THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Étienne de La Boétie entre nosotros

«La gente no suele ser consciente de su poder. Ni siquiera en las democracias se suele hacer el correlato de la fuerza del voto individual»

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Étienne de La Boétie entre nosotros

El filósofo Étienne de La Boétie. | Wikimedia Commons

La amistad con Montaigne salvó a Étienne de La Boétie de ser devorado por las «fauces del tiempo». Y aunque al final desistió de su plan de publicar dentro de sus Ensayos el Discurso de la servidumbre voluntaria de su añorado amigo, sí dio ahí las claves de la vida y la obra de La Boétie para que pudiera ser recuperado más tarde, una vez que la convulsa Francia de Enrique III diera paso a la tolerancia religiosa, única salida a la guerra civil que la desangraba.

El retrato que hace de su amistad es inolvidable («porque él era él, porque yo era yo»). Mejor aún y menos conocida es la forma en que Montaigne narra la agonía de su amigo, enfermo sin saberlo de peste. Y cómo La Boetie lucha, un poco antes de cumplir los 33 años, para morir fiel a su estoicismo, pese a la frustración personal de irse tan pronto, sin cumplir su misión en la vida, la construcción de una obra que lo trascendiera. En eso estaba equivocado. Su obra sería breve, pero sus ecos llegan al presente. 

Curiosamente el libro de La Boétie ya circulaba en el momento que Montaigne llevaba a la imprenta sus Ensayos, pero de manera anónima, como uno más de los panfletos y manifiestos de los hugonotes franceses contra el poder católico, bajo el título de «Discurso contra el uno». El Discurso de la servidumbre voluntaria es el primer tratado político sobre el poder que se escribe desde la perspectiva de los que sufren el poder, no desde la perspectiva del que lo ejerce. Igual que para Tomás Moro y Maquiavelo, para La Boétie la política ya no es el espacio inmutable de lo sagrado, sino un ámbito más de la acción de los hombres, para bien o para mal. Puro renacimiento. Pero a diferencia de Maquiavelo, que le dice al príncipe que debe ejercer y conservar el poder sin importarle la moral, y de Moro, que el dice al príncipe cómo conservar la moral sin perder el poder, a La Boétie lo que le importa no es el príncipe sino sus súbditos.  

Para La Boétie, lo que asombra no es que el poder sea tiránico  –esa es en última instancia su naturaleza–, sino que los súbditos lo acepten con agrado. Para La Boétie el misterio no está en los tiranos que se imponen por las armas, la guerra o la conquista, sino en aquellos gobernantes que no necesitan ejercer la violencia para mandar y que incluso cuentan con el beneplácito de sus siervos. El poder que le interesa hasta el grado de la perplejidad es el que no requiere la violencia para ejercerse. A este poder, nos dice el joven gascón, le bastan tres condiciones: la fuerza de la costumbre, los distractores emitidos desde la cima y la complicidad de un pequeño grupo. 

«Una persona sola no tiene poder en realidad, no puede ser un dictador, necesita un círculo de incondicionales que actúen en su nombre»

La costumbre se afianza más fácilmente en las nuevas generaciones, que ya no tienen el recuerdo de las viejas libertades perdidas (pioneros y juventudes); el poder se regodea con juegos de artificio, trucos de atención que mantengan intoxicada a la gente y le impidan reaccionar (la pandemia cayó como anillo al dedo) y sobre todo el poder requiere ser ejercido por cómplices, sucesivos círculos concéntricos de un clan en el poder. Una persona sola no tiene poder en realidad, no puede ser un dictador, necesita un círculo de incondicionales que actúen en su nombre. Y cada uno de estos alfiles requieren a su vez de su propio núcleo de fieles hasta alcanzar el mayor número de beneficiados que el sistema pueda albergar.

Cuanto más arriba de la pirámide, más riesgo. El tirano es traicionero y no quiere testigos permanentes; más riesgo, pero más poder. La voluntad de los más cercanos queda anulada en aras de complacer los deseos manifiestos o sospechados del mandamás (Kim Jong-un los hace aparecer siempre con una libretita para tomar notas a mano). Cuanto más abajo, menos canonjías, pero más libertad relativa. Aun así, esta pirámide sólo representa una parte pequeña de la sociedad que si simplemente se negase a obedecer, haría que toda la estructura se derrumbara. Pero la gente no suele ser consciente de su poder. Ni siquiera en las democracias se suele hacer el correlato de la fuerza del voto individual. La Boétie es el padre de la desobediencia civil (Emerson, Thoreau, Gandhi) y lo revindican tanto los anarquistas como los libertarios. También lo sería del voto útil. Y de la teoría del mal menor. 

Para La Boétie los hombres son libres por naturaleza, pero no iguales. Justamente las diferencias de talento y de condición física al nacer son la que deberían obligar a la cooperación y la solidaridad. El valor supremo es la libertad, cierto, pero requiere la amalgama de la fraternidad. El tirano por definición no conoce la amistad, valor supremo para Montaigne y para La Boétie. Y su fuerza es minúscula. Es uno solo. Bastaría con dejar de cooperar. En la democracia es incluso mas fácil. Bastaría con dejar de votarles. 

Las elites económicas y jurídicas, también las culturales, han renunciando a la política bajo el conjuro de que las conquistas democráticas son irrenunciables una vez adquiridas y que para administrarlas ya no es necesaria la excelencia. Craso error. Habría que volver a La Boétie.

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