La proporcionalidad y la justa causa de Israel
«Israel, legitimada para penetrar en Gaza, deberá evitar los daños colaterales a los civiles y también renunciar a una escalada que conduciría al suicidio colectivo»
Corría el 6 de febrero de 1940 y el capitán Ramsay, destacado antisemita, preguntaba al primer ministro Churchill en la Cámara de los Comunes si su Gobierno se resistía a la sugerencia de abandonar los principios que le habían llevado al propio Churchill, poco tiempo atrás, a denunciar los bombardeos indiscriminados contra la población civil durante la Guerra Civil Española. «[C]ualquiera que sea el extremo hasta el que otros puedan llegar —replicó Churchill—, el Gobierno de su Majestad nunca recurrirá al ataque deliberado contra mujeres, niños y otros civiles con el propósito del mero terrorismo». Dos años después las fuerzas aliadas bombardeaban ciudades alemanas densamente pobladas como Lübeck, Colonia, Hamburgo, Bremen… En Dresde, próxima a finalizar la guerra, más de mil aparatos lanzaron durante dos días seguidos más de 4.000 toneladas de bombas incendiarias muriendo decenas de miles de personas.
¿Debe responder Israel a los ataques a su población civil del pasado 7 de octubre? ¿Cómo?
Tenemos la razonable tentación de contestar a esas preguntas usando la conocida como doctrina de la «guerra justa», un conjunto de postulados que distingue, para empezar, entre el derecho a la guerra y el derecho en, o durante, la guerra. Esa doctrina viene siendo objeto de fuerte contestación desde hace décadas, entre otras razones porque lo que se pueda legítimamente hacer en el curso de la guerra está decisivamente determinado por la existencia o no de una causa justa para ir a la guerra en primer lugar (con lo que la estricta dicotomía ius ad bellum e ius in bello no tendría sentido). Además, se arguye que aquella doctrina es puramente «estatocéntrica» (los combatientes de un Estado que lucha sin justa causa pueden matar a los soldados amparados por una causa que sí es justa) y además está pensada para un mundo que ya no existe, un mundo de Estados-nación que se citan para guerrear en campas, con uniformes identificables, lo cual permite, para empezar, la inmediata discriminación entre combatientes y no combatientes (distinción capital pues no cabe actuar directamente contra estos últimos, tal y como recoge el artículo 51 del Protocolo I adicional al Convenio de Ginebra de 1949, de 1977).
No es el caso: Gaza es un territorio que no pertenece a un Estado (Israel aún lo somete a fuertes restricciones y control por razones vinculadas a su propia seguridad), ni por ende con un Ejército regular. Así y todo no es difícil asumir que Hamás, un grupo terrorista fuertemente armado que de facto es soberano dentro de la franja, hace las veces de «combatiente enemigo» contra el Estado de Israel. Sus últimas acciones, de haber sido formalmente un Ejército, constituyen una flagrante violación de las normas del derecho internacional que incorporan la doctrina de la guerra justa, pues se han dirigido directamente contra civiles. Y aquí el adverbio es crucial: los más de mil muertos en Israel el 7 de octubre no son los efectos colaterales que produce una acción de guerra contra un objetivo militar legítimo, sino un asesinato masivo de inocentes, un crimen de guerra universalmente condenado.
«La proporcionalidad no es mera equivalencia en la respuesta o aplicación de la ley del talión»
Hamás usa los civiles, los propios, de otro modo criminal: como parapetos para proteger sus instalaciones militares revirtiendo la responsabilidad por sus muertes, con lo que vulnera el artículo 51.7. del Protocolo I Adicional. Pero, nuevamente, no estamos ante una fuerza estatal que esté sometida a dicho orden. Tampoco Israel, que, aunque sí es un Estado, no se ha adherido a dicho protocolo, como muchos otros países (Estados Unidos entre ellos), aunque sí es parte, desde 1951, de la Convención de Ginebra de 1949.
En todo caso, Israel ha reiterado su compromiso con el Derecho del Conflicto Armado, el Derecho Internacional Humanitario, el conjunto de normas del Derecho de los Tratados y del Derecho internacional consuetudinario que regula, bajo la égida de la doctrina de la guerra justa y el respeto a los derechos humanos más básicos, el uso de la violencia entre Estados. Bajo ese paraguas, es común afirmar que la respuesta armada que, cuando se escriben estas líneas, Israel está a punto de acometer, habrá de ser, en todo caso, «proporcional». Pero decir esto es, en realidad, decir bien poco.
