¿Polarizados?
«Si nos tomamos la diversidad ideológica y el pluralismo en serio, no hay sociedad política sana que no esté (hasta cierto punto) polarizada»
A mediados de los años 70 del siglo pasado, la sociedad argentina se encontraba fuertemente polarizada. El ruido y la crispación se palpaban en las calles, especialmente en la Plaza de Mayo, en el centro de Buenos Aires, donde cientos de madres se concentraban reclamando a las autoridades que dieran cuenta del paradero de sus hijos, desaparecidos tras haber sido detenidos por fuerzas policiales o parapoliciales. Entre los años 1861 a 1865 la polarización en Richmond, Virginia (EEUU) fue extrema, hasta el punto de que los decibelios de los rifles ensordecían a un respetable dividido por la cuestión de la esclavitud. Lo mismo en el Madrid de los meses previos al 18 de julio de 1936. ¿Vivía polarizada la ciudadanía vasca durante los llamados «años de plomo» o la sociedad española en su conjunto en durante el régimen de Franco? ¿Constituye una forma de polarización la reclamación en Cataluña de que los niños puedan estudiar en español en la escuela pública?
He pensado sobre estas cuestiones a raíz de la lectura del ensayo del sociólogo Luis Miller, Polarizados. La política que nos divide, recientemente publicado. Y ello porque en los últimos tiempos, con el incremento del uso de ese término, albergo la sospecha de que, bajo una caracterización inmediata, intuitiva, la polarización en España, y en otros lugares donde se afirma que resulta preocupante, no es tan grave —en términos comparativos con otros momentos históricos— y, además, que hay una cierta trampa en la alerta sobre la polarización, una forma de esconder dónde está verdaderamente la bolita del debate sobre los asuntos de interés público. El libro de Miller me ha ayudado, siquiera sea involuntariamente, a corroborar esa doble sospecha.
«Estamos más polarizados que antes porque es mayor el número de acuerdos rotos o más profundo o importante el acuerdo quebrado»
¿Por qué nos resulta extraño describir como una sociedad «polarizada» a la del País Vasco de los años 80 del siglo pasado a pesar de que la defensa de un ideal llegaba hasta el punto de matar o poner bombas, o censurar como «crispación polarizante» las manifestaciones de las madres y abuelas de la Plaza de Mayo? En el primer caso porque cuando el miedo generalizado impera sobre una de las partes «en conflicto», ni polarizar cabe, tan solo callar y evitar ser señalado; en el segundo porque «la polarización crispante o la crispación polarizante» era lo menos que se podía hacer frente al hecho abominable de que una Junta Militar estaba asesinando y haciendo desaparecer a miles de ciudadanos. Así que no, la polarización que nos asola, a la que se dedican páginas y páginas de análisis de profundidad variable en los medios de comunicación, es la propia de sociedades políticas en las que todavía hay recurso a la disidencia, incluso a la disidencia con decibelios, salidas de pata de banco, algún que otro exabrupto.
Conceptualmente, por tanto, estamos polarizados porque se han roto algunos acuerdos previos. Y estamos más polarizados que antes porque es mayor el número de acuerdos rotos o más profundo o importante el acuerdo quebrado, quizá uno de esos así llamados «consensos básicos». ¿Por qué? Es aquí donde a veces, en mi opinión, asoma el analista tramposo, el que hace depender de su propia estimación normativa —lo que debería ser en términos institucionales, jurídicos o políticos— la relación causal de la supuesta polarización. ¿Estaríamos menos polarizados si hubiera menos desempleo o desigualdad?, como apunta Miller a lo largo del ensayo.
Si nos centramos en el caso español, tengo mis dudas y mis propias conjeturas y me animo a no disipar las primeras ni a disolver las segundas porque, como Miller mismo reconoce, ni los datos ni las evidencias son concluyentes. Y es que tengo para mí que la causa fundamental del incremento de la polarización en España está fundamentalmente vinculada al auge del independentismo en Cataluña, a los sucesivos intentos de consulta, o directamente ruptura, en 2014 y 2017 (asunto del que también se ocupa Miller, si bien de manera muy tangencial); es decir, con la voladura de algún consenso básico, y, ulteriormente, con quiebras de algunos consensos parciales o de menor alcance que han sido fértilmente aprovechados por algunos actores políticos sabedores de que ciertos temas podían ser movilizadores entre su electorado. Recuerden al Zapatero de 2008, aún con el micrófono puesto, confesando a Gabilondo tras su entrevista en Cuatro: «Nos conviene que haya tensión. Yo voy a dramatizar a partir de este fin de semana… Nos conviene mucho». Así lo señala el propio Miller: «Como tantas veces ha mostrado el PSOE, las elecciones se ganan con los sentimientos…».
«No hay alternancia ni posibilidad democrática genuina sin algún consenso que no está disponible para los actores políticos»
De otra parte, es igualmente constatable que, como también dice Miller, hay consensos interesados, «de parte», que funcionan como trampantojos, recursos propios de la persuasión política, especialmente, como hemos podido comprobar durante la pandemia, si resultan avalados por supuestos expertos o «la Ciencia». Es lo que ocurre cuando algunos de los actores políticos perciben que saltan a un terreno de juego inclinado y quieren equilibrarlo. Entonces, quien movió primero las fichas de manera ventajista se queja, incomodado por tener que responder o justificar lo (que considera) obvio, axiomático.
Frente a los ejemplos que suscita Miller, tomemos el muy ilustrativo caso del uso del español en Cataluña. Un día inconcreto, de manera inadvertida, alguien formula una de esas preguntas inaugurales que dejan patitieso al «bloque del consenso»: ¿por qué no se habla español en el Parlamento de Cataluña si resulta que es la lengua co-oficial y mayoritaria en esa comunidad? ¿Por qué no ondean las banderas oficiales en los edificios públicos en Cataluña? Y así podría proseguir con muchos interrogantes semejantes, impugnaciones frecuentemente despachadas como ejercicios «negacionistas» y que «alimentan la crispación» y «no ayudan». ¿Les suena? Piensen en el cuestionamiento sobre las causas de la violencia de género y los medios de atajarla, la identidad de género, la forma de proceder a la descarbonización de la economía y así luchar contra el cambio climático, las llamadas de atención sobre el carácter selectivo o sectario de la legislación en materia de memoria democrática y otros tantos asuntos controvertidos o controvertibles. Aunque Miller no se centra específicamente en esas «batallas culturales», me parece que son muy buenas instancias para reivindicar lo que sí está presente en su planteamiento: que aquellos que polarizan no son sino legítimos disidentes y que si nos tomamos la diversidad ideológica y el pluralismo en serio, no hay sociedad política sana que no esté (hasta cierto punto) polarizada.
Y sin embargo, no hay alternancia ni posibilidad democrática genuina sin algún consenso que no está disponible para los actores políticos. Cuando ese consenso básico o muy básico —quién es el titular de la soberanía, por un poner— se obvia, si es que no directamente se quiebra, la polarización entendida en su acepción física, ese efecto de «no poder reflejarse o refractarse los rayos de nuevo en otra dirección» (RAE), se dará sin metáforas, con lo que la ruptura del tablero o de la baraja se empezará a dar por descontada y será una consecuencia mecánica, lógica y justificada. Es lo que en estas horas, pocos meses después de que se celebraran las elecciones del 23 de julio y de que Miller mandara su libro a la imprenta, parece que puede acontecer en España.