

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