Para empezar, la proporcionalidad no es mera equivalencia en la respuesta o aplicación de la ley del talión. En su eficaz, pero por otro lado falaz, respuesta en una entrevista televisiva, Douglas Murray ironizaba que Israel, acusada de desproporción por el bombardeo que lleva a cabo desde el 7 de octubre, el bloqueo de suministros básicos y la exigencia de que la población de Gaza se dirigiera hacia el sur del país, quizá debía entonces localizar un festival de música rave en Gaza y asesinar a decenas de asistentes (el número de los que fueron masacrados por Hamás); violar el número de palestinas que violaron los terroristas en suelo israelí, y luego ir en busca de un número de civiles igual al de asesinados por Hamás en los kibutz y secuestrar el número de palestinos equivalente a los ciudadanos que hoy siguen secuestrados y a recaudo de Hamás. No es el caso: si, pongamos, la respuesta de Israel frente al ataque recibido está justificada —es decir, si emprende una guerra con causa justa— infligir un mayor, o mucho mayor número de muertes será una acción «proporcionada» si resultase que todas ellas son las de combatientes de Hamás, pues estos son objetivos legítimos.
No: el requisito de la proporcionalidad parece ser, más bien, el de no iniciar una guerra para resolver un conflicto si no se ha revelado como un medio necesario tras haber agotado las vías pacíficas de solución, y la de no excederse durante la guerra en el uso de la fuerza para vencer (ese es el espíritu del artículo 35.2. del Protocolo I Adicional de 1977). Si trasladásemos estas consideraciones al ámbito del uso de la violencia legítima por parte del Estado contra sus ciudadanos, es decir, al ámbito interno, si bien queremos que la policía (los buenos) ganen a los secuestradores (los malos), estimamos inmoral que disparen a las primeras de cambio, sin haberles dado la oportunidad de rendirse, y que para que salgan del edificio donde se hacen fuertes empleemos un potente explosivo cuando el uso de gases lacrimógenos habría bastado.
Pero si lo piensan bien, el requisito de la proporcionalidad es una exigencia extraña pues, como ha puesto de manifiesto el sagaz filósofo Javier Aguado, recurrir a la desproporción es la mejor manera de vencer al enemigo. En el límite, toda victoria militar habrá sido el fruto de alguna desproporción pues de otro modo, es decir, gobernados exquisitamente en la guerra por la proporcionalidad, toda contienda debería terminar en una suerte de empate. Esta paradójica consecuencia resulta aún más manifiesta cuando consideramos que hay una causa justa para desatar la guerra. Y esta es ciertamente la de Israel: garantizar la seguridad de su población —que incluye por cierto muchos palestinos cuyos derechos, por comparación, son muchísimo más respetados que en los países vecinos o aliados de la causa palestina, incluyendo Gaza— librándose del terrorismo de Hamás. Es decir, cuando la causa de la guerra librada es justa no querremos de hecho que la observancia de la proporcionalidad resulte en una imposible o más costosa victoria: toda desproporción contra los nazis debió parecer poca a los judíos hacinados en los campos de exterminio. Una lógica semejante fue la que anidó bajo la actuación no infrecuentemente desproporcionada de las fuerzas aliadas contra el Eje.
«La desproporción, siendo la causa justa, también opera en el sentido contrario, es decir, imponiendo la renuncia a la guerra»
Pero la justa causa no puede ser un cheque en blanco. Imaginemos en el límite que Israel, con su poderío tecnológico y militar, lograra identificar y cercar a todos los militantes de Hamás que, derrotados, salen inermes, con los brazos en alto, la bandera blanca y en son de paz. Ejecutarlos en ese mismo instante, como hizo por cierto Estados Unidos con Bin Laden, sería a todas luces una desproporción por mucho que fuera «de justicia» y la más eficaz garantía para asegurar la tranquilidad de Israel. De nuevo, pensamos que esa acción sería absolutamente inaceptable si se tratara de criminales «internos» y tenemos que ser fieles a ciertos principios que proclamamos.
Y la desproporción, de nuevo, siendo la causa justa, también opera en el sentido contrario, es decir, imponiendo la renuncia a la guerra. Es lo que ocurre cuando la respuesta de quien, por sus acciones, se ha convertido en objetivo de legítimo ataque, puede ser brutal en exceso o conducir a una escalada en la que no hay ganancia alguna para nadie y todo es aniquilación. Tanto en 1968 con la invasión de la Unión Soviética en Checoslovaquia, como hoy con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, lo legítimo para las potencias occidentales con Estados Unidos a la cabeza, era olvidarse del recurso a la guerra.
En estos días, Israel, legitimada para penetrar en Gaza militarmente y tratar de rescatar a los cientos de israelíes inocentes que aún permanecen secuestrados, y ulteriormente para neutralizar un grupo terrorista que ha revelado una vez más la dimensión de sus bárbaros propósitos y medios, deberá evitar tanto como le sea posible los daños colaterales a la población civil (no siempre cabe evitarlos), pero también por razones vinculadas a la proporcionalidad, renunciar a esa respuesta. Pero no, como se dice tontamente en los maitines radiofónicos de más de una tertulia, porque «siempre se pueda hacer algo más», sino porque la escalada, la entrada en el conflicto de países como Irán que cuentan con armamento nuclear, no conduciría más que al suicidio colectivo. Entonces, una buena causa habrá tornado en injustificable la guerra emprendida por Israel.