THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Allí me colé y en tu fiesta 'pepera' me planté

«Descubrí cómo piensa el ‘pepero’ absoluto, químicamente puro. Confirmé, por ejemplo, que está, en lo esencial, contento de cómo van las cosas en el mundo»

Opinión
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Allí me colé y en tu fiesta ‘pepera’ me planté

Efren Barahona (Unplash)

Dicen que hay que tener amigos hasta en el infierno. Yo de momento me conformo con tenerlos en el limbo. Es decir, en el PP.

Mis amigos del PP suelen generarme muchas dudas. Pero las dudas para el filósofo son como los peces escurridizos para el pescador: parte de nuestro trabajo. Así que estoy habituado a las cosas raras de mis amigos del PP.

Una cosa rara de mis amigos del PP es su manía en considerarme «radical» o «extremista», mientras que, al mismo tiempo, les gustan las críticas que hago a su partido. Yo lo veo un poco como mi relación con la salsa wasabi. Me gusta poner una pizca de wasabi en el sushi cuando lo pido, pero ni en sueños me tragaría una cucharada entera de semejante salsa. De similar modo, a mis amigos del PP les gusta que ponga algo de mordiente a las cosas moderaditas que hacen sus siempre moderaditos dirigentes. Pero, apenas se tragan mis picantes, enseguida tienen que aclarar eso, que son muy picantes, y que en ningún caso van a renunciar al suave sushi de Feijóo (o Casado, o Rajoy) por esas mordacidades que un servidor les pueda dedicar.

Me parece justo. Decía Aristóteles que las relaciones entre amigos se basan en desear lo mejor para el otro. Yo les deseo a mis amigos peperos que abandonen el PP, que tanto les hace sufrir. Ellos me desean que me calme. Ambas partes tenemos, seguramente, razón.

Hace unos días, sin embargo, tuve una experiencia inusitada. Ocurrió tras la presentación en Madrid del libro Istmos de Ricardo Calleja: una selección de aforismos tan potentes como «Contentarse es la única forma de estar siempre contento» o «Al cielo, como a todos los sitios bien, se llega por contactos». La fiesta posterior resultó estupenda: había Coca Cola para todos y algo de comer. También había vino: «in vino virtus», nos advierte otro de los epigramas de Calleja.

Y también había peperos. Muchos peperos. No lo noté hasta que habían pasado tres horas y me dije «Miguel Ángel, llevas tres horas discutiendo». Para mí discutir es como para un rugbista jugar en el Millennium Stadium: me lo paso bien, aunque los golpes que intercambiamos suelan ser más contundentes que los propinados en tal estadio. Aun así, tres horas discutiendo constituían un exceso. El dato se explicaba solo por la sobrepoblación de peperos que me rodeaba: gente amable, bien vestida, pero que cree en dogmas extraños como «No crispemos nunca» o «Feijóo es nuestra solución».

Ahora bien, hasta ahí el asunto no habría adquirido rasgos en exceso insólitos: ya he dicho que solemos discrepar mis amigos peperos y yo. Todo podría haberse quedado, pues, en otra noche más donde yo hubiera vuelto a ser el wasabi de todas las salsas. Pero algo diferente sucedió. Un fenómeno insólito llegó a producirse. De repente, entre las luces de colores y las cocacolas, me presentaron a un tipo de un arquetipo para mí desconocido.

«Como buen político, supo bandearse tras la caída de su antiguo líder y hoy disfruta de un escaño de diputado también»

Un pepero que estaba de acuerdo al ciento por ciento con las tesis de su partido. Y que no se llamaba Borja Sémper.

No revelaré su verdadero nombre. Lo que ocurre en Las Vegas se queda en Las Vegas y, pro domo mea, prefiero que lo ocurrido en las fiestas a que asisto permanezca sellado en ellas. Démosle un pseudónimo, pues, a mi hallazgo fiestero del otro día. Lo llamaremos Petrus Hispanus, como el famoso polímata del siglo XIII.

Nuestro Petrus Hispanus fue un hombre importante en la época de Pablo Casado. Pero, como buen político, supo bandearse tras la caída de su antiguo líder y hoy disfruta de un escaño de diputado también. Hispanus, por lo tanto, atinó a estar de acuerdo con Casado y atina al estarlo hoy con Feijóo. Por desgracia (o como consecuencia), no atinamos a estar de acuerdo en nada Hispanus y yo.

Ello no restó un ápice de interés a nuestra charla. Descubrí cómo piensa el pepero absoluto, químicamente puro. El agua destilada pepera. Confirmé, por ejemplo, algo que ya me maliciaba: que el pepero puro está, en lo esencial, contento de cómo van las cosas en el mundo. A mí se me ocurrió, en un momento dado, comentarle a Hispanus que vivimos en un cambio de época: que creo que se nos está acabando la civilización que conocíamos. Que ya no se preserva ni el amor por la verdad griego, ni el respeto al Derecho de los romanos, ni la fibra moral que nos llegó a Europa desde Jerusalén y Galilea. Hispanus reaccionó virulento contra tal tesis.

Para él, nunca se ha vivido tan magníficamente como se vive ahora. Yo no era más que un Spengler de pacotilla. El mundo va bien, España bien (ya lo decía Aznar). Cada día se producen nuevos descubrimientos científicos, aumenta la riqueza del globo, las libertades cunden por doquier —¿no es buena prueba de ello que a mí aún me dejen entrar en las fiestas respetables?—.

Sí, quizá en España estemos atravesando algunas turbulencias por culpa de Pedro Sánchez y la izquierda, con su manía de apresurarlo todo. ¡Con lo fácil que sería vivir esta tercera década del siglo XXI, solo con tomarnos un poco más despacio las cosas! Aborto sí, pero poquito a poco; eutanasia sí, pero con más calma; educación trans-no-binaria-drag-pansexual a niños pequeños también, pero con moderación. Nunca se ha vivido tan bien como disfrutamos ahora. (Lo cierto es que a Hispanus se le ve disfrutón). Solo falta que pongamos a Feijóo al mando y a Hispanus, quizá, en algún ministerio: entonces estaríamos, por fin, muy cerquita ya de Jauja, Shangri-La y el Edén, todo combinado (Hispanus blasonó mucho de cosmopolita también).

En el mapa mental de Petrus Hispanus solo hay una amenaza a este mundo maravilloso que le hace a él diputado y le permite, incluso, hacerse el rebeldote contra el actual Gobierno. Esa amenaza son «los radicalismos». A un lado, Sumar o el antiguo Podemos; a otro lado, Vox. La vieja teoría de la herradura política: según te alejas del centro, sus extremos se tocan. Ojalá algún día poder aserrar tales extremos del panorama nacional, anhela nuestro Petrus.

Hispanus sabe de Economía, sabe de Historia y sabe, ya se lo hemos reconocido, politiquear. Lo que me di cuenta es que acaso no sabe tanto de herrería. Coge una herradura y córtale los extremos: te habrás quedado con una herradura más corta, pero no sin extremos. Pues lo que antes era el centro de la herradura, ahora será en parte su extremo derecho, en parte el izquierdo. Siempre hay extremos: incluso en un campo político del tamaño de una pulga, habrá un extremo más a la izquierda y otro a la derecha, por mucho que te hayas esforzado en capitidisminuir su pluralidad.

«En un mundo dominado por las ideas izquierdistas está claro qué nuevo extremo llevará las de perder»

Una vez que uno haya hecho este pequeño descubrimiento sobre herrería, que a Hispanus y su manía contra «los extremismos» se les escapa, todo lo demás fluye con lógica. ¿Qué lado, el derecho o el izquierdo, tendrá mejor imagen pública cuando se haya reducido el espectro político? ¿A qué nuevo extremo se le acusará de eso, de extremismo, y se querrá ahora cortar? En un mundo dominado por las ideas izquierdistas, sobre todo por su idea de progreso («El mundo va siempre a mejor, y es gracias a la izquierda que es así, pues ella ha protagonizado los avances en derechos que nos adornan»), está claro qué nuevo extremo llevará las de perder. Y lo que Hispanus olvida es que es justo ese nuevo extremo en que él se hallará.

Nuestro Petrus comparte la fe general en el progreso humano (él pensará que eso le hace un buen capitalista, cuando en realidad le hace solo un buen hegeliano). Pero no nota que tal creencia lo deja sometido a los dictados del progresismo. Quizá no le importe demasiado. Él está muy ocupado, combatiendo «los extremismos».

Me pregunto qué impresión se llevaría mi nuevo amigo Petrus Hispanus de nuestra fiesta, al volver tras ella a su urbanización. Quizá le molestó que junto a las luces de colores y las botellas de vino hubiesen metido a un tipo que se empeñó en recordarle las tasas actuales de suicidios. O el consumo desbocado de antidepresivos. O las dificultades para llegar a final de mes de muchos compatriotas. O la inseguridad creciente del barrio en que duerme ese repartidor del supermercado y esa limpiadora que, durante el día, trabajan en su chalet. ¡La verdad es que ya dejan a cualquier Spengler colarse en los sitios bien de nuestro Madrid!

Y lo peor es que esas personas, como yo, que nos colamos en las fiestas respetables, nos atrevemos a sospechar que todas esas desgracias no son hechos aislados. Que responden a una crisis de época. Y que irán a peor. Quizá no lo percibamos, aturdidos por nuestras fiestas, nuestros vinos y nuestros debates. Pero fiestas, vinos y debates existía también en las civilizaciones ya caídas, y nada de ello les impidió caer.

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