THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Acreditar el absurdo. Tomarse el Derecho en serio

«Tomarse a las autoridades normativas en serio quiere decir presuponerles racionalidad instrumental, algún compromiso con el principio de realidad»

Opinión
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Acreditar el absurdo. Tomarse el Derecho en serio

Ilustración de Alejandra Svriz.

En el prefacio de una de las revisiones más sagazmente críticas al multiculturalismo, la temprana del filósofo Brian Barry en Culture and Equality, señala éste que muchas de sus indagaciones se suscitaron al calor de las cenas con su mujer, «… mientras hablábamos de la última instancia de estupidez, y ocasionalmente brutalidad, que se perpetraba en algún lugar del mundo y era defendida por alguien en el nombre del multiculturalismo. Una manera en la que muchas de estas conversaciones transcurrían era imaginar cosas todavía más absurdas que pareciera podrían ser justificadas con los mismos fundamentos. No infrecuentemente estos raptos de la imaginación se hacían realidad, mostrando que el argumento de reducción al absurdo no es fácil de esgrimir contra el multiculturalismo».

Mutatis mutandis es lo que me pasa a mí mismo desde hace tiempo. Y sé que no estoy solo, aunque quizá no tan acompañado como me gustaría. Y, de nuevo como Barry y mutatis mutandis, es lo que he vertido en un libro que acabo de publicar, Los derechos en bromasí, hoy vine a hablar, un poco, de mi libro– un ensayo en el que constato que, frente a lo que me he animado a denominar «Estado parvulario» (en eso torna el nuestro y de manera galopante), ya no hay reducción al absurdo que valga. No haré spoilers, que me riñe mi editor, pero si se arrancan y lo hojean, verán una nutrida colección de absurdos jurídicos, mala poesía nutriendo nuestros textos normativos, inflación del ideal de los derechos humanos, desviaciones todas ellas que alimentan el arbitrio del poder, todo lo cual y, esto es ya lo que nos hace pasar de la comedia a la tragedia, erosiona gravemente, si es que no letalmente, al Estado de Derecho. 

En el mundo de ayer, por increíble que parezca, hubo una autoridad normativa que tenía un propósito – quizá injusto- y se servía del lenguaje para establecer, mediante reglas con carácter general y abstracto, pautas de comportamiento que contribuyeran al logro de dicha meta. Puesto que creemos que se debe circular con seguridad en las autovías se disponen ciertas prohibiciones y deberes: conducir después de haber superado determinadas pruebas que miden la capacidad para manejar un vehículo a motor y no superar los límites de velocidad fijados en función del tipo de carretera. Imaginen que el Código de Circulación estableciera una excepción a esa regla: no se precisara del carnet de conducir ni se aplicará el límite de velocidad cuando el vehículo sea de color amarillo. Absurdo, ¿no?

«¿Podrá no ser acreditado para concursar a una plaza de profesor porque no ha salido de su universidad pese a que es Premio Nobel?»

Pues pasemos de las musas de los cenáculos donde se avizoran reducciones al absurdo, al teatro del BOE. El día 6 de septiembre se publicó el Real Decreto 678/2023 mediante el que, como desarrollo de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (Aneca), se regula la acreditación que extenderá la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y la Acreditación (Aneca) para así poder formar parte de los concursos de acceso a los cuerpos universitarios en el sistema universitario español. 

Con el atendible afán de evitar la célebre «endogamia universitaria», el Artículo 4 exige haber realizado un período acumulado de investigación, docencia, transferencia o intercambio de conocimiento, de, al menos, nueve meses en una institución distinta a aquella en la que se presentó la tesis doctoral. Antes de seguir leyendo les pido que piensen qué circunstancias podrían eximir de ese requisito. ¿Quizá que el solicitante es ya un académico de enorme reputación? Será difícil medirlo, pero, imaginemos, desde que se doctoró, y sin haber abandonado esa institución, resulta que ha ganado el Premio Nobel. ¿Podrá no ser acreditado para concursar a una plaza de profesor de Universidad porque no ha salido de su institución pese a que es Premio Nobel? Parece absurdo, ¿no? Cualquier análisis del alcance de la norma, de sus excepciones, insisto, debe partir de la premisa de que esa condición debe satisfacerse por razones que tienen que ver con la excelencia académica, la mejor capacitación del candidato, o, quizá también de manera más colateral o velada, para reducir cuánto se pueda posibles corruptelas y clientelismos en los departamentos. 

Pues bien, aquí va nuestro coche amarillo. El decreto, en ese mismo artículo, establece que se podrá dispensar del período de nueves meses al solicitante cuando no haya podido cumplirlo por razón de discapacidad, enfermedad, conciliación, cuidado de menores, familiares, dependientes, o por haber tenido excedencias para cuidar a los hijos, familiares o por violencia de género. La pregunta es inmediata: descontando que cuidar hijos, o cualquiera de las otras actividades impeditivas, puedan ser buenos sustitutos de la estancia en otra institución para investigar o dar clases, ¿por qué entonces exigir un requisito del que uno se puede eximir por razones que no tienen nada que ver con el fundamento de la exigencia? Es como si para ser profesor de universidad se exigiera, por buenas razones, tener el título de doctor, salvo que uno no hubiera podido dedicar el tiempo a la investigación por haberse ocupado en cuidar de  un familiar dependiente, o, pongamos, por haber sido víctima no ya de violencia de género, sino de formas incluso mucho más gravosas (pongamos terrorismo), o porque viajó por el mundo con la Cruz Roja aliviando el sufrimiento de las guerras. Meritorio pero ¿pertinente? ¿Acaso no sería absurdo?

«Aunque los derechos parezcan cada vez más una broma – de mal gusto- ¿cómo no tomárnoslos en serio?»

Un sistema normativo como el jurídico descansa sobre valores, qué duda cabe. Son como los muelles del sillón, que están ahí, ocultos, en su sitio, y que permiten que el objeto cumpla su función, aunque nunca será buen asiento para unos cuantos culos. La vida (en sociedad) es así. Pero cuando la autoridad, gubernativa o legislativa, decide que el Derecho es una forma de «poner en valor», exhibiéndose y componiendo el gesto ante el espejo de la ciudadanía, acaba con el sillón: es como si el tapicero dejara a la vista los muelles haciendo de su obra un sitio en el que nadie querrá sentarse. 

En alguna ocasión Fernando Savater dijo que los ateos, con su atenta disección de los dogmas, los concilios, los textos sagrados y las encíclicas, son los que más en serio se toman la religión. Tomarse a las autoridades normativas en serio quiere decir, entre otras cosas, presuponerles racionalidad instrumental, algún compromiso con el principio de realidad, que se lo han pensado y que lo han sometido al contraste de la deliberación colectiva más de una vez, incluso que saben más que nosotros pues de esa manera será racional, por parte de los destinatarios, suspender su propio juicio y obedecer solo porque la autoridad lo ordena. 

Aunque el Derecho y los derechos parezcan cada vez más una broma –de mal gusto- ¿cómo no tomárnoslos en serio? Y es que, oiga, nos va la Universidad, el conocimiento, la ciencia … y si me permiten la altisonancia, la vida, la libertad, la hacienda y la igualdad en ello. Poca broma. 

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