Varios problemas catalanes
«Nuestras políticas no han sabido encontrar una alternativa capaz de dejar a los separatistas a solas con sus ridículas ensoñaciones»
Lo que se podría llamar la lógica de la percepción apunta hacia lo general, y de ahí el dicho de que «los árboles nos impiden ver el bosque». Pero la lógica del análisis milita en dirección contraria, porque el conocimiento exige distinguir, separar y apunta más bien a que «pensar en el bosque nos puede impedir comprender a los árboles».
La política, por lo general, actúa con lógicas perceptivas, de conjunto, se mueve mediante esquemas ideológicos o proyectos muy abstractos, y, en cierto modo, es inevitable que así sea, pero por esa misma razón la política puede convertirse en un problema más en lugar de ser el cauce de los ideales comunes y las soluciones posibles. En el caso del conflicto, ya viejo, con mucha historia, que plantean los separatistas catalanes, la opinión del resto de los españoles ha tendido a ver el bosque, pues sin duda existe, pero me temo que ha descuidado mucho el estudio de las diversas especies que lo pueblan. Este proceso mental es el que ha hecho posible, por ejemplo, la vigencia de una versión esencialista como la de Ortega, aquello del «conllevar», la impresión de que Cataluña representa para España una irremediable desgracia, algo así como la tarea de soportar a un hijo tonto.
Este fenómeno, una especial forma de incomprensión, que tiene su base en la mirada muchas veces miope de la política, se acentúa de manera irremisible cuando la política misma se convierte en una lucha sin cuartel entre unos y otros, una deformación de la que nadie tiene toda la culpa, pero en la que las responsabilidades respectivas no son difíciles de adjudicar.
En esta hora del mundo, no solo de España, en la que las guerras -Ucrania, África, Israel- abundan, los españoles necesitamos revisar a fondo nuestras ideas sobre lo que supone Cataluña en el conjunto de España porque ahí existe, sin duda, el germen de algo mucho más grave que lo que ahora padecemos. Esto implica que no se puede reducir todo a factores, sin duda presentes, como «racismo» o «supremacismo», sino que exige asumir que nuestras políticas no han sabido encontrar una alternativa capaz de dejar a los separatistas a solas con sus ridículas ensoñaciones. De la misma manera que nos oponemos, con toda razón, a que solo los catalanes, algunos en especial, puedan decidir sobre nuestro destino común, tendremos que admitir que hay una cierta responsabilidad compartida en la política que dedicamos a los problemas catalanes, aunque, como es lógico, la que corresponde a los votantes de aquellas tierras pueda verse como mayor que la del resto.
Siempre me ha asombrado el alto grado de responsabilidad que mis amigos catalanes que se sienten tan españoles como yo nos atribuyen al resto de españoles en su crisis política, pero, sin darles del todo la razón, me parece que apuntan a uno de esos complejos factores que pueden ayudarnos a entender el bosque catalán. Cuando se trata de polemizar, lo que es frecuente, siempre les recuerdo la suya, su falta de acierto electoral, su paradójico empeño en ver España como un socio desleal, incluso como un enemigo.
«La responsabilidad que comparten PP y PSOE no se limita a usar a los diputados catalanes como mera moneda de cambio para evitar ponerse de acuerdo en un proyecto común»
Es imposible desbrozar ese bosque sentimental en unas pocas líneas, pero creo necesario hacer un breve apunte político sobre las responsabilidades respectivas del PP y del PSOE en lo que atañe a este grave asunto. A mi gusto, ambos han coincidido muchas veces en hacer de Cataluña un mero argumento electoral, en lugar de intentar que sus políticas contribuyan a lograr una Cataluña próspera, integrada y pacífica.
Empezaré por el PP que ha tendido a tratar a Cataluña como una realidad extraña respecto a la que ha sido escapista porque ha renunciado a tener en Cataluña un partido de verdad, como el que tiene en Madrid, en Castilla-León o en Galicia, designando desde Génova sucesivos líderes a los que, por eso mismo, privaba de cualquier autoridad o significado político. El PP no parece haber sido consciente de que esa política, muy similar a la que ha llevado en el País Vasco, desmentía su condición de verdadero partido nacional. El PP ha tratado a Cataluña como una conllevanza en la que se imponía el disimulo y el intento de pactar desde Génova 13 con los verdaderos líderes sociales de Cataluña, error tras error que ahora, por cierto, amenaza repetir Feijóo con Alberto Fernández.
En el caso del PSOE, pese a que el PSC siempre ha sido un partido mucho más cuajado que el depauperado PP catalán, la derivada principal de su política ha sido siempre la misma: hacer que los grupos políticos catalanes lo prefieran al PP, al precio que sea. El PSOE sabe que tiene muy difícil ganar cualquier elección sin el voto catalán y actúa en consecuencia. El caso máximo lo tenemos ahora frente a nuestras narices: Sánchez usará a Puigdemont para lograr su investidura, eso es todo lo que le importa de Cataluña con tal de poder revestir esa felonía con un ropaje progresista para el consumo del resto de sus electores en toda España… y luego ya veremos.
El PSOE y el PP han coincidido siempre en usar el problema catalán, una denominación que favorece emboscar las numerosas cuestiones que se arraciman, con razón y sin ella, en el malestar social y político que ahora mismo ha hecho absurdamente difícil la convivencia en Cataluña y está causando una ruina económica más intensa y visible que la del resto de España. La responsabilidad que comparten ambos partidos no se limita pues a usar a los diputados catalanes como mera moneda de cambio para evitar ponerse de acuerdo en un proyecto común que pudiera convenir e ilusionar a todos los españoles, catalanes incluidos, por descontado.
Ahora mismo, sin embargo, el paso que parece dispuesto a dar Sánchez no puede homologarse, sin más, como un nuevo episodio de la subordinación de Cataluña a los designios del aspirante a la Moncloa. Su gravedad para todos es extrema porque dinamita las reglas del juego político y reconoce en las acciones de los separatistas una legitimidad que regatea a las instituciones constitucionales, pero también porque es seguro que interpreta mal los votos de más que, en ausencia de un PP con fuste suficiente, ha recibido de numerosos catalanes que querrían ver a Puigdemont de nuevo al frente de su pequeña pastelería, nunca como el profeta triunfante de una Cataluña que no existió nunca ni jamás existirá.