Y si Sánchez fuera un autócrata representativo
«El presidente del Gobierno en funciones apuesta por una concepción plebiscitaria de la política, tensionando los poderes y las instituciones del Estado»
La autocracia es el contrario exacto de la democracia si partimos de las categorías clásicas del pensamiento político. Autocracia y representación popular son dos nociones irreconciliables. Mientras en la autocracia existe una arrogación arbitraria y exclusiva del poder sin atribución o transferencia temporal de voluntades, en la democracia, el poder se basa en un mandato temporal y revocable. Así es como la representación popular supone una delegación o cuando menos una cooptación, frente al modelo de autodesignación del autócrata. En estos términos, reconozco que en el Congreso de los Diputados me costaba asimilar intelectualmente las acusaciones recurrentes de autócrata que recibía Sánchez por parte de algunos diputados. Me parecían afirmaciones propias de la hipérbole, del frenesí dialéctico y de la sobreactuación parlamentaria. Pues bien, puestos a reconocer errores, tengo en mi conciencia haberme equivocado, aunque fuera parcialmente, porque Sánchez aglutina todos los rasgos típicos para ser definido como un autócrata representativo.
Hay precedentes en otros países de cómo la autocracia intenta embozarse detrás de formas de poder representativo, para hacer realidad formas genuinas de caudillismo. Por ello, aunque pudiéramos pensar que esos métodos de desprestigio democrático son propios de otros países, las alertas se han encendido en España y toda precaución es escasa para prevenir las falsificaciones propias del cesarismo. Por eso, es preciso identificar esos rasgos característicos para que el discurso no sea una mera proclama encendida sino que carezca de fundamento intelectual.
La primera manifestación de autocracia representativa viene motivada por el incumplimiento sistemático y extensivo de los compromisos programáticos una vez que se alcanza la mayoría suficiente para gobernar. Bajo el principio demoledor de que la mayoría gobernante se define como «la mitad más uno» y, toda vez que no se ha alcanzado la mayoría suficiente para gobernar, Sánchez aspira a conformar un sumatorio de pretensiones incompatibles y destituyentes. De hecho, Sánchez no negocia con sus socios, sino que agrega, de modo que así es imposible que establezca límites de contención a las demandas de sus pretendientes. De este modo, el votante del PSOE observa que la voluntad de su hombre elegido se disocia manifiestamente, y en asuntos nucleares, de su voluntad de delegación originaria, provocando la primera ruptura característica de la actuación de un autócrata representativo.
La segunda expresión definidora de la autocracia representativa es el debilitamiento institucional mediante la eliminación progresiva de la separación de poderes. Hay que reconocer que Sánchez es un maestro impúdico en el arte consumado de acabar con Montesquieu por la vía de enfeudar el arbitrio presidencialista, merced al uso indebido de las instituciones. Por un lado, ante la previsible Ley de amnistía, el Poder Legislativo desborda la actuación positivista y reglada del Poder Judicial hasta aniquilarlo retrospectivamente. Para Sánchez, el Poder Ejecutivo es un poder reparador y el Poder Judicial es un poder represivo.
«Si se diluyen los poderes del Estado, es que hay una pulsión centrífuga a concentrar el poder en un solo hombre»
Siendo así, cualquier juez debería tener la conciencia de que su fallo se convierte en un fallo revocable, no por instancia judicial, sino por instancia ajena, fruto de la voluntad de un Poder Legislativo formado por un agregado de intereses propios que no asumen como propio el interés general. Si se diluyen los poderes del Estado, es que hay una pulsión centrífuga a concentrar el poder en un solo hombre sin contrapresos. Una autocracia, siquiera sea representativa, presupone un inocultable origen antidemocrático o una adulteración total de los mecanismos de equilibrio y control de modo tal que se produce una inevitable concentración y centralización del poder que elimina las posibilidades de cualquier fiscalización.
En tercer lugar, Sánchez es el prototipo de cesarista burocrático, mediante la articulación de una «burocracia del consuelo» para mayor control de las clases medias y bajas, del que no están exentas la totalidad de Administraciones Públicas en España, gobierne quien las gobierne. Mediante una inflación de aparentes derechos humanos y civiles, que define perfectamente Pablo de Lora en su obra Los derechos en broma. La moralización de la política en las sociedades liberales, y mediante la construcción de un discurso desde el Gobierno basado en el agravio entre colectivos (hombres/mujeres, territorios, clases sociales), Sánchez aspira, y lo consigue, a pervertir el interés común por la vía del enfrentamiento.
Por último, la proliferación laberíntica de una legislación profusa, con enormes dosis de autoseñalamiento virtuoso, escaso contenido prescriptivo, que haría las delicias de Franz Kafka si viviera y rehiciera su libro Sobre la cuestión de las leyes, porque las leyes siguen siendo un secreto, no aristocrático, sino intelectivo. Por otro lado, en la concentración propia del poder autocrático, el Gobierno hace un uso abusivo del instrumento jurídico del Real Decreto Ley, con una tendencia irreparable a la sobreconstitucionalización del Derecho y la consiguiente sobreimplicación de los jueces y tribunales constitucionales en el debate público. Por ello, es tarea del autócrata representativo culminar el control numérico y cualitativo del máximo órgano encargado de la revisión de la constitucionalidad de las normas en España.
En definitiva, Sánchez apuesta, como un autócrata representativo, por una concepción plebiscitaria de la política, tensionando los poderes y las instituciones del Estado. Para un autócrata, el cumplimento de la ley material queda supeditado a la mayoría conformada por sumandos de intereses que nada tienen que ver con la protección del sistema constitucional y, por consiguiente, de la separación de poderes. Es así cómo a través de la degeneración de los rasgos propios de los equilibrios de los sistemas democráticos y liberales, Sánchez, progresivamente, ha alcanzado el estadio de una genuina autocracia, aunque sea formalmente representativa. Y su tarea no ha finalizado.