THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Napoleón y su burro

«Las ideologías no son construcciones mentales despreciables, pero suelen ser poca cosa más que la interfaz ornamental de la voluntad de poder»

Opinión
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Napoleón y su burro

'Bonaparte cruzando los Alpes', de Paul Delaroche. | Wikimedia Commons

Hoy se estrena en España la nueva película de Ridley Scott, Napoleón. Será un acontecimiento cinematográfico. ¿Iré a verla? Bueno, me gustaron algunas películas de este director. He visto varias veces y siempre con deleite Los duelistas, aunque prefiero, claro, la noveleta —así llaman los cubanos a la novela corta: noveleta— de Conrad. Me gustaron, a quién no, Alien y Blade Runner, Thelma & Louise y hasta Black Rain, aunque ahí actuase Michael Douglas. Luego en su día fui al cine a ver Gladiator y me dije: «Hasta aquí, Ridley; tonterías, las justas».

No iré a ver Napoleón aunque la excelencia de Ridley Scott como creador de atmósferas es asombrosa. Pero es que ya sé cómo acaba la historia de Napoleón, y además estoy vacunado, inmunizado contra él. ¿Cómo es posible tenerle respeto a semejante sacamantecas, a alguien capaz de entrar en Rusia con 600.000 soldados, volver a escape con 20.000, y en vez de suicidarse, como hubiera hecho cualquier romano, armar otro ejército, provocar unas docenas de miles de muertes más, y todavía, en el exilio, sentirse víctima de la mezquindad británica? Entiendo que en Francia le hayan dedicado no cientos sino miles de libros, porque durante un breve lapso de tiempo convirtió ese país en un imperio (aunque a costa de diezmarlo), lo que halaga su pueril anhelo de grandeur. Para justificar lo injustificable, se alega en su favor que exportó los logros igualitarios de la Revolución… Bueno, estoy seguro de que llegará el día en que se entienda del todo que las ideas y las ideologías no son construcciones mentales despreciables, pero suelen ser poca cosa más que la interfaz ornamental de la voluntad de poder.

«Es la estilización de una realidad horrible, proceso que ya empezó en su tiempo, con los retratos falseados de Jacques-Louis David»

Ahora todavía muchos siguen fascinados con el pequeño corso. En una subasta de París se acaba de vender uno de sus bicornios por dos millones de euros, ya son ganas, sea de ser muy fetichista, o muy tonto. So pretexto de que una película no es una lección de Historia, Ridley Scott lo pone al rastacueros al galope en Waterloo, sable en mano, al ataque, motivo suficiente para no ir a ver la suya, a no ser que uno tenga la mentalidad de un niño de cinco años. Es la estilización de una realidad horrible, proceso que ya empezó en su tiempo, con los retratos falseados de Jacques-Louis David, que bajo el título Napoleón cruzando los Alpes lo presenta montado en brioso corcel alzado sobre sus patas traseras, el brazo extendido y el dedo índice apuntando al brillante porvenir, la viva imagen del héroe romántico. Ahora bien, el mismo Napoleón cuenta aquella ocasión con acentos menos sublimes: «El primer cónsul (o sea, él mismo) montaba, en los pasos más difíciles, el burro de un vecino de Saint-Pierre que el prior del convento había elegido por ser el burro más seguro de todo el país». Así lo retrató, medio siglo después, Paul Delaroche, y los franceses que vieron su cuadro lo repudiaron, por iconoclasta. Es amarga la verdad, se prefiere siempre la ilusión.

Es divertido releer las observaciones más estúpidas de Stendhal en La cartuja de Parma, en esas páginas sobre lo encantados que recibieron los italianos a los soldados franceses de Napoleón, que encarnaban, según el gran novelista, la juventud, la desenvoltura, la aventura. O releer las Causeries du lundi de Sainte-Beuve, que tanto admiraba al pequeño corso, y no sólo le arrobaban sus hazañas bélicas sino también la elocuencia de sus discursos. En una de las varias causeries que le dedica está una cita significativa de la arenga de Napoleón a sus soldados cuando se disponía a invadir Italia, en 1796: «Soldados, estáis desnudos, mal alimentados; el Gobierno está en deuda con vosotros pero no puede daros nada… Yo quiero conduciros a las llanuras más fértiles del mundo… Allí encontraréis honor, gloria y riqueza…» Como diría Cruyff, «no hase falta disir más».

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