THE OBJECTIVE
Alfonso Javier Ussía

De escritores, escribidores y maleantes

«Uno añora los tiempos en los que los escritores tenían los plumeros llenos de tinta para escribir lo que pensaban de otros autores»

Opinión
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De escritores, escribidores y maleantes

Ilustración de Alejandra Svriz.

De las viejas rencillas de escritores, poco queda hoy en el panorama literario. Como mucho, por no decir a poco, uno llama informal a otro que no cabe en sus planes de aperitivo, comida o cena, cuando de siempre fueron mucho mejor bienvenidos los que a uno no le caían mal. Lo malo, lo triste, penoso, es que las cosas se hacen por detrás, de esa forma cobarde que recuerda más a un patio de colegio porque no le dejaron jugar al balón al niño, pobre niño, que busca en los mayores la palmada de espalda que no le dieron ni méritos ni cintura. En un campo donde a veces crece antes el ego que la obra, la cosa no puede salir de otra manera.

Recordando históricos embistes, a uno le vienen los más sonados a la cabeza, como el narizón de Góngora frente a la musa que no inspira con la que contestó a Quevedo, el puñetazo que recibió García Márquez de la mano que escribió Pantaleón y las visitadoras por un lío de faldas, o el bofetón que Pérez-Reverte propició al orgullo de Paco Umbral, con aquella frustración del articulista de estilo sublime de no poder dedicarse a la novela. Quizá eran tiempos diferentes a esa inmediatez a la que hoy se suma también la idiotez, pero buceando entre notas, libros y cartas, he querido recordar algunos menos mediáticos, pero no por eso poco encarnizados de algunos de los autores que sigo, leo y respeto con profunda admiración.

Hemingway y Faulkner, dos titanes del estilo y de la prosa, tuvieron también algunos momentos en los que las espadas sirvieron como receta de pulla y tinta de sangre. Sucedió en 1947, cuando el autor de El ruido y la furia, afirmó que Hemingway no «tenía coraje y que nunca había usado una palabra que hiciera a alguien buscar el diccionario». A mí, personalmente, no me hubiera gustado tener a Hemingway cabreado, y lo de la falta de coraje puede que fuera un tanto desajustado, pero claro, el autor de Por quién doblan las campanas, Fiesta o el sublime El viejo y el mar no tardó en meterle el dedo en la llaga, preguntando: «¿Has leído su último libro? No es más que prosa etílica, pero una vez fue bueno. Antes del alcohol o cuando sabía mantenerlo a raya». 

Los poetas andaluces de la Generación del 27, Lorca y Alberti, tuvieron también una relación que no fue nunca cercana a la amistad. Dicen que esa enemistad se produjo por la negativa de Lorca de ingresar en el Partido Comunista, cosa que al autor de Marinero en Tierra no le sentó muy bien. Tanto es así que en algunas de las cartas que el poeta de El Puerto de Santa María enviaba a sus amigos, se refiere a Lorca como «Federica» o «la niña que recoge aceitunas». Ya se sabe que, lejos de la métrica, la personalidad de Alberti era la de un auténtico canalla y bastante homófobo también. Lorca, por su parte, exigió que Alberti retirara su nombre de un mitin político junto a él y José Bergamín.

Pero la herida comenzó a escocerle cuando declaró, en una entrevista al periodista Luis Bagaria, lo siguiente: «Alberti quiere comprometerme, y yo no quiero compromisos políticos. Yo no soy de ningún partido, ya lo he dicho muchas veces. Por encima de todo yo soy español, y un poeta; y un poeta, pienso, no puede ser militante de ningún partido político porque está comprobado que cuando el poeta se hace militante de alguna ideología deja de ser poeta». Más de uno debiera darse con un canto de realidad con estas declaraciones del genio granadino. 

Bolaño la tuvo con varios, por no decir con todos. De sus trifulcas cabe destacar la que dedicó a Isabel Allende cuando se refirió a ella de esta guisa: «Me parece una mala escritora, simple y llanamente, y llamarla escritora es darle cancha. Ni siquiera creo que Isabel Allende sea escritora, es una escribidora». Por su parte, Isabel Allende esperó a que muriese Bolaño para contestarle: «Bolaño era una persona extraordinariamente conflictiva que nunca dijo nada bueno de nadie». También mencionó que el hecho de haber muerto no le convertía en mejor persona.

«No hay que llegar a esos extremos como los que le costaron el brazo a Valle-Inclán, pero un poco de picaresca no le viene mal del todo al gremio»

Siguiendo con mujeres, una de mis autoras preferidas, Virginia Woolf, repartió de lo bueno para referirse a dos autores universales. De Mark Twain dijo que era «un gacetillero que no habrían calificado ni de quinta en Europa. Les tomó el pelo a unas cuantas momias literarias salpicando sus textos aquí y allá con algunas dosis de color local, las suficientes para intrigar a frívolos y flojos». Aunque también tuvo faldas para decir de Joyce y su famoso Ulises que era «el trabajo de un despistado preparatoriano rascándose los barros».

Oscar Wilde, con su acidez habitual le dedicó lo siguiente a Alexander Pope: «Hay dos maneras de sentir aversión hacia la poesía; la primera es tener aversión hacia ella, la segunda es leer a Pope».

Y para terminar, una buena dosis de animadversión nacional. La que dedicó el genial novelista Juan Marsé a nada más ni nada menos, que a un premio Nobel como Camilo José Cela. «Distingo entre narradores e intelectuales, y otros que ni son narradores ni intelectuales, que sólo escriben pura cháchara y retórica, como Cela, que es un plúmbeo».

Uno añora los tiempos en los que los escritores tenían los plumeros llenos de tinta para escribir lo que pensaban de otros autores –a los que en general, envidiaban-, en vez de lo que ocurre estos días, que se susurra de puntillas al oído de algunos, mientras se carece del talento, la picardía y la grandeza de dejarlo por escrito. No hay que llegar a esos extremos como los que le costaron el brazo a Valle-Inclán, pero bueno, un poco de picaresca no le viene mal del todo al gremio.

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