Juego y pasatiempo
«Sobran los malos jugadores, que sólo aceptan juegos en los que ganar significa ganancia y acumulación de bienes»
La vida es un juego, rezaba un exitoso programa televisivo, y hay que apostar. Pero, a juzgar por la miríada de procesos automáticos en que nos vemos inmersos desde que suena el despertador, todo indica que la vida no es ni juego ni apuesta, precisamente. El instinto es el compás que pone a cantar y bailar a los animales y el automatismo pone en marcha al robot.
Y, sin embargo, hay algo de verdad en eso de que la vida es juego. Pero no es la verdad de la excepción antropológica. Cómo va a ser el animal humano un homo ludens, por decirlo con Huizinga, si hasta los perros juegan a perseguirse y a mordisquearse entre ellos; si hace ya tres décadas que un programa informático jugase al ajedrez con Kasparov y lo derrotase. No es, en efecto, la verdad de la antropología, sino de la metáfora absoluta, por decirlo en términos de Hans Blumenberg. Hay realidades que sólo toman sentido si su ingente caudal es convenientemente embalsado y canalizado por la metáfora.
Un ejemplo paradigmático de Blumenberg es el de la legibilidad del mundo: que el mundo no es un libro, tal y como exclamaría el materialista más grosero, es algo en lo que todos convendríamos. Pero, como bien expone el filósofo alemán, es a raíz de la invención y profusión del libro como artefacto que aprendimos a comprender el mundo. Hace falta pensar que las leyes de la naturaleza están inscritas en la naturaleza para poder luego descifrarlas, labor en la que nos venimos afanando desde hace siglos. No es tanto que los libros nos expliquen la realidad del mundo, sino que podemos comprender el mundo porque lo equiparamos a un libro; y, dicho sea de paso, a nosotros mismos como los idóneos intérprete del texto.
Conque el mundo como libro no es más que un mito. Como el archiconocido relato de la caverna no es más que una alegoría. Foucault definió el espíritu de su época con el nombre de episteme; Kuhn habló de paradigmas; Jung, de inconsciente colectivo. Metáforas que, todas ellas, descansan en el poder de mito y la metáfora. Porque el mito, obvio es redordarlo, no debe ser triturado por la razón, pues hay cosas que solo el mito puede alumbrar y alumbra.
«El mito, obvio es redordarlo, no debe ser triturado por la razón, pues hay cosas que solo el mito puede alumbrar y alumbra»
Gustavo Bueno diferenciaba entre mitos luminosos, de cuya entraña nace y prolifera el conocimiento, y mitos confusionarios, cuyo oscurantismo pervierte y desfigura el conocimiento. Cuando menos paradójico es que los más enconados enemigos de la mitología, esto es, los hijos del Siglo de las Luces, se sirvieran del mito de la luz contra las sombras.
Por eso el proverbio «la vida es juego» es verdadero: comprender la vida como juego, sin creer que de verdad lo sea, resulta más fructífero que no hacerlo. Una de las características del jugar es que es un hecho con sentido por sí mismo, y si a algo aspiramos es a una vida con sentido.
Creer de verdad… La gente que arremete contra la religión suele arremeter en realidad contra la hermenéutica literalista de los textos sagrados. Les indigna no tanto que haya iglesias, procesiones o romerías como que haya gente que crea de verdad en un Dios que hizo el mundo en siete días, en una mujer que da a luz siendo virgen o en un espíritu santo con plumas. Pero se trata más de un fenómeno de proyección del fanatismo propio que de una crítica a lo que el otro cree. El fanático busca siempre la confrontación con otros fanáticos. La mente no fanatizada rara vez se imagina que los de su alrededor puedan profesar un fideísmo tan literal y cachazudo.
Hace unos meses, un célebre youtuber vino a recordar a sus seguidores, en un tono tan severo como displicente, que la vida «no es un juego». Parecía querer decir que la vida es una lucha por la supervivencia y que las consecuencias se pagan caras. Sin embargo, nadie diría que el juego de la ruleta rusa no sea un juego, por apremiante que sea el peligro que conlleva. La vida es juego precisamente por el carácter dúctil del juego, que pareciera un espejo de la propia vida. Como dice Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas, las reglas del juego permiten cambiar las propias reglas del juego y hasta cambiar de juego.
Dice el Corán que la vida es juego y pasatiempo, y dice la verdad. La vida es juego si entendemos el juego como pasatiempo y no como agón. El tiempo pasa y, a la vez, pasa de todo. Así sucede con el juego, entendido como poiesis y espejo de la naturaleza. El juego entendido como deporte organizado y profesional atañe sólo al aspecto técnico de la vida humana. ¡No en vano a los entrenadores se les llama técnicos! Sobran los malos jugadores, que sólo aceptan juegos en los que ganar significa ganancia y acumulación de bienes, y escasean los buenos jugadores, es decir: los sabedores de que la vida es poiesis antes que techne. La vida es juego y pasatiempo.