Pedro Sánchez o las políticas de la dignidad
«El presidente del Gobierno ha hecho saltar las costuras de nuestra política exterior actuando a la vez como espantapájaros de la política nacional»
En su reciente Los derechos en broma (Ed. Deusto, 2023), Pablo de Lora ha arremetido en contra de la perversa moralización de la política, que es todo lo contrario a una defensa de la virtud publica. Decía Deirdre McCloskey en su ya clásico tratado sobre las virtudes burguesas que, sin una cultura y unas formas previas, no habría triunfado la democracia liberal y quizás, sin ellas, tampoco logre subsistir. Son cosas que uno piensa y repite sin que acabe de entender por qué no las vemos todos un poco más claras. A iluminar este debate, oscurecido por esas turbias fuentes del deseo de las que mana el poder –o los poderes–, acude el libro de Pablo, fino y provocador como siempre, incisivo e inteligente como nos tiene acostumbrados, incluso cuando se discrepa.
Los derechos en broma es la consecuencia de un adanismo que siempre va de la mano de la irrealidad. Alertaba Josep Tarradellas –lo leí en el blog de R. Obiols no hace mucho– de que el peligro de Cataluña era el acné y no las arrugas; y esta definición del catalanismo que surgió de la Transición –y se inflamó con el procés– podría trasladarse al conjunto de la política española, desde que esta sustituyó el conocimiento de la condición humana –su piel ajada– por la arrogancia del moralismo y por el esperpento de las proclamas repetidas en voz alta para que todo el mundo las oiga bien: somos mejores porque nosotros mismos insistimos en que somos mejores. La utilidad es evidente: si nos situamos por encima, los demás quedan por debajo. Para que unos sean mejores, es preciso que haya otros peores. Los que ellos digan, claro está.
«Son lógicas moralizantes que se caracterizan sobre todo por su condescendencia agresiva»
El último ejemplo lo encontramos en el posicionamiento que adoptó Pedro Sánchez durante su visita a Israel y que le ha valido el apoyo de Hamás y la ira del Gobierno de Tel Aviv. El domingo, en un mitin del PSOE, volvió a reiterar las mismas ideas en nombre de la dignidad. Son lógicas moralizantes que se caracterizan por la simplificación del argumentario –es cierto–, pero sobre todo por su condescendencia agresiva: no sólo cierran el debate, sino que señalan adversarios. Y adversarios son todos los que sostienen opiniones contrarias a la dignidad exigida por el líder político. Porque, si se está a favor de lo bueno, no se puede defender lo malo.
Sánchez, que es el político de la dignidad por antonomasia, ha hecho saltar las costuras de nuestra política exterior actuando a la vez como espantapájaros de la política nacional. Por un lado, sitúa al PP y a Vox fuera del humanitarismo global (¿cómo iba a ser de otro modo si son los herederos del franquismo?); por el otro, evita hablar sobre la amnistía, al menos durante unos días. Resulta todo tan previsible –y falso– como las ya habituales alertas antifascistas. El acné en política, que conduce a tratarnos como adolescentes, deriva rápidamente en la infantilización de un pueblo que renuncia al pensamiento crítico para dejarse llevar por las apariencias. Es casi una definición exacta del populismo. También de la irresponsabilidad. Porque no vas a exigir lo mismo a un niño que a un adulto ni le vas a pedir la misma coherencia, ni vas a asumir la ejemplaridad como el criterio rector de la vida pública del mismo modo a una sociedad infantilizada que a una sociedad adulta. A todo esto nos conducen, me temo, las políticas de la dignidad, los derechos en broma, el cinismo de unos y las creencias de otros. A ese pozo sin fondo…