THE OBJECTIVE
Javier Benegas

El espíritu que nos falta

«Necesitamos un espíritu de concordia que desborde el sectarismo del que los tiranos se valen para dividirnos y hurtarnos nuestros derechos y nuestro país»

Opinión
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El espíritu que nos falta

Ilustración de Alejandra Svriz.

Son ya demasiados años de frustración, de esperar y esperar infructuosamente que España sea, como se solía decir antes, un país homologable con su entorno. Una frase vaga que sin embargo se entendía bastante bien cuando todavía la conciencia de los errores cometidos en el pasado prevalecía a través de la memoria de nuestros padres y abuelos. Aquella frase vaga que se comprendía a la perfección daba aliento a su vez a otra expresión tanto o más etérea: el espíritu de la Transición.

A aquellos que se hacen cruces con tan sólo ver escrita la palabra transición, les ruego que se tranquilicen. No voy a hacer un análisis de las bondades y defectos del régimen político surgido en el 78. No tengo tanta fe como ellos en la teoría política. Ni siquiera insistiré en la importancia irrebatible del principio de igualdad ante la ley en cualquier democracia que se precie y que, amnistía mediante, han decidido llevarse por delante a conveniencia el Partido Socialista y sus socios. No hay peor ciego que el que no quiere ver porque va contra sus intereses hacerlo. Me voy a centrar en el significado que para mí tenía y sigue teniendo, aun en la turbación más absoluta, aquel espíritu.

Para mí, el espíritu de la Transición era la aspiración ampliamente compartida de mejorar, de vivir en un país más próspero, avanzado y libre. Pero, como todo lo que parece simple, tenía sus complicaciones. Por lo pronto, requería del entendimiento, aun instintivo, de que tal aspiración, para ser ampliamente compartida, necesitaba diálogo y respeto, un umbral mínimo de conocimiento y racionalidad y, por supuesto, unas reglas de juego que fueran iguales para todos. Sin estos ingredientes, la aspiración de mejorar acabaría convirtiéndose en un objeto brillante que todos tratarían de conseguir a cualquier precio, imponiéndose a los demás y tratando de obtenerlo a su costa.

He sido pobre la mayor parte de mi vida, en ocasiones, pobre de solemnidad, por eso soy un fervoroso defensor de ese espíritu al que sitúo por encima de la Transición misma. Pues somos precisamente los pobres, los que partimos de una posición más desfavorable, quienes más necesitamos una sociedad abierta, libre de barreras y privilegios. No una sociedad igualitarista y dependiente donde se nos promete falsamente que nadie va a quedar atrás a cambio de que renunciemos a valernos por nosotros mismos o a cualquier ambición particular que colisione con el igualitarismo.

«Somos los que menos tenemos los que más necesitamos de la libertad individual y de la igualdad ante la ley»

Siempre me ha llamado la atención que desde la izquierda se califique como despropósito que los pobres seamos de derechas, lo cual debe entenderse, claro está, como cualquier resistencia a los dogmas izquierdistas. Para mí, quienes manifiestan esa incomprensión, o bien no son pobres, algo bastante habitual en los izquierdistas actuales, o bien aspiran a dejar de serlo a costa de los que levantan cabeza y no por méritos propios. Lo cual va precisamente en contra de los intereses de los pobres. Porque en una sociedad abierta quienes tienen más margen de mejora y, por tanto, más se esforzarán por prosperar son los que parten de abajo. Es decir, somos los que menos tenemos los que más necesitamos de la libertad individual, la igualdad ante la ley y unas reglas de juego que sean las mismas para todos.

Lo mismo vale para cuestionar la doctrina social de la iglesia, que, en estos días, algunos agitan con vehemencia, porque llevada hasta sus últimas consecuencias suele devenir en un izquierdismo cristiano que, al igual que el laico, no disminuye el número de pobres sino todo lo contrario: nos iguala a todos por abajo. Un buen cristiano debe tener fe pero también tiene el deber de esforzarse por adquirir un mínimo conocimiento sobre el imperfecto mundo de los hombres y no sólo teórico, también práctico. A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Si el cristiano no respeta esta distinción entre lo divino y lo humano, si no se esfuerza por estudiar y conocer lo que funciona y lo que no funciona en ese mundo imperfecto, se convertirá, aun sin saberlo, en un autoritario.

No sé si a usted, querido lector, le sucederá lo mismo, pero sin negar que durante un tiempo España pareció progresar, tengo la sensación de que desde hace demasiado vamos hacia atrás a una velocidad de vértigo. De hecho, es más que una sensación. A los datos me remito. Incluso, en algunos aspectos críticos, diría que estamos peor que entonces.

Dicen que hemos avanzado una barbaridad en derechos sociales, pero lo cierto es que somos más pobres que hace casi 20 años, sin distinción de géneros, por cierto. Mantener una temperatura adecuada en el hogar se ha convertido en un lujo. Es más, tener un hogar es misión imposible para un número creciente de españoles. La cesta de la compra se encarece sin tasa mientras que nuestros ingresos se reducen sin remedio. Una situación endiablada que ha llevado a lo nunca visto, a que algunos supermercados españoles incorporen dispositivos antirrobo en latas de conservas que no contienen caviar precisamente, porque lo que se roba no es whisky de malta o aceite de oliva: es comida.

«El deseo de concordia ha dado paso al sectarismo y a la manipulación de la memoria»

Por si todo esto no fuera suficiente, el deseo de concordia ha dado paso al sectarismo y a la manipulación de la memoria. Se ha impuesto así un autoritarismo cínico con el que se nos pretende ahora vender que, para asegurar la convivencia, los políticos no tienen más remedio que concederse la impunidad mutuamente a cambio de votos. Y que el principio de igualdad ante la ley no aplica para ellos. Esto último es lo que parece habernos despertado, la gota que ha colmado el vaso.

Ahora es la gente corriente, no los activistas habituales, la que protesta airadamente, incluso se ha echado a la calle. Lo que, en principio, podría inducir a un cierto optimismo, porque mejor o peor evidencia una reacción, casi diría un ataque de dignidad, que hasta hace muy poco era impensable. Sin embargo, me temo que esa reacción no se traducirá en un verdadero movimiento que haga el camino de vuelta, de la calle a las instituciones.

La razón es muy simple. Por más que algunos de sus promotores apelen a la espiritualidad para sostener esta reacción popular, no veo en ella un espíritu que aúne voluntades. Más bien está degenerando una cacofonía que, con el paso de los días, se hace más evidente. Enseñas nacionales con el escudo extirpado con las que se pretende denunciar que la Transición es la culpable de todos nuestros males, como si un régimen democrático teóricamente perfecto hubiera podido resistir las pésimas actitudes que han dominado la política y también la sociedad española. Otras banderas con los colores nacionales en las que en lugar del escudo constitucional aparece un símbolo extraño que se asemeja al hierro de una ganadería. Gente rezando junto con jóvenes que cantan himnos de un régimen que ni siquiera han conocido…

Habrá quien dirá que me disgusta lo heterogéneo o que me irrita que se rece y que soy un moderadito cosmopolita que no acepta España tal cual es. Pero es justo al contrario. Precisamente, porque España es eso y mucho más necesitamos una verdadera apertura de miras que nos aúne en la lucha por la causa de la libertad. Un espíritu de concordia que desborde el sectarismo del que los tiranos se valen para dividirnos, dejar de vigilarlos y hurtarnos nuestros derechos, nuestro país y nuestro futuro. Eso era, en mi opinión, el espíritu de la Transición. El entendimiento de que para aspirar a lo mejor es necesario diálogo y respeto, un umbral mínimo de conocimiento y racionalidad y, por supuesto, unas reglas de juego que sean iguales para todos.

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