THE OBJECTIVE
Rosa Cullell

El declive del feminismo

«Hay egoísmo simplista, también pura ignorancia, en esta ‘sororidad’ que reinventa la rueda, exige subvenciones y ocupa ministerios innecesarios»

Opinión
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El declive del feminismo

Ilustración de Alejandra Svriz.

Era lo que nos faltaba, un Ministerio de la Infancia y de la Juventud. Andaban las multitudes exigiendo el invento. Yolanda Diaz ha puesto al frente a Sira Rego, exdiputada europea y pareja de Ismael González, responsable federal de Izquierda Unida. La militancia progre y sus cargos son cosa de familia. 

Los niños barceloneses de los sesenta íbamos al salón de la Infancia y de la Juventud a saltar en la tirolina de los bomberos. ¿Qué falta hacía elevar una vieja feria infantil a ministerio? El feminismo de la cuarta ola, perdido en sus definiciones (ecologista, antipatriarcal, decolonial, clásico, marxista, radical y sobre todo progresista…) se diluye en eslóganes y redes sociales. La igualdad entre hombres y mujeres se ha vuelto irrelevante. 

La nueva ministra, activista pro-palestina y con un diploma en nutrición, cree que hay que reclamar «una infancia feliz y suficiente desde el Gobierno». ¿Qué querrá decir con ese suficiente? De los niños y de los jóvenes, en España, se cuidan sus familias, el ministerio de Educación y el de Sanidad. También la escuela, los clubes deportivos, las universidades (con ministra propia) y otro sinfín de instituciones.  

La acumulación de preocupaciones surgidas en este siglo XXI que se mira demasiado al ombligo está, sin duda, ayudando a que el índice de fecundidad español, o sea el número de hijos por mujer, se sitúe en un bajísimo 1,16. No llegamos ni al hijo y medio, lo que impide garantizar una pirámide de población estable, pues, por el contrario, somos unos de los países en donde se muere más tarde. Más les valía a Pedro Sánchez crear el Ministerio de la Ancianidad.

Hace años que distintos grupos proponen adoptar la decisión de no gestar, de ser una mujer sin hijos, y se siguen publicando panfletos defendiendo lo que es un viejo derecho, reforzado en el siglo XX con la aprobación de los anticonceptivos y las leyes a favor del aborto. Allá cada cual y su aparato reproductivo. Lo que aburre es que, cada día, algún feminismo de onda desconocida descubra la pólvora. Y lo contrario. Mientras, la izquierda radical no se pone de acuerdo en cómo reducir la prostitución ni controlar la trata, menos aún en prohibirla. 

El ecofeminismo, que une el cuidado del planeta y el de la vida, es la corriente que más crece entre los jóvenes. Sostienen que hay «una relación directa entre la subordinación histórica de las mujeres y la destrucción de la naturaleza». Entiendo que el ecologismo (la falta de agua, la destrucción del entorno o el exceso de emisiones de carbono) se ha juntado con las ganas de prosperar, ganarse mejor la vida y tener tiempo libre de estas nuevas generaciones que tardan en salir del piso de sus padres.

«Tras un siglo XX en el que las mujeres consiguieron sumar derechos fundamentales, el nuevo feminismo desprecia el pasado y ‘empodera’ (puñetera palabreja) su decadencia»

En cualquier caso, la preocupación por dejar una huella ambiental irresoluble crece. Es más un tema generacional que de clase. El duque y la duquesa de Sussex, Harry y Meghan, aseguran que no tendrán más de dos niños «por el bien del planeta». También la famosa cantante Miley Cyrus se abstendrá de parir porque «la tierra está enfadada con nosotros». Vaya por dios.

Hace unos años leí Falso Espejo, un libro de ensayos sobre la vida contemporánea de la escritora y periodista de New Yorker Jia Tolentino. Mi conclusión: crece el «yoismo» de forma estratosférica. Comparto la sensación de Jia de que el nuevo feminismo, auto satisfecho y ‘empoderado’ como la nueva Barbie, vive un autoengaño. Vista la división de los últimos días de la mujer, creo que el movimiento está entrando en una clara decadencia, sin proyectos comunes. Hay egoísmo simplista, también pura ignorancia, en esta sororidad que reinventa la rueda, exige subvenciones y ocupa ministerios innecesarios. De tanto pensar en legislar bajas menstruales, que pocas mujeres piden, se ha perdido el pulso de la realidad.

Las recientes manifestaciones feministas en España tenían como lema principal  acabar con la violencia de género. Me sorprende que los nuevos «progres» pasen por alto que las muertes violentas han continuado aumentando con Irene Montero y su más que bien financiado Ministerio de Igualdad. En lo que va de año se contabilizan ya 54 asesinatos. Ellas gobiernan, pero la culpa es siempre del otro. También de que un millar de delincuentes sexuales hayan visto rebajada su condena. 

Las mujeres que votan a la derecha no tienen, siquiera, el derecho a ser feministas. Se pretende olvidar que, entre las sufragistas del XX y las intelectuales posteriores, había mujeres de diversas procedencias y convicciones ideológicas.  

Para el marxismo, lo esencial era la lucha de clases. No se podía, ni siquiera en mis tiempos eurocomunistas, abrir un frente puramente feminista. El triunfo del proletariado «liberará a la mujer», explicó Lenin y repitieron sus seguidores. Pero sólo hace falta echar un vistazo al actual Politburó de la República Popular China para comprender que la lucha de clases no lleva directamente a la igualdad: no hay ninguna mujer entre sus 24 miembros. Stalin llegó a prohibir las asociaciones de mujeres por «burguesas».

Defenestrada Irene Montero y desechada Ione Belarra, el tercer Gobierno de Pedro Sánchez ha colocado a una ilustre desconocida en Infancia y Juventud. Hay que contentar a todos, por lo que ya volvemos a tener 22 ministros/ministras. El feminismo se disuelve en un metaverso ecologista y antipatriarcal que pocos ciudadanos entienden y que, simplemente, responde a los necesarios pactos de legislatura.  

Tras un siglo XX en el que las mujeres occidentales consiguieron sumar derechos fundamentales (al voto, a la educación, a una habitación propia, al sexo libre, al empleo, a las pensiones, a la independencia, a la propiedad de bienes…) el nuevo feminismo desprecia el pasado y «empodera» (puñetera palabreja) su decadencia.

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