Amnistía
«La amnistía solo encajará en la Constitución cuando el principio de desigualdad haya destruido por completo la naturaleza y razón de ser de la Carta Magna»
Uno de los síntomas más evidentes del deterioro que está sufriendo la democracia representativa es el de la hipertrofia de la opinión pública, sometida a un simplismo servil cada vez más notorio y embarazoso. Hace unos años, Mark Thompson, expresidente del New York Times y exdirector de la BBC, analizó en un libro notable, titulado en español Sin palabras (Debate, 2017), cómo el lenguaje público se había degradado hasta la consunción. Thompson recordaba que en la década de 1980 los políticos todavía decían lo que pensaban y se atrevían a articularlo frente a una comunidad que a su vez se beneficiaba de esa franqueza. Más tarde, en cambio, el periodista percibió cómo dirigentes y parlamentarios cambiaban su discurso si se les ponía delante un micrófono, ateniéndose al argumentario prefabricado de su partido.
Desde entonces, el fenómeno se ha ido apoderando de todo el espectro del debate público. Cuando hay un asunto de interés común que genera controversia, como ahora por ejemplo la amnistía, los portavoces de uno y otro bando se dedican a repetir su particular ristra de simplezas para atrincherarse cuanto antes en su barricada. Pero lo más grave es que esa rutina publicitaria, que convierte a los parlamentos en meros escenarios de una industria democrática al servicio de intereses espurios, se ha trasladado ya al periodismo. Gracias a la revolución tecnológica, el cebo mecánico y propagandístico enseguida se transforma, bajo el disfraz de la multiplicidad, en falso argumento militante. Miles de ciudadanos creen tener una opinión propia de algo que en realidad no ha sufrido ningún proceso de discusión ni de reflexión sino que tan sólo ha sido impuesto por la maquinaria de una determinada facción.
Hace unos días, Xavier Vidal-Folch publicaba una especie de reportaje titulado El Tribunal Constitucional respalda en 22 sentencias el encaje de una amnistía (El País, 5-10-23). Desde el título hasta el razonamiento y el artero manejo de las citas, la pieza es una obra antológica de deshonestidad y obsecuencia que podría utilizarse como ejemplo del cuarto tipo de ambigüedad analizado por William Empson en su clásico ensayo Seven Types of Ambiguity (1930), aquel en el que «dos o más significados que no concuerdan se combinan para evidenciar el complejo estado mental del autor». Se trata de un artículo que en sí mismo denuncia aquello que pretende defender, puesto que cada argumento esgrimido entraña su contrario. Así, al principio, el autor cita a un prestigioso jurista:
«Por supuesto que cabe una ley de amnistía dentro de la Constitución, el legislador es plenamente competente para elaborarla, pero en todo caso debe adecuarse a la Constitución», introduce a este periódico Eugenio Gay, exvicepresidente del Constitucional. Este resumen taxativo resulta tanto más relevante cuanto el letrado se manifiesta también muy inquieto ante su «complicado encaje en el principio de igualdad que deben honrar las medidas de gracia».
A pesar de la sintaxis pedestre, el párrafo evidencia cómo ese «encaje» inapelable que se nos certificaba en el titular –y que conforma el mensaje que quiere imponerse al lector como argumento de bolsillo– resulta que ya no es tan seguro en la adversativa que la segunda cita del jurista introduce. Vidal-Folch empieza por hacerle decir a Gay lo que le interesa: la amnistía es constitucional, siempre y cuando se atenga a la Constitución. Lo mismo sostiene Juan Antonio Xiol, el segundo experto citado por el periodista: «La amnistía cabe perfectamente en la Constitución, siempre que cumpla los requisitos de los principios y derechos constitucionales». La argumentación es digna de Groucho Marx y podría equipararse a una aseveración del tipo: «El asesinato es legal salvo si atenta contra la vida».
«Uno de los síntomas del deterioro que está sufriendo la democracia es el de la hipertrofia de la opinión pública, sometida a un simplismo cada vez más notorio»
No hace falta ser jurista para darse cuenta del engaño que vertebra todo el montaje. ¿Cuáles son esos «principios y derechos constitucionales» que hay que cumplir para la que la amnistía sea legal? Pues simple y llanamente los que se consagran en la inquietud expresada por Eugenio Gay ante el «complicado encaje» –al final todo en España es cuestión de encaje de bolillos, vengan encajeras y maracas, alegría– en «el principio de igualdad que deben honrar las medidas de gracia». Acabáramos. ¿Y qué principio de igualdad se va a preservar en una ley de amnistía hecha a medida de unos delincuentes a los que de pronto se los proclama inmunes al derecho por el mérito admirable de haber atentado contra el mismo y expresar su voluntad inequívoca de volver a cometer el delito? ¿Y qué ocurre con todos los que seguimos estando sujetos a la ley? ¿Podremos solicitar, de ahora en adelante, nuestro derecho a delinquir sin reproche penal? Porque de eso se trata. La amnistía solo encajará en la Constitución cuando el principio de desigualdad haya destruido por completo la propia naturaleza y razón de ser de la Carta Magna y se consagre en su lugar el privilegio como norma jurídica de un nuevo Estado de excepción, que es justamente lo que busca imponer, desde el año 2017, un perturbado reaccionario de ideas schmittianas como Carles Puigdemont.
Este fabuloso despliegue de encajes, volantes y puntillas se corona con la aportación más brillante que se conoce hasta la fecha sobre la polémica y aun diría sobre la doctrina constitucional europea. Tras citar de nuevo unas palabras de Xiol sobre que ningún juez ordinario ha pedido jamás que la amnistía se declare inconstitucional, Vidal-Folch remata:
«Según esta tesis, los magistrados del Constitucional tendrían que haber declarado derogadas las dos últimas amnistías (tanto la limitada de 1976 como la de 1977) si hubieran sido contrarias a la Constitución. Pero no ha sido así. La Carta Magna no solamente ampara esas normas concretas, sino también el instituto genérico de la amnistía, porque así lo disponen los tratados internacionales firmados por España, que forman parte del ordenamiento jurídico interno. Porque es una expresión, junto al indulto, de la facultad de gracia que consagra el artículo 62 de la Constitución. Y de ninguna manera la prohíbe, aunque no la mencione expresamente».
Cada una de estas frases merecería, además de una carcajada, un artículo. La amnistía de 1977 se hizo justamente para crear un nuevo orden legal que se consagró en la Constitución de 1978. De modo que si el Tribunal Constitucional hubiera considerado inconstitucional aquella medida se hubiera tenido que disolver de inmediato, no sin antes admitir la derogación del Estado de derecho y la monarquía parlamentaria en su conjunto. Y del reconocimiento de la amnistía en un tratado internacional no se puede colegir olímpicamente que ella sea de facto legal en España, sin que se haya revisado su especificación constitucional. ¿Y por qué arte de birlibirloque se hace a ello expresión, junto al indulto, de la facultad de gracia que consagra el artículo 62 de la Constitución? Ese artículo dice explícitamente que corresponde al rey «ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales».
En cuanto a lo de que la Carta Magna de ninguna manera prohíbe la amnistía, aunque no la mencione expresamente, hay ahí otro precioso post hoc propter hoc que también serviría –y seguramente servirá, atentos, escribanos– para terminar justificando el derecho de autodeterminación, que la Constitución tampoco menciona ni prohíbe porque su inconstitucionalidad flagrante se deriva de su propia clave de bóveda. Por si esto fuera poco, el profesor Javier Tajadura Tejada, en un artículo reciente, Estado constitucional y amnistía (Abc, 11-9-23) decía tajantemente: «La manifiesta inconstitucionalidad de una eventual ley de amnistía se deduce en primer lugar del hecho de que el constituyente debatió y rechazó expresamente la posibilidad de incluir como una facultad de las Cortes Generales la concesión de amnistías. Dos fueron las enmiendas presentadas al respecto y ambas suscitaron un rotundo rechazo». Pero claro, ni rastro de eso hay en el artículo de Xavier Vidal-Folch, perfecto ejemplo de aquel viejo adagio atribuido a Harry Truman: «Si no puedes convencerlos, confúndelos».