No me gusto a mí mismo
«Escuchar las interpretaciones de Richter no se asemeja a nada de lo que conocemos. Son parte del milagro de la música, que es la realidad trascendida»
Al despertar, escuché la Fantasía y fuga en la menor de Johann Sebastian Bach, tocada al piano por Sviatoslav Richter. Richter era un hombre triste, aunque esta música no lo deje ver. Bach componía a mayor gloria de Dios y Richter lo interpretaba con una espiritualidad muy humana, desprovista de cualquier aliento metafísico. Esto lo convierte en un artista radicalmente moderno; a diferencia de Tatiana Nikolayeva, por ejemplo, en cuyas manos estas mismas notas sonarían fuera del tiempo, anhelando la eternidad. Que yo crea que Nikolayeva tiene razón y que Richter se equivoca importa poco aquí, porque la genialidad en este caso le corresponde al pianista ucraniano.
En una ocasión –fue sólo una vez–, coincidió en el Festival de la Grange de Meslay con la otra cima pianística de la segunda mitad del siglo XX: Arturo Benedetti Michelangeli. Fue en 1975 y el músico de Brescia interpretó Gaspard de la Nuit, de Maurice Ravel, con su espectral «Le Gibet» como eje central. En sus diarios, Richter anotaría la perplejidad que le causó el silencio entre las notas y la ausencia de cualquier impulso emocional en la ejecución. En una de las pocas fotografías que se conserva de aquel encuentro, Richter sonríe tímidamente, mientras que Michelangeli lo saluda sonriente, pero desde una distancia asombrosa. Asediados por el silencio de las sirenas, hay una tristeza muy honda en ambos –una tristeza que, sin embargo, no se comunica entre ellos. Uno se imagina a Arturo Benedetti Michelangeli desapareciendo entre la niebla y a Sviatoslav Richter caminando bajo la nieve, como cuentan que hacía Bruce Chatwin en la periferia de las ciudades. «No me gusto a mí mismo», dijo Richter al final de su vida, escuchando una de sus grabaciones. La sombra de su padre permanecía siempre al fondo.
Teofil Danilovich Richter, el padre de Sviatoslav, murió en Odessa en 1941, acusado por las autoridades soviéticas de espiar para los alemanes. Había sido organista en la iglesia luterana de la ciudad y un pianista refinado y cuidadoso; si bien apenas tocaba en público, aparte de las ceremonias religiosas. Sviatoslav (a quien llamaban Svetik, «pequeña luz», en la intimidad familiar) lo admiraba. En el aniversario de su asesinato, cada año, se encerraba en su apartamento de Moscú y escuchaba las piezas predilectas de su padre: aquel Schumann y aquel Chopin que había estudiado en el Conservatorio de Viena y que había querido transmitir a su hijo.
«De Richter, Celibidache dijo que era un intérprete genial en quien se percibía el aleteo luciferino»
El director de orquesta Sergiu Celibidache dirigió sólo en una ocasión a Richter. Fue en Italia, en 1961, cuando ambos interpretaron el Concierto nº 2 para piano de Brahms. Sólo se conserva una fotografía de aquella velada, tomada en un ensayo previo. Eso y unas palabras. De Richter, Celibidache dijo que era un intérprete genial en quien se percibía el aleteo luciferino (Haydn comentó algo parecido acerca de Beethoven). Lo entiendo en el sentido de que captó un elemento autodestructivo en su personalidad, las cicatrices abiertas por el asesinato de su padre y la experiencia del fragor totalitario de la historia. En efecto, detrás de aquel «no me gusto a mí mismo» se intuye el horror. Y una voluntad férrea: la de no someterse a la muerte ni al olvido.
Escuchar las interpretaciones de Sviatoslav Richter -al igual que sucede con las de Michelangeli o las de Celibidache- no se asemeja a nada de lo que conocemos. Forman parte del milagro de la música, que es la realidad trascendida. Escuchen su Shostakovich, por ejemplo:
O este Chopin, en el que conversa íntimamente con su padre: