THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

De la minifalda y la violación en diferido

«¿Cómo mantener la noción de ‘libertad sexual’ de hombres y mujeres si somos finalmente todos víctimas del patriarcado?»

Opinión
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De la minifalda y la violación en diferido

Ilustración de Alejandra Svriz.

Kwadwo Bonsu, hijo de emigrantes de Ghana, estudiaba ingeniería química en la Universidad de Massachusetts, en el campus de Amherst, cuando en una fiesta de Halloween, allá por 2014, conoció a una chica con la que entabló conversación, fumó marihuana… En determinado momento empezaron a besarse  y «… se hizo más intenso hasta que finalmente cambié de posición y me senté sobre él a horcajadas. Me di cuenta, a pesar de lo colocada que iba, de que él podría tener la expectativa de que tuviéramos relaciones sexuales, así que le dije: ‘No quiero que tengamos sexo’, a lo que él replicó: ‘No tenemos por qué’. Bajé la mano por su pecho hasta los pantalones y me pidió que apagara la luz… Se levantó para sentarse en la cama así que le seguí. Me arrodillé y empecé a hacerle una felación… Me di cuenta de lo colocada que estaba y le dije… ‘Me siento incómoda’. Él no dijo nada en realidad, y sentí que yo esperaba a que él me diera permiso para irme porque me sentía mal por haberle excitado dejándole ahora a mitad… Se retiró y nos besamos un poco más…. Me levanté y le murmuré de nuevo: ‘Sí, me quiero ir…’. Él dijo algo como: ‘Sí, ya me lo has dicho pero creo que puedes esperar un par de minutos para que te convenza de lo contrario… Me reí, se levantó, nos besamos un poco más… Me recompuse la ropa que nunca me había quitado cuando me pidió que nos diéramos los teléfonos. Lo hicimos y me fui… Una vez que me acordé de mi formación en Consejera de Residencia (resident adviser)… me di cuenta de que había sido sexualmente agredida». 

Tras la denuncia se abrió una investigación en la Universidad y durante el transcurso de la misma a Bonsu le fue prohibido todo acercamiento a la «víctima», entrar en cualquier otra residencia que no fuera la suya, comer en todos los comedores excepto en uno y acceder al centro de reunión de los estudiantes. Con posterioridad, y tras haberle solicitado amistad en Facebook, a Bonsu se le expulsó de su residencia. En una comisión disciplinaria de la universidad a cuya audiencia no fue citado, se le absolvió de la agresión sexual, pero sí fue considerado culpable de quebrar las medidas provisionales por haber intentado la aproximación en Facebook, lo cual tuvo para Bonsu severas repercusiones académicas. Tras abandonar la UMass, Bonsu demandó civilmente en los tribunales a la Universidad y un acuerdo extrajudicial, cuyos términos no han trascendido, zanjó el litigio en 2016. 

La anterior declaración que he transcrito literalmente procede del libro The Right to Sex (2021), de la influyente filósofa de Oxford Amia Srinivasan y viene a cuento de la presunta violación cometida por el diputado del PSOE en la Asamblea de Madrid, Javier Guardiola, a una compañera de partido de la que hemos tenido noticia esporádica y discretamente para lo que es acostumbrado. Los hechos, por lo que ha destacado la prensa, habrían tenido lugar a comienzos de septiembre de 2021 y la denuncia se interpuso en abril de 2023, es decir, habiendo transcurrido más de año y medio, y después de que, tras consultar la «víctima» con una «experta en violencia de género», ésta le confirmara que «había sido violada». Él alega que aquel encuentro sexual fue consentido y que todo es fruto de una campaña política. 

«No hay que confundir el qué y el cómo de lo que debe ser probado con los elementos fácticos y normativos que configuran el delito»

Este caso, como el de Bonsu, ponen nuevamente sobre el tapete el espinoso asunto del «comportamiento ex post» de la víctima como parámetro para confirmar la existencia de unos hechos que pudieran ser constitutivos de delito, o quizá sólo de alguna forma de «ilícito», es decir, de un ataque contra la libertad sexual de la mujer que se reclama víctima. El asunto, digo, es espinoso, mucho más de lo que se acostumbra a creer, o se quiere creer, cuando de manera precipitada, y a la luz de unos pocos datos, nuestras intuiciones nos secuestran para proclamar «¡denuncia falsa!» o, alternativamente: «¡Es violación!». Y que conste que es entendible en este caso: si la determinación de que ha habido una agresión sexual es el resultado de que se han recordado tres o cuatro andamios teóricos mal puestos en «formación en violencia sexual», o el producto de la charla con alguna «experta en feminismo» o de las campanas oídas en alguno de los cientos de cursos o másteres en «género» que pueblan las macilentas universidades públicas españolas, apañados vamos. 

Una precisión conceptual decisiva para empezar: no hay que confundir el qué y el cómo de lo que debe ser probado con los elementos fácticos y normativos que configuran el delito. Me explico: cuando quienes tienen encargada la difícil misión de considerar que un determinado hecho ha sido probado más allá de toda duda razonable toman en cuenta la trayectoria vital, personalidad, actitudes, modos, vestimenta y comportamientos concurrentes y futuros de la víctima de una agresión sexual, no están con ello determinando el perímetro de la libertad sexual sino calibrando ciertos elementos de prueba que permiten construir un relato de hechos verosímil teniendo en cuenta todo el acervo probatorio. Máxime si sólo se cuenta con el testimonio de la presunta víctima. 

Si el portentoso luchador Ilia Topuria afirma haber sido asaltado por un añoso individuo desarmado y de menor corpulencia física, será inevitable preguntarle por los detalles de ese hecho tan dubitable, sin que ninguna «revictimización» de Topuria deba impedir al juzgador hacerse una composición de lugar presidida por la presunción de inocencia. Si una víctima presunta afirma, contradictoriamente a lo que señala el acusado, que no opuso ninguna resistencia ni dijo nada en una relación sexual no consentida porque «se vio desbordada dada su inexperiencia», el hecho de que unas horas antes hubiera mantenido relaciones sexuales con un desconocido deberá ser tenido en cuenta por el tribunal, sin que ello permita inferir que el juzgador esté proponiendo una máxima que reza: «Las mujeres que tienen relaciones sexuales casuales con desconocidos no pueden ser violadas».

Que la violencia que tuvo que ejercer el presunto culpable para violar a su víctima no fuera tan grande porque llevaba minifalda no implica que cabe violar a las mujeres porque llevan minifalda. Y, al fin, para comprobar la obviedad de que una mujer, o un hombre, pueden inducir al error sobre sus deseos con su presentación corporal o sus palabras, no hace falta ir al Crazy Horse de París o a una despedida de soltera que culmina en una sala de fiestas con strippers musculados; basta con haber vivido algo fuera de un convento o seminario ya iniciada la adolescencia. Lo cual por supuesto no quiere decir que a los strippers o prostitutas estén a disposición de cualquiera para tener relaciones sexuales.    

Así que, si la denunciante del diputado Guardiola descubre mucho tiempo después que aquel encuentro sexual confuso fue posible por la sumisión química a la que fue sometida, el hecho de que la denuncia haya tardado en interponerse no es concluyente de la «falsedad» de lo alegado. Pero si resultase que no hay prueba suficiente de tal sumisión, será harto difícil demostrar —y a ella le debe corresponder— que hubo tal agresión. 

«Más problemático es que una relación sexual en la que no se haya evidenciado falta de consentimiento pueda ‘ex post’ reconstruirse como tal»

Cuestión distinta, y mucho más problemática, es la de sostener que una relación sexual en la que no se haya evidenciado en su transcurso la falta de consentimiento, pueda ex post reconstruirse como tal. Es a lo que cabría llamar una «violación en diferido» y puede así re-crearse porque, en debida reflexión, no satisfizo determinadas expectativas o deseos, o incluso no ha contribuido a reforzarlos. La mera frustración como agresión a la libertad sexual. Nada menos. 

En un reciente e importante artículo Clara Serra ha planteado con suma pertinencia los enormes riesgos de este desplazamiento en que consiste atribuir al «deseo» toda la fuerza normativa para calificar como ilícita —jurídica o moralmente— la relación sexual lo cual nos forzaría a tener como reprochables conductas rutinarias de pura satisfacción sexual del otro. Pero además porque esos deseos pueden tener como objeto lo que, a ojos de cualquier testigo o espectador, constituyen agresiones —piénsese en el sexo sadomasoquista—, y, junto a ello, porque lo que inicialmente no fue consentido, puede, incluso mediando la fuerza o la agresión, o precisamente por ello, resultar finalmente deseado y además satisfactorio.

Clara Serra se fija en el caso límite de la mujer violada que posteriormente reconstituye placenteramente la experiencia y la reitera. Pero no extrae todas las consecuencias de esta deriva, particularmente una muy perturbadora: si bien en un espectro que va de lo no-solicitado al puro empleo de la fuerza, en puridad toda relación sexual es en algún momento no consentida y no deseada, y por tanto susceptible de ser concebida siempre como una agresión (como sostuvieron por cierto no pocas feministas radicales)

Y a la inversa si pensamos en una reconstrucción ex post que concibe también como agresión lo consentido y deseado pero ulteriormente objeto de arrepentimiento. Volvamos con ello a Bonsu. ¿En qué consistió su agresión sexual? Nos lo explica Srinivasan: «La mujer que le masturbó no quería realmente hacerlo —o sí al principio pero no luego—. Siguió por la misma razón por la que tantas mujeres siguen: porque se supone que las mujeres que excitan sexualmente a los hombres deben hacerlo hasta que liquidan el asunto. No importa si Bonsu mismo tenía esa expectativa, porque se trata de una expectativa ya internalizada por muchas mujeres… hay una clase de coerción: no directamente de Bonsu…. sino a manos del sistema regulatorio informal de las expectativas sexuales basadas en el género». Pero si esto es así, si esta es la «causa» de la agresión, ni Bonsu ni Guardiola son culpables de nada, al menos no lo son en el sentido clásico de «culpabilidad». De prosperar estos fundamentos de las violaciones en diferido: ¿cómo mantener la noción de «libertad sexual» de hombres y mujeres si somos finalmente todos víctimas del patriarcado?  

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