El 'quad' inclinado, libertad de expresión y antisemitismo
«Muchas universidades de EE UU se han poblado de funcionarios vigilantes de actitudes y expresiones que pueden resultar ofensivas a cualquier minoría»
Corría el año 1922 y el entonces President (el equivalente a Rector) de Harvard, A. Lawrence Lowell, propuso limitar la admisión de estudiantes judíos a no más del 15%. Se trataba, según él, de frenar el antisemitismo que se seguiría de una mayor presencia de ese alumnado, la que a su vez sería el resultado de usar como único criterio de admisión los test puramente académicos, pruebas en la que los judíos destacaban frente a otras minorías. Puesto que no cabía establecer ese tope expreso del 15% se optó por la elíptica estrategia de tener en cuenta otras virtudes del estudiante que solicitaba ser admitido, esencialmente el carácter, la personalidad. Nacía con ello el expediente que han usado muchas universidades estadounidenses para hacer de su alumnado un corpus más inclusivo, diverso, que tuvo como inmediato efecto el incremento de los estudiantes africano-americanos, una estrategia que se ha revelado como discriminatoria de los estudiantes de origen asiático y que por ello se ha declarado contraria a la Constitución en junio de este mismo año por la Corte Suprema (Students for Fair Admissions, Inc. v. President and Fellows of Harvard College).
En 2017 se conoció que Harvard había rescindido la admisión de diez estudiantes, que, en un grupo de Facebook llamado Memes de Harvard para quinceañeros burgueses salidos, habían publicado bromas sobre el abuso a menores, el Holocausto y alguna que otra chanza sobre minorías raciales y étnicas. En 2019 también se revocó la admisión de Kyle Kashuv, superviviente de un tiroteo en un instituto de Florida, por algunos comentarios racistas que había vertido en redes sociales cuando tenía 16 años. En el momento en el que fue finalmente rechazado, Kashuv se había convertido en un conocido admirador de Trump y firme partidario, pese a su propia peripecia personal, de la libertad de comprar y portar armas.
En el año 2022 en un largo artículo publicado en Global Epidemiology el profesor de la Harvard School of Public Health y reputado epidemiólogo Tyler J. VanderWeele describía en detalle el proceso de acoso al que fue sometido cuando fue hecho público que en 2015 había sido uno de los amici curiae ante la Corte Suprema que se habían mostrado partidarios de que fueran los Estados los que decidieran si amparaban o no el matrimonio entre personas del mismo sexo en el caso Obergefell v. Hodges. Sus posiciones sobre la educación afectivo-sexual temprana y el impacto del aborto sobre la salud mental motivaron que un buen número de estudiantes pidieran su expulsión del claustro, y, si bien se le ha mantenido en su puesto, ha tenido que dedicar extenuantes jornadas a escribir en su descargo, reunirse para poder explicarse y justificarse con colegas y estudiantes de colectivos diversos que entendían que sus posiciones creaban en el campus un ambiente inseguro, y participar en un «proceso de prácticas restaurativas» organizado por el Decano de Educación y Responsable Jefe de la Unidad de Diversidad, Inclusión y Pertenencia de su Facultad. Durante varias semanas el profesor VanderWelee dejó de acudir a su despacho advertido del acoso físico que el ambiente generado en su contra podía propiciar.
Podría seguir con decenas de ejemplos más de la llamada cancelación, des-invitación u hostigamiento a estudiantes conservadores, profesores o conferenciantes invitados que expresaron o expresan opiniones o planteamientos supuestamente lgtbifóbicos, racistas, islamófobos, etc. A quien haya visto las imágenes del prestigioso sociólogo Nikolas Christakis tratando de explicar, allá por 2015, ante una turba iracunda de estudiantes congregada en el quad de la Universidad de Yale, por qué un mensaje en el que se instaba a los estudiantes a no tomarse demasiado en serio las precauciones sobre el tipo de disfraces que podían llevarse en el Halloween no debía entenderse como generador de «espacios no seguros» en la Universidad, le habrá asaltado la misma pregunta que a mí: ¿en qué mundo enloquecido ocurre que ninguno de esos faltones y agresivos estudiantes fue expulsado y sí en cambio el propio Christakis?
«En contraste con la invasión de Ucrania, la matanza de Hamás no suscitó la condena inmediata de la Universidad de Harvard»
Viene todo lo anterior a cuento de las comparecencias de las presidentas de Harvard, el MIT y la Universidad de Pennsylvania el pasado 5 de diciembre ante el Comité de Educación de la Cámara de Representantes para dar cuenta de las medidas adoptadas ante las denuncias crecientes de antisemitismo en sus universidades provocado por la intervención del ejército israelí en Gaza. Durante años y años, esas, y otras muchas universidades estadounidenses, se han poblado de departamentos de DEI (Diversity Equity and Inclusion) nutridos de legiones de funcionarios encargados de componer prolijos protocolos y reglamentos, procedimientos extrajudiciales – y nada garantistas- de mediación y sanción, vigilantes del uso correcto de pronombres, de las actitudes y expresiones que pueden resultar ofensivas a cualquier minoría vulnerable, celosos de que haya suficientes advertencias en los syllabi de que los estudiantes van a tener que leer y estudiar, por ejemplo, jurisprudencia en materia de violación y que ello podrá hacer revivir traumas del pasado…
Pues bien, a las reiteradas preguntas de la republicana Elise Stefanik en la Comisión de Educación, acerca de si, como ha ocurrido en algunas marchas, llamar al genocidio de los judíos supone una vulneración de las normas vigentes en sus universidades, las presidentas han insistido en que de esas manifestaciones debe hacerse una interpretación contextual, que solo se podrán entender como discursos prohibidos, y por tanto sancionables, cuando se conviertan en comportamientos concretos, o sean persistentes, y que sus universidades también están comprometidas con el valor de la libertad de expresión amparado por la Constitución.
Estoy esencialmente de acuerdo con esa concepción liberal, si es que no libérrima, de la libertad académica y de expresión, esa forma de aplicar el principio de caridad (gritar «desde el río hasta el mar» puede no ser una llamada al exterminio de los judíos, tampoco necesariamente defender la Intifada como forma de «resistencia» ser equivalente a llamar al genocidio judío) y de salvaguardar que se pueda criticar la política de Israel, incluso de manera «robusta» como señalaba alguna de las comparecientes; me parece bien, digo, esa invocación, pero ya le hubiera gustado a Amy Wax (UPenn), sometida a un proceso disciplinario por supuestas actitudes racistas al criticar las políticas de acción afirmativa en favor de la minoría africano-americana; al geofísico Dorian Abbott de la Universidad de Chicago, des-invitado a impartir una conferencia en el MIT por su posición crítica frente a los empeños de los departamentos de DEI; a VanderWelee; a Christakis, y a tutti quanti, haber tenido el tipo de defensa también «robusta” de su quehacer por parte de los responsables académicos de sus instituciones como han tenido quienes celebran la indiscriminada matanza del 7 de octubre por parte de Hamás, unos hechos que, en contraste con la invasión de Ucrania o la muerte de George Floyd, no suscitaron la condena institucional inmediata de la Universidad de Harvard.
Bienvenida, pues, esa nivelación del quad académico y también la denuncia de que la comparecencia de estas tres rectoras pareció un auto de fe, exactamente el tipo de procedimiento infernal auspiciado por las políticas universitarias de esas mismas presidentas y sus antecesores, que han padecido durante años tantos académicos y estudiantes críticos o no alienados con todo ese conjunto de presupuestos metodológicos, visiones sobre la historia o la teoría social y postulados políticos – las teorías sobre el racismo sistémico, los estudios de género o queer, etc.- que, a falta de un nombre mejor, agrupamos bajo la etiqueta de ideología woke.
Back to basics: Libertad de expresión y académica 101.