Reajuste esperpéntico
«El Congreso nos representa hoy en el peor sentido: es el vertedero de lo que somos. El vertedero, eso sí, de los peores. Un circo de la mediocridad»
No solo la Historia se ha terminado para mí, sino también el Congreso de los Diputados: un lugar desafecto (como Barral tradujo el a place of disaffection, de Eliot). Lo siento tan ajeno ya (¿no se trataba de sentir?) como las Cortes franquistas. Solo que estas eran ajenas por definición, a diferencia del Congreso. Este nos representa. Hoy en el peor sentido: es el vertedero de lo que somos. El vertedero, eso sí, de los peores. En la calle no los hay tan malos. Un circo de la mediocridad es ya el Congreso. Ahora acuden los palurdos con sus cestas de huevos lingüísticos, con sus gallinas idiomáticas. La ciudad no es para ellos, no. Lo suyo no es la polis.
El problema (¡pese a mi bromita de Paco Martínez Soria!) no lo constituyen las lenguas. No hay jerarquía entre las lenguas. El problema es la voluta inútil: ese circuito churrigueresco de hablarle al pinganillo en catalán, gallego o euskera para que el pinganillo lo reconvierta en español, también a los hablantes de catalán, gallego o euskera. Es esa intermediación forzada lo grotesco. Naturalmente, dado un contexto en que el español es la lengua común: la que entienden y hablan todos. Esto último mal por lo general, que para eso son políticos y carecen de estudios. (Algo que se nota más claramente entre quienes son o han sido profesores universitarios.)
Sé que, al igual que para la Historia, yo no me he terminado para el Congreso de los Diputados, que seguirá incidiendo en mi vida aunque yo no lo quiera. Nuestras terminaciones no son recíprocas. Pero esto no me impide hacerle mi boicot personal e intransferible. No estoy para circos y verbenas, no estoy para espectaculitos desastrados, no estoy para el pavoneo de los macarras en la, así llamada, sede de la soberanía nacional. Ya estaba bastante poco, en realidad, con nuestras últimas legislaturas. Pero ahora no estoy nada.
«Haber visto cómo funcionaba el Congreso, haber vivido su dignidad, nos hizo fuertes frente a los golpistas del 23-F»
Recuerdo que me llamó la atención una idea de Sergio del Molino en Un tal González: decía que, para cuando se produjo el golpe de Tejero en 1981, los españoles ya habíamos desarrollado nuestro arraigo con el Congreso, gracias a los grandes debates retransmitidos por la radio y la televisión. Eso, saber lo que era el Congreso, haber visto cómo funcionaba, haber vivido su dignidad, nos hizo fuertes frente a los golpistas. La conclusión mecánicamente lógica de este párrafo sería la de que, con la indignidad actual, un golpe nos importaría menos. Conclusión fraudulenta, porque un golpe no dejaría de ser una barbaridad. Solo ligeramente más grave, por cierto, que el hecho de que los golpistas ocupan hoy su buena porción de escaños en el Congreso y pactan con el PSOE, al que le dictan medidas como la del moscardoneo de los pinganillos.
Mi boicot al Congreso me ahorró el seguimiento en directo de la sesión del martes. Solo me asomé a ratos a Twitter y aquí se produjo una proyección fabulosa. Lo que me llegaba era lo del Congreso, pero ya deformado por los tuits: en sus destilaciones de la esencia ridícula. Esta deformación de una realidad deformada le devolvía a esta su verdad. Exactamente la operación que llevó a cabo Valle-Inclán con el esperpento: la deforme realidad española a través de los espejos deformantes del callejón del Gato. Un reajuste esperpéntico.
Por la noche, boicoteando mi boicot, no me pude resistir a pinchar en algunos vídeos. Era peor de lo que me imaginaba. Pero con un efecto inesperado: de pronto los Pacos Martínez Soria parecían, con la traducción simultánea, prestigiosos participantes de La Clave. Tal vez se trataba de eso.