La tauromaquia hoy
«Lo realmente atroz de la actitud de responsables públicos como Urtasun es la ciega seguridad con que se disponen a desterrar de la ética a los taurinos»
Fue una pena que Ortega y Gasset no llegara a emprender nunca el libro sobre la tauromaquia que tantas veces anunció, Paquiro o de las corridas de toros. De él tan solo nos han quedado unas cuantas pavesas en ese ensayo deslumbrante que es La caza y los toros (Renacimiento), una de las reflexiones más serias que se han escrito en Europa acerca del eterno problema entre lo humano y lo animal. En uno de los fragmentos sobre toros, Ortega dice que la fiesta ha sido durante dos siglos «el hontanar de mayor felicidad para el mayor número de españoles». Y a propósito de ello, el filósofo hacía notar que la tauromaquia había llenado durante mucho tiempo las conversaciones del país, de ahí su impronta en el lenguaje, como hace poco analizó también Félix de Azúa en su impresionante pregón a la feria de abril de Sevilla. Azúa recogía ahí precisamente la reflexión de Ortega de que el verbo matar es el único de la familia indoeuropea que mantiene su acepción primitiva del latín mactare, que significaba honrar, ofrendar y luego sacrificar algo.
La afición por los toros había sido algo transversal en España. La fiesta gustaba por igual a aristócratas y plebeyos, a monárquicos y republicanos, a comunistas y fascistas, por supuesto a madrileños, catalanes y vascos. Barcelona, hoy proclamada ciudad antitaurina –como Olot, donde sin embargo se matan 14.000 cerdos al día, por lo que debería ser declarada ciudad porcinófila– llegó a tener tres plazas. Aquello que durante siglos fue compartido por tantos y que nutría la cultura popular con tanta fuerza se ha convertido hoy en un fenómeno excepcional, utilizado a menudo por detractores y apologetas para sacar a relucir sus vergüenzas nacionales, encantados unos con la bandera que otros vilipendian. A ese respecto, basta recordar a Sánchez Ferlosio cuando decía que había dejado de ir a los toros «no por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres».
La cuestión por tanto no debe exponerse según criterios nacionalistas, porque por ahí a uno siempre le espera el ridículo. Es más interesante en cambio analizar la tauromaquia como resistencia contra un proceso de transvalorización que amenaza con dejar a los humanos sin fundamentos éticos. Hay en La caza y los toros una observación muy perspicaz que ahora resuena con mayor pertinencia. Reflexionando acerca de la creciente moda de la zoofilia, dice Ortega: «Si usted cree que puede hacer lo que quiera, por ejemplo, el sumo bien, es usted ya, y sin remedio, un malvado. Solo es estimable la preocupación por lo que debe ser cuando ha agotado el respeto por lo que es». Se podría dedicar un seminario entero a esa frase.
El nuevo ministro de Cultura, Ernest Urtasun –lo mismo que Jordi Martí, la lumbrera que se ha traído de Barcelona como secretario de Estado– es un declarado antitaurino, en coherencia con Sumar, el partido en el que se integra y que aboga por acabar con la financiación pública de las corridas. Como se sabe, Urtasun ha definido la tauromaquia como una actividad «injusta, sádica y despreciable», calificativos extensibles, se supone, a todos aquellos que son felices en la plaza y sin los cuales no existiría el espectáculo. El ministro es un ejemplo perfecto de lo que Fernando Savater, en su imprescindible ensayo Tauroética (2010), llamó la «barbarie compasiva»:
«Porque en su sentido prístino y radical, el bárbaro no es quien maltrata o no se compadece de las bestias, sino quien no distingue entre el trato que debemos a los humanos y el que corresponde a los animales. La auténtica imagen de la barbarie no ocurre dentro de la plaza donde se lidia al toro, sino fuera: son esas personas que yacen desnudas, cubiertas de falsas banderillas y pintura color sangre, y que dan a entender que es lo mismo matar a un toro que a un ser humano. Dice una barbaridad el portavoz de ATEA en el País Vasco cuando pide explicaciones porque se condene a ETA pero no a Jesulín de Ubrique y otra aún peor los que se ufanan de alegrarse cuando el toro mata al torero. Donde no se asume la excepcionalidad del vínculo recíproco entre semejantes racionales, ése es el predio de los bárbaros».
«Frente a la inapelable condena del ministro, extraña a cualquier forma de duda o problema, el toreo supone, justamente, una escenificación de todo lo que es»
Uno tiene todo el derecho, por supuesto, a ser antitaurino y animalista y luchar por el cierre de las macrogranjas e incluso a proponer un nuevo pacto con la fauna. Pero lo realmente atroz de la actitud de responsables públicos como Urtasun es la ciega seguridad con que se disponen a desterrar de la ética a los taurinos, despojándolos de unos atributos humanos que solo ellos se creen autorizados a formular. En el fondo, su actitud entraña una perversa tergiversación moral, puesto que pretende elevar al derecho natural una compasión que está basada en una transferencia humana parcial e interesada. Como decía Heidegger, todo intento de deshumanizar la interpretación del mundo es estéril, puesto que la tentativa no es sino una humanización al cubo. La tauromaquia ha terminado adquiriendo una trascendencia inesperada en nuestro tiempo porque preserva nuestra condición de mortales de una banalización y una cursilería mucho más crueles y destructivas que la lidia del toro en la plaza. Frente a la inapelable condena del ministro, extraña a cualquier forma de duda o problema, el toreo supone, justamente, una escenificación de todo lo que es.
Pero nótese que eso implica asumir que no hay nada resuelto, tampoco la relación entre hombres y animales o la del hombre con su propia capacidad de matar o de infligir sufrimiento. La experiencia de la corrida es siempre turbadora porque pone de manifiesto, con una inmediatez que ya no se encuentra en ningún otro espectáculo, el fondo trágico que late en nuestra especie. El taurino no debería nunca intentar tener razón porque lo que es capaz de ver en la plaza escapa a las constricciones del discurso moralizante que reclama para sí el acuerdo con el mundo. La convicción obtusa de los Urtsasun de turno, en cambio, se arroga la facultad espuria de solventar algo que culturalmente siempre ha sido inquietante y problemático. Y que lo seguirá siendo por mucho que se acaben prohibiendo las corridas.
Al final de su ensayo La creación de lo sagrado (1996), el helenista y antropólogo Walter Burkert hizo una advertencia que en nuestro tiempo ya se ha hecho realidad:
«El ritual colectivo podría ser suplantado por juegos electrónicos autogeneradores en el mundo nuevo de la realidad virtual. Sin embargo, en la medida que no es posible abolir la base biológica de la vida, la realidad ‘real’ se hará sentir una y otra vez contra sus imitaciones virtuales. Más inquietantes son quizás las probabilidades y los peligros de la regresión, de un renacimiento del fundamentalismo e incluso del primitivismo